jueves, julio 28, 2005

Soñé que una mujer leía mi diario.

Envuelto por la vaguedad de las imágenes, entreví su rostro: había en él una audacia luminosa, vertical, expectante, aunque en sus ojos se adivinaba una voluntad casi infantil, como si su avidez no fuera dictada por la prisa sino por una soterrada inocencia.

La realidad del sueño me otorgaba un privilegio que no quise aceptar: el de interrumpirla. Así que me dediqué a contemplar esa suerte de profanación que me producía un raro placer y, a la vez, un incierto rencor atenuado.

Si alguna vez han sentido cómo una mirada ajena repta por los intersticios de su intimidad, sea por propia iniciativa o por una libertad concedida, reconocerán el apagado infierno que la noche me había deparado. Ver cómo su mirada repasaba atenta cada línea, cómo el índice de su mano derecha se deslizaba por el blanco de pixeles para desechar una nueva anotación, cómo la curiosidad iba agotando cada página, cada minuto, cada una de las horas que descendían en silencio sobre los dos, fue algo que me hizo desear el infinito, aborrecer el alba, que ya se aproximaba.

Pero abandonarse a los caprichos del sueño no nos exime del error: por un instante olvidé que aquella alquimia interior precisa de imitar la realidad para dejarnos permanecer en ella, y emití un suspiro, apenas una débil exhalación, suficiente para expulsar a la mujer de la magia que mi inconsciente le había perpetrado. Y sus ojos bañados de secretos se volvieron hacia mí.

Perdona, le dije, no quise interrumpirte, pero entonces noté que su mirada no se había detenido en el lugar que yo ocupaba sino que intentaba seguir un camino más allá de las sombras. Deja que me quede, insistí, una sola mirada ajena no anulará jamás la soledad que he querido construirme en esas páginas. Ella entonces se puso de pie y caminó justo hacia donde yo aguardaba inmóvil su respuesta. Y trascendió mi cuerpo, que supe vacío, inconcreto. Giré un poco para verla dirigirse a la ventana, otear en silencio el entorno, entonar una suave melodía que jamás conoceré. Un instante después regresó a mi escritorio, encendió un cigarrillo y emprendió nuevamente la lectura.

Fue así como comprendí que de muchas formas le pertenecemos a la noche. Que no basta con cerrar los ojos y confiarnos al azar que el teatro de la mente habilitará para nosotros, pues siempre habrá un resquicio, una puerta a través de la cual ingresaremos desnudos al escenario de nuestra existencia insoportable.

Las primeras luces del amanecer cancelaron la visión de ese rostro femenino que hoy, a fuerza de palabras, he obligado a abandonar su residencia pasajera.