viernes, julio 11, 2003

Cruzo la ciudad a pie para visitar el barrio chino. No me motiva el placer de estar ahí, es simplemente que necesito hacerme de una hoja de enebro que ayer rasgué por descuido. Los orientales habitan una zona que no cesa de extenderse, así que hablar de un principio y un final es pérdida de tiempo. Sólo hay una manera de reconocer su frontera: el olor de la comida, el vapor fragante de los tallarines cocidos, el aroma inconfundible del cerdo agridulce que recién aprendieron a imitar. Vago un poco por aquí y por allá. A veces me detengo ante algún escaparate, pero en general es poco lo que me atrae. La gráfica estridencia de los rostros sin volumen impresos en paredes y mamparas es como un grito continuo que abarcara las calles, enredándose en el tumulto, reconociéndose en los otros rostros que recogen la lluvia, dispersándose. Finalmente alcanzo el almacén. Le muestro al tendero la pieza dañada y él asiente con la exagerada cortesía de su raza. Un momento después extiende sobre el mostrador una serie de hojas que incluso a mis ojos parecen originales. Elijo un par de ellas. El hombre balbucea algo que no entiendo, pero que igual intuyo: me pide que lo acompañe al taller del fondo para que juntos veamos los últimos pliegos de piel humana que han conseguido trascender la seguridad de las colonias. Niego con un gesto y abandono el local. Temo menos a la policía que al deseo de tenerlas en mis manos y volver a intentar en ellas la perfección. No, he visto esas pieles perforadas por el fuego de una ráfaga anónima oculta entre el gentío, y he llorado. Y he odiado ese llanto.

Un rostro anciano cubierto de lágrimas no se parece a nada que la gente acostumbre por aquí.