domingo, julio 24, 2005

La historia que refiere el diario (se anota una fecha, pero la distancia es de siglos y eso la ha vuelto irrelevante) habla de una mujer y de la noche como el territorio idóneo para recordarla.

En el rostro de esa mujer hay una calle: sus pisos son de piedra pulida por los años. Hay también una esquina, y en el costado derecho se yergue una vieja casona de paredes carcomidas cuyo color se confunde con el aliento de la noche.

Hay niebla. Extraña atmósfera para la ciudad que está en los ojos de aquella mujer cuyas facciones se alteran según la intensidad de su charla.

El autor de este pasaje ha encendido un cigarrillo: el fuego le ilumina fugazmente el rostro mientras él registra las cosas de la calle a través del parabrisas del auto.

Un semáforo los detiene. Él mira a la mujer que conduce; su mirada descansa en el perfil tenuemente expuesto a la luz del exterior mientras los labios de ella articulan frases que detallan las circunstancias de una situación cotidiana. Acaso el clima... Luego retoman el camino.

Más adelante ella indica con un gesto cierto portal bañado en ámbar. Es un restaurante. Sólo cuando apagan el motor se dan cuenta de que sus voces son el único sonido que violenta el silencio del entorno. “¡Qué callado!”, dice ella. “No me trajiste al fin sino al principio del mundo”, dice él. “Yo creo que esto ya estaba aquí cuando...”, cree oír él que ella comenta, pero no está seguro, pues ha descendido y cerrado la portezuela y aquella voz se apaga abruptamente.

Un hombre los conduce a su mesa. No han querido reconocerlo, pero al parecer son los únicos clientes a esa hora de la noche. Lo dicen sin decirlo: les basta una mirada para entender la soledad del caso. Y sonríen: nadie más escuchará el secreto que ella ha decidido revelar.

La mujer cuyos ojos han retratado la ciudad acudió a un casting de modelos para un trabajo en el campo, quizá una filmación. El grupo estaba formado por hombres y mujeres de mediana edad y sonrisa pulida ante el espejo. La selección duró horas y al final de la tarde todos acudieron a un banquete en una hacienda antigua. La sala era amplia; el fuego crepitaba en una esquina cercana y anestesiaba el frío que el viento arrastraba desde el sur. Todos bebían. Ella, incluso en exceso. Por eso no lograba precisar si la sonrisa del hombre sentado a su lado era enigmática o vulgar, o una mezcla de ambas. Quizá también por eso, cuando sintió sobre sus hombros el peso de aquel brazo, no se sintió incómoda, al contrario, parece que el atrevimiento de ese contacto reafirmó su idea de que en todo aquello había algo de magia.

Alguien cantaba, o lo pretendía. Ella siguió el ritmo con la pierna que mantenía cruzada sobre la otra hasta que la mano del hombre detuvo ese movimiento, que entonces supo. En qué momento había comenzado a moverla, eso no importaba. Lo cierto es que sonrió para sí, pero lo hizo no por interiorizar sus sensaciones, que hasta ese instante eran de satisfacción, sino porque sabía que aquel tipo esperaba algún tipo de reacción de su parte. Al no encontrarla, el hombre retiró la mano, que posó a su lado sobre la superficie tibia del sillón, en discreto contacto con su cadera. Sólo una mujer sabe que el deseo no le nace de su cuerpo, sino de la delgada línea que se borra cuando ese cuerpo despierta el deseo en la mirada de otro. Y la mirada que esa noche le había correspondido la perseguía insistente cada vez que llevaba hasta sus labios la copa del licor que extrañamente jamás se agotaba. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba bebiendo? Lo ignoraba. Tampoco hacía falta saberlo: el alcohol había tomado su cuerpo por asalto y producía en ella ese estado fronterizo con el abandono. Una mujer es su cuerpo, y ella sabía el suyo inquietante a los ojos masculinos. Ese placer antiguo era casi un instinto, y habría sabido dominarlo como en otras ocasiones si no fuera porque el suave calor de la borrachera ya la había sometido.

Una mujer es su cuerpo, y ese cuerpo sólo existe cuando el tacto de unas manos ajenas le dan sentido. Lo que el hombre ignora es que ingresa derrotado en territorio femenino, porque al iniciar ese juego está aceptando su renuncia en favor del placer del que ese cuerpo se alimenta, y la saciedad de la piel de una mujer es caprichosa. Al dejar que su mano nuevamente insistiera, esta vez en ese suave muslo que ya no se movía, el tipo aquel sólo hacía una cosa: nutrir de nuevo la experiencia que ella tenía de su propia belleza.

En algún momento de la noche, ella se levantó al baño. Sólo entonces se dio cuenta de la intensidad de su embriaguez, pero ese mareo, lejos de angustiarla, ocasionó que su delirio se transformara en risa. Y esa risa contagió a otros rostros. Y esos rostros se negaron a ser reconocidos. Como pudo alcanzó un pasillo estrecho a cuyos costados se abrían innumerables puertas que parecían conducir al infinito. Probó en varias de ellas hasta que encontró el cuarto de baño. Se levantó el vestido y lo mantuvo pegado a los costados con la parte interior de los antebrazos. Las pantaletas se le escurrieron hasta los tobillos. Su risa la ayudó a orinar largamente. Ni siquiera se acordó de limpiarse; se acomodó la ropa y fue ante el espejo, que le devolvió una imagen borrosa de sí misma. El agua estaba helada y apenas se mojó las manos. La orilla del sostén le laceraba la carne debajo de sus senos pequeños, cuya brevedad casi infantil nunca le había importado, pero no hizo el intento por deshacerse de la prenda, sólo se rascó un poco y se dirigió a la puerta. Cuando la abrió, el hombre que la había estado asediando le franqueó la salida. “Hola”, le dijo; “pensé que te sentías mal y vine a ver si se te ofrecía algo”. “Nada”, dijo ella e intentó escabullirse hacia el pasillo. Él la tomó por los hombros y acercó su cara a la suya. “¿De veras te sientes bien?”

Sólo quien se ha entregado a una borrachera bestial sabe que la memoria emplea unos métodos muy confusos para fragmentar el pasado. Ella -la mujer que narra su historia dentro de esta historia- apenas puede recordar la sensación de unos labios que apretaban los suyos con una violencia que hablaba de lujuria. Luego, la luz del pasillo arrojó dos sombras sobre la inmensa superficie de una cama. Un instante o dos después, mientras reconocía la humedad de una lengua que bañaba su cuello, vio un candil apagado cernido a lo lejos sobre su frente. Hizo un rápido cálculo: para que aquella araña de cristal ocupara el ángulo de su visión, ella tendría que estar mirándola desde un sitio paralelo que sólo podría ser la cama cuya delicada seda intimaba con el dorso de sus manos inmóviles, extrañamente dóciles ante aquella maquinaria de viscosidades y palabras obscenas que ejercía su peso y su deseo en ese cuerpo que de pronto recuperó la lucidez. “¡Espérate!”, gritó o gimió. “¡Quítate!” Pero el hombre, lejos de obedecer, tomó su mano y la obligó a palpar su miembro por encima del pantalón. Sentir la débil carne que la sangre trasmutaba en hierro no la llenó de deseo sino de miedo: hacía tiempo que no estaba tomando nada que previniera el ejercicio del semen en su interior. Y el tipo, como si le hubiera adivinado el pensamiento (cosas más extrañas ocurren), se retiró un poco hacia un costado para extraer un condón del bolsillo de sus jeans. “No te asustes”, le dijo, “vengo preparado”. “Qué alivio”, dijo o quiso decir ella, y aprovechando el momento lo empujó con fuerza y corrió hacia el pasillo. Fue allí cuando se golpeó contra la puerta.

Mira, le dice ella al autor de esta historia retirando un poco su blusa para que él vea el rastro en su hombro.

Horas después ella lo lleva en su auto a la sede de un taller de poesía, lugar en dónde él quedó de encontrarse con sus amigos. “Están a punto de salir”, le dice a ella, señalando con el índice las sombras que se adivinan por debajo de la puerta. “No tiene caso que entre: mejor los espero aquí afuera.” Se abrazan; se dan un beso fraternal en la mejilla. Sólo entonces él abandona el auto y la ve partir: el rojo de las luces se aleja poco a poco y pronto se confunde con el tráfico de una avenida cercana.

Las últimas líneas las dedica a ese recuerdo: cuántas veces antes ella se había ido y nunca había sido para siempre, ¿cómo saber entonces si con cada despedida ella ensayaba el adiós definitivo? La amistad silenciosa de la Luna...

El último párrafo de este relato dice, textualmente:

Perdona Fabiola que profane tu cuaderno con la memoria de esos días que no te nombran. Pero hubo momentos en que ella, que también se aleja, supo de ti y de los colores que la adolescencia me impuso para siempre. Me ha escuchado y ha hecho suyo el dolor de todos esos años en los que en silencio he perseguido tu nombre. Así que, en parte, también estás en ella y, quién sabe, acaso en el futuro lleguen a ser una y la misma.

Olvidé decir que en algún momento de la noche, ella le hizo prometer que aquel secreto, que aquellas ingenuas confesiones, jamás abandonarían sus labios.

Descuida, Lorena Edith (tal era el nombre de ella): este mundo futuro que jamás conociste también a mí me ignora, y juro que tu secreto se refugiará en mi tumba.

Ten la certeza de que Oscar (tal era el nombre de él) cumplió su palabra.