viernes, noviembre 19, 2004

Incapaz de presentir la niebla, me fui sumando a las sombras. No sé qué intrincados pensamientos me ocupaban, pero cuando desperté de aquel embrujo ya los rostros del gentío habían adoptado su calidad de siluetas imprecisas. Fantasmas involuntarios, fuimos avanzando a través de ese misterioso vaho de la noche, casi a tientas, disueltos, titubeantes. Tropezábamos, deteníamos nuestro paso, intentábamos adivinar las formas cambiantes del camino, pero nadie renunció: el injusto esfuerzo de progresar entre la niebla era menos que el peligro de saber que el siguiente encuentro pudiera ser el último.

A cierta distancia percibí un portal de hierro. Mis dedos rozaron la herrumbre y sólo tuve que empujar un poco para hacer que el antiguo mecanismo cediera. Un largo pasillo se abrió ante mi vista. Hasta allí la niebla también se arrastraba, pero no había tomado aún del todo la oscura boca del edificio casi en ruinas. Me desplacé con paso lento, guiado por el débil resplandor de un doble ventanal que sugería los ojos cansados de un dios en el exilio. Hacía horas que no llovía, pero en la superficie irregular del suelo había charcos profundos y bancos de lodo de antiguos aguaceros. Mis pies indecisos fueron alterando el reposo del agua hasta que me detuve ante la puerta de madera corroída del departamento 03. Dejé que el eco de mis pasos muriera y entonces me animé a llamar. El rumor interior, que hasta entonces no había notado, cesó de pronto. La voz avejentada de una mujer al otro lado de la puerta preguntó mi nombre. Soy Sebastian, respondí, y no sé si mis palabras la alcanzaron pero durante algunos segundos sólo hubo silencio. ¿Qué quieres?, insistió. Ver a Ian, grité esta vez. Y de nuevo un pasmoso silencio. El rumor de una voz diferente se dejó escuchar. Hubo un intercambio de palabras que no alcancé a discernir y un poco después el sonido de un cerrojo anunció que me habían reconocido.

Aún oculto entre las sombras, la cosa Ian asomó por la rendija de la puerta entreabierta. Pasa, me dijo, dejando un espacio apenas suficiente para que pudiera introducirme. Entonces pude verlo claramente: las formas de su cara habían mutado y lo habían transformado en un remedo de reptil con la piel tamizada y escamosa. Vestía lo que parecía una vieja gabardina militar. Iba descalzo, sostenido en pie por el filo de sus talones, lo que a todas luces indicaba que no estaba preparado para recibirme. Pero no parecía sorprendido: su mirada penetrante me confió que él también sentía curiosidad de mi rostro. Cerró la puerta tras de mí y me condujo a la estancia. El falso azul del neón iluminaba apenas la húmeda habitación de viejos y rotos muebles. Desde el rincón, una anciana me miraba. Siéntate, me dijo Ian; aquí, si te parece bien, para que podamos conversar. Por ella no te preocupes -Ian la señaló-, no sabe quién eres, pero no es necesario que se lo digas: mañana lo habrá olvidado. Sufre esa variante del Alzheimer... ¿cómo es? Tú debes saberlo. Alcé los hombros. ¡Al diablo!, dijo Ian, yo debo de estar padeciendo lo mismo. Qué más da: en mis condiciones, sería como tener una gripe. Se sentó en un sucio diván, justo frente a mí. Ha estado aquí desde hace meses, señaló mirando a la anciana, que ya había cerrado los ojos. Es clarividente. Adivina el futuro. Dice que hay otros como yo y que llegarán en oleadas. “El arribo”, así le llama. ¿Tú sabes algo de eso? Negué con un movimiento de cabeza. El dijo: Ha predicho algunos sucesos: enfermedades, muerte de políticos, la devastación de Haití. ¿Sabes?: ahora tengo una terminal ahí dentro; la robé en el último motín de los orientales. Ella me lo anunció. Así que salí a escondidas y estuve en el momento justo en que comenzó todo. Aquello era un infierno: explosiones, linchamientos, naves que se precipitaban a tierra, chinos que se autoinmolaban en nombre de no sé qué leyenda que seguramente ya nadie recuerda... Fui de los primeros en iniciar el saqueo. Ya sabía lo que buscaba. Y allí está, funcionando a la perfección. Sólo así puedo leer los periódicos; por eso me enteré de que todo lo que ella decía había resultado cierto. Pero después ha fallado. Dejé de creerle. Ayer me dijo que vendrías. Y mira: aquí estás. Ahora sé que sus facultades siguen intactas. Pero, ¿no recibiste mi carta?, pregunté, sorprendido. Ian soltó una carcajada. Nadie entra en este barrio, hombre, ¿no te diste cuenta? ¡Ni siquiera sé cómo llegaste con vida! Ayer hubo un asesinato, justo aquí, frente a mi puerta. Asuntos de drogas. Por la madrugada el cadáver de ese hombre yacía desnudo. Y al amanecer, ya había desaparecido. No se conforman con los órganos vitales; deshollan los cadáveres y les extraen hasta los huesos. ¿Qué hacen con los huesos, Sebastian?

La pregunta me incomodó; yo sé lo que hacen con ellos: se les aplica un tratamiento y se plastifican; en el mercado negro se venden como estructuras sintéticas. La industria subterránea los utiliza como prótesis, pero la química del cuerpo los destruye y el individuo es tomado por una especie de gangrena silenciosa que poco a poco se apodera de todo el cuerpo. No hay droga contra el dolor. La gente se arroja de los edificios en medio del sufrimiento. En los hospitales se les encarcela, porque en ellos se lucha contra la muerte y eso es lo único que puede evitarles el suicidio. Supe de una mujer que duró meses en esas condiciones. Su hijo sobornó a un guardia y la mató a tiros. Debió morir agradecida.

¿Experimentos?, la voz de Ian me sacó del marasmo. No precisamente, le dije; no querrías saberlo.

La anciana murmuró un par de frases ininteligibles y se sumió en el sillón. Al poco tiempo se encontró presa de una especie de coma: su cuerpo inmóvil parecía sin vida, reducido, informe. Está en el proceso, explicó Ian, restándole importancia. Al rato se despierta y suelta su discurso; a veces se revuelca y habla con algo o con alguien; nunca con la misma persona. Pero basta: ¿a qué vienes? Introduje una mano en la chaqueta y extraje el sobre con el sello del laboratorio. Ian abrió mucho los ojos, pero se mantuvo en un silencio expectante. Lo puse en su regazo. Tenías razón, confesé sin más trámite: es irreversible.

El lo sabía, pero igual recibió mal la noticia. Sus células mutaban sin sentido, nunca en la misma dirección. Ahora reptil, mañana un felino. O ambos. Su cuerpo acabaría por convertirse en un simple envoltorio de órganos inútiles. La forma que adoptaría su muerte era impredecible; su resistencia, admirable. Hacía poco más de un año que lo había visto por última vez, cuando llegó rogando a mi taller por un último examen, y el brillo de sus ojos seguía siendo el mismo de cuando lo conocí, una década atrás, al despertar en una plancha de laboratorio, parido por las urgencias de la industria militar. Se le concibió para que fuera un genio, el primer Nexus de la historia. Acaso fue la mente más brillante de su generación, y ahora estaba siendo destruido por su propia ciencia.

Lo intentaron todo, le dije, un poco a manera de consuelo. Tyrrel dispuso lo mejor que tenía a la mano para intentar detenerlo. Tú sabes lo que es eso: un año de pruebas inútiles dedicadas a salvar a un solo individuo cuando allá arriba están en guerra. Es demasiado.

Ian seguía en silencio. Ignoro qué ideas pasaban por su mente, pero me atrevo a afirmar que tenían que ver con su pasado, con su carrera señalada por un solo error, con la mujer que despertó una mañana bañada en sangre, su propia sangre, y la vida que se le escapó como un susurro por el pecho abierto en canal, las manos de lo que ahora era Ian aún rígidas por la excitación, la visión insoportable de su nuevo rostro en el espejo. Una pesadilla que lo habitaría para siempre.

Se hace tarde, dijo de pronto, como si me hubiera estado esperando en algún lugar de sus pensamientos. No querrás quedarte a ver el espectáculo de la abuela, ¿verdad? Bastante tienes con el bisturí y las pieles esas, para ver que los humanos tampoco son dueños de sus propios actos...

Salí a la fría noche cuando ya la niebla se había ido. Unos pocos noctámbulos merodeaban por las calles de aquel barrio olvidado cuando alcancé la avenida. Unos metros adelante encontré una estación de taxis. El conductor recibió la orden y elevó el vehículo con presteza. No acepté el cigarrillo que me ofreció. Hace bien, me dijo a través de la pantalla, esto es veneno y mata a miles diariamente. Rio un poco. Lo consume a uno. Yo ya casi lo he dejado. También a mi mujer -y volvió a reír. Nunca me perdonará lo que le hice, pero ella no es Dios, ¿verdad?