sábado, noviembre 13, 2004

Hoy vi morir a un hombre, y ese hombre no merecía la muerte. Pero, ¿quién no merece la muerte cuando ha nacido en un siglo de derrotas? Él nunca pudo suponer que esa noche la punta de un láser lo aguardaba entre el gentío, por eso mantuvo un paso firme cuando se decidió a cruzar la calle como los demás lo hacíamos; por eso miró el reloj pulsera con un movimiento mecánico y apretó el periódico bajo el brazo; por eso se redujo al anonimato. El arma le apuntó a la frente cuando alcanzó la otra acera, y él la vio. Ese instante de frío silencio debió representar el resumen de su vida, tan apresurada, tan densa, abierta como tantas al sinsentido que te abraza cuando despiertas cada mañana y comprendes que las horas siguen ignorándote cuando pasan a tu lado. Pero esta vez la vida lo miró de frente, y le habló, y le dijo que había llegado el momento. Una extraña alquimia de los sentidos lo indujo a moverse y la línea invisible que lo buscaba sesgó la noche para reconocerse en un muro lejano, que asimiló el impacto y escupió un estrépito hecho de trozos de concreto. Aturdido, el hombre en el piso alzó la vista y reconoció a su verdugo, cuyo pulso recobró el dominio del arma y le apuntó nuevamente. Pero ya la víctima corría entre la gente, se abría paso a empujones con tempranos jadeos y gritos incoherentes, mientras el ejecutor (todos supimos que lo era cuando esgrimió su placa ante los cientos de ojos histéricos) se daba a la tarea de recorrer sus huellas acortando velozmente la distancia. La memoria de estos hechos dilata los segundos y difumina los detalles de la persecución, pero quienes fuimos testigos sabemos que todo ocurrió en instantes: ese hombre ya estaba muerto y tal vez su cuerpo así lo entendía, porque tropezó y cayó de bruces y jamás recuperó el equilibrio. El nuevo impacto lo alcanzó en un costado, pero no fue definitivo: aún tuvo tiempo de incorporarse un poco y ver de frente la representación de su propia desgracia. El láser del tercer disparo le reventó el pecho y lo arrojó de espaldas contra la pared. Quienes rodeábamos la escena esperamos en silencio esa última descarga que terminaría por borrarlo, pero ésta nunca llegó: no era necesaria. No fui el único que llevó entonces la vista hacia el origen de ese destino atroz: la mano firme que apaciguaba el arma al dirigirla al suelo, de alguna manera satisfecha. Luego regresamos a la imagen de aquel títere maltrecho que se sacudía en espasmos como dicen que ocurría con las bestias en el ruedo de una era que creíamos salvaje. Fue así que lo noté: el fuego de aquel arma había devastado carne y tejidos que parecían humanos; las entrañas que asomaban por primera vez a la noche de Los Angeles parecían haber madurado en el interior de un ser humano. Me acerqué un poco, movido más por el instinto que por una curiosidad insana. Era verdad.

Quise gritar, pero me contuve, acallado por el murmullo de una multitud que no entendía que aquella ejecución era injusta. Ahora a la distancia entiendo que el victimario se había sumido en las mismas cavilaciones que a mí me torturaban, pues de pronto volvió a despertar el arma y trazó con ella un amplio círculo de miradas incrédulas. Ya no se detuvo a corroborar si sus ideas eran ciertas; retrocedió con pasos ágiles y emprendió la huida, dejando atrás los ojos expectantes y el rumor de las naves de reconocimiento que empezaron a alterar el viento muy por encima de quienes lo veíamos incorporarse a las sombras de un callejón cualquiera.

Abordé el metro y me uní al paraje de rostros desgastados. Fijé la vista en el piso y así permanecí, vacío de pensamientos por horas o minutos, no sé decirlo. Sólo hasta que el tren frenó de improviso pude darme cuenta de que viajaba en un vagón semivacío, acompañado por un puñado de seres sombríos y borrachos tendidos en un coma de alcohol y ocultas depresiones. Recordé, no sin dificultad, los versos de un antiguo poema en el que la soledad busca a los hombres que duermen para ensayar la muerte. Cerré los ojos y una silenciosa procesión de rostros fue transcurriendo en la incierta oscuridad de mi memoria: eran aquellos seres cuyas facciones mis manos habían ido detallando con el paso de los años; los mismos rostros que más tarde envolverían pasados ficticios, sueños imposibles, falsas ilusiones inoculadas en el laboratorio de una empresa que jugaba a imitar la creación. Hombres de artificio, sin infancia, aquejados por una adolescencia de victorias y desencuentros que jamás les habían pertenecido aunque los asaltaran de vez en cuando como destellos de imágenes que eran capaces de recordar, no obstante que algunos, sólo algunos, creyeran necesario preguntarse por qué en la sensación de aquel primer beso juvenil no había resquicios de algún antiguo sentimiento. Y esa pregunta desencadenaba su caos interior. Y entonces despertaban de alguna noche sin sueños y la duda era ya una sustancia espesa adherida a su entendimiento. E indagaban. Y encontraban su Verdad. Y nada había en el mecanismo de sus razonamientos que los hubiera preparado para el horror de saber que no eran. Guerreros diseñados para vencer los obstáculos que se inventaba el imperio, su destino era la violencia, y de ella se valían para tratar de convencer al mundo de su derecho a existir. Esa era la falla que los hombres de ciencia no habían podido corregir, y recurrían a las armas para enmendar sus errores. Y ni el padre de familia, ni el oficinista, ni la vendedora de animales, ni el conductor de vehículos de carga, ni la pareja que busca la oscuridad de una sala de cine, ni la enfermera asomada a la ventana, ni la jovencita que tiñe de vaho el cristal de un aparador en el centro comercial, ni el anciano que espía detrás del espejo de un cuarto de hotel, ni el mendigo, ni el escritor, ni el violador, ni el crítico de arte, ni el suicida que lo intenta nuevamente en la tina del baño, ni el niño que ansia acariciar un holograma de dibujos animados, ni el adolescente que mira extasiado el sexo abierto en flor de una puta, ni su padre que lo aguarda orgulloso al otro lado de la puerta, ni la joven que ha esperado toda la noche un rostro en el videoteléfono, ni el hombre que te ha dicho que te extrañaría y que sufre un fin de semana sin ti: ninguno de ellos sabe que allá afuera se libra una batalla silenciosa que busca acallar a los seres que reniegan de la creación, que reniegan de su creador.

Esta noche alguien como tú y como yo lo supo. Sabio entre los hombres, la muerte le aconsejó guardar ese secreto.


Nadie a tu lado.
Anoche maté a un hombre en la batalla.
Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
La espada entró en el pecho, un poco a la izquierda.
Rodó por tierra y fue una cosa.
Una cosa del cuervo.
En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
No lo traerán las naves que huyeron
Sobre el agua amarilla.
En la hora del alba,
Tu mano desde el sueño lo buscará.
Tu lecho está frío.
Anoche maté a un hombre en Brunanburh.


-Jorge Luis Borges