jueves, julio 21, 2005

¿En qué momento dejamos de ser nosotros mismos para convertirnos en lo que los otros quieren ver? La pregunta me viene buscando desde hace tiempo. Es extraño que hoy precisamente la respuesta se concrete en el recuerdo de una mujer.

En la escena que mi mente se empeña en recrear, ella está desnuda, tendida a mi lado. Dormida. Ahora que sus ojos cerrados no pueden verme, ahora que no puedo ser para ella tan sólo una imagen, sé a lo que ella se refiere: para mí es simplemente una cosa desnuda, una cosa más de mis días.

Antes no lo fue: la transformación duró años. Ese vértigo que ciega, el ansia que antecede a toda desnudez, alguna vez fue nuestro. O fuimos de él. A la salida del bar en el que solíamos refugiarnos, entre la niebla del alcohol y el humo de los cigarrillos, en medio del sax de viejos discos de Coltrane, nuestros ojos se dictaban las caricias que la soledad del cuarto de hotel más tarde llenaría de sombras. No era exactamente el final del rito, sino el vuelco de violencia que el deseo precisa para manifestarse una vez que los labios y el frote genital invocan al animal hambriento. Al igual que todos, nos decíamos cosas; al igual que todos, jamás creímos que fueran ciertas. Tú también has llenado de palabras esos vacíos que el sexo va dejando mientras busca nuevos modos de disfrazar su hipocresía. Los regalos, las aparentes confesiones, el abandono que finges cuando abrazas a una mujer: todo ello es sólo un modo de fingir las ganas de lacerar su cuerpo, de agotarlo, de alimentar esa lujuria insoportable que te habita. Así que ella y yo nos decíamos cosas, mutuamente nos relatábamos nuestra propia versión del mundo, y todo era inútil: las palabras han dejado su lugar a un simple rostro, una máscara que poco a poco cede su lugar al olvido.

Aunque no del todo.

Cierta noche ella dejó que su cuerpo desnudo se asomara al mundo. Las calles del sábado se habían llenado de estrépito; la gente recorría los bares y los cafés nocturnos, así que no pocos atestiguaron la piel cobriza devenida en silueta que la penumbra de aquel balcón apenas conseguía disimular. Mi primera reacción fue de vergüenza: sentí en aquellos ojos la profanación a mi propia desnudez oculta por las sucias cortinas que ella había descorrido para inaugurar aquella visión pervertida de sí misma. Luego, minutos o segundos después, también me entregué al juego: la abracé por los hombros, llevé mis manos hasta sus senos, dejé que mis dedos palparan la tibia humedad de su entrepierna. Y ella me dejó hacer. Poco me importó darme cuenta de que mi casi grosera erección también había tomado parte de aquel enfermo pasaje de la existencia. Por eso acomodé su cuerpo frente al mío, hice que una de sus piernas me abrazara por la cintura, la penetré. Y un rato después la viscosidad de mis jugos comenzó a resbalar por uno de sus muslos.

No quise indagar si aquellos ojos que brillaban en la semioscuridad de las esquinas eran capaces de reconocer en nuestros cuerpos a los actores del delirio público que minutos antes había tenido lugar en el balcón del hotel que poco a poco íbamos dejando atrás. Simplemente la tomé de la mano y en un susurro le pregunté los motivos que la habían obligado a dejar que la gente presenciara las formas de una intimidad cualquiera, nuestra propia intimidad. Es eso, me respondió, es simplemente eso: para ellos siempre seremos un par de cuerpos desnudos que trastocaron el devenir natural del mundo. Pero yo conozco tu historia; sé de tus miedos; me has dicho en voz alta los secretos que guardas. ¿Entiendes? Yo tengo lo que eres; ellos, en cambio, sólo pueden conformarse con la mentira de tu fugaz desnudez, algo que el tiempo mañana habrá deconstruido.

¿Es nuestro cuerpo un señuelo que los años devastan mientras buscan inútilmente violentar nuestro espíritu? Entonces, jamás seré lo que has visto. No me verás nunca.

Yo tampoco te veré.

Descree de aquellos que dicen conocerte.