martes, julio 20, 2004

 
 
Teñida de suaves pixeles que corroen la progresión de sus imágenes, la nave-anuncio rompe el vago azul del cielo y se repite en los ojos de la puta de metal. Ella observa en silencio y su largo cuello descubierto se tensa, pero aquella voz distorsionada por el eco nada le dice. No insiste: baja nuevamente la mirada y retoma el contacto con esos otros ojos cuyo baño de luz recorta su silueta contra el callejón desierto. La intensidad de la luz se va apagando, pero el vehículo se mantiene encendido, expectante. Los rasgos del hombre que ha conducido hasta allí intiman con las sombras, se entretejen en ellas, se funden con las cosas de la oscuridad.
 
Noches en los suburbios. 
 
Lluvia que se reconoce en las fachadas de los solitarios edificios. Al fondo un ventanal que se apaga para siempre. El rumor de un vehículo se desprende de la tierra. Un diminuto punto de fuego encarna en el tabaco: el esbozo fugaz del asesino...
 
Y el grito de la estatua desdoblando la esquina...
 
Ayer soñé con estas calles vacías. Caminaba al borde del alba, lo sabía, pero el amanecer no terminaba por anunciarse. Algo, no sé qué, me aconsejaba aminorar el paso. Así que me detuve, indeciso, presa de un miedo inexplicable, mas cerca de reconocer que todo era un sueño y que la cada vez más frágil presencia de las cosas terminaría por arrojarme a la vigilia. Entonces la vi: estaba allí, en un rincón, cubierta de basura como una muñeca abandonada; sus ojos un reflejo de los míos; su gesto, el temor que fermentaba en mi pecho. Quise acercarme, pero ella, aparentemente sorprendida por esa insinuación, salió de su escondite y corrió para escapar. Mi cuerpo inmóvil ocupaba la única salida...
 
Quisiera asir el recuerdo de esa suave colisión, pero la memoria del encuentro se borra o se traiciona a sí misma: por momentos está esa carne pálida y el tenue aroma a demasiada piel que solamente yo sabría reconocer; por momentos también se aparece su sonrisa, esa línea de jade que seduce, que me busca, que juega con las sílabas de mi nombre mientras me pide repetir el suyo, tan deseado, tan... incierto.
 
Me engaño: esa última imagen es solamente un capricho de mi imaginación.
 
P.D. Por cierto, ella trajo a mí esta canción desde un poema:
 
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
 
-F. Pessoa