jueves, septiembre 15, 2005

De pie en la esquina de Water Falls con la Sexta, sus ojos recogieron la escena: el Albatros surgió de entre los autos para romper la cadera del hombre que cruzaba la calle. Era su punto de equilibrio. Como un péndulo invertido, su perfil izquierdo se estrelló contra el cristal del parabrisas, astillándolo. La nave lo arrastró algunos metros y se detuvo de improviso con un horrísono sonido de neumáticos. El cuerpo inerte se deslizó sobre el toldo y en segundos alcanzó el piso. Ya los ojos curiosos bordeaban el escenario de esa muerte cuando los hombres descendieron del vehículo. Los disparos hicieron saltar el cadáver y luego todo se redujo al silencio. Steve no quiso quedarse a ver el resto: dio media vuelta y se fundió con las sombras del callejón desierto.

Volvió al cuarto de alquiler. No se tomó la molestia de encender la luz. Absorto en las atroces imágenes de la cacería, se tendió de espaldas sobre el camastro revuelto y encendió un cigarrillo. El blanco cilindro de tabaco se fue consumiendo entre sus labios mientras sus tristes ojos de refugiado se cerraban poco a poco para imitar el sueño, que en él era una suerte de hibernación matizada por una silente y profusa oscuridad. Así, inmóvil en medio de esa farsa, no sintió cómo la lenta madrugada agotaba las horas. Sólo cuando los golpes en la puerta lo abortaron de esa magia supo que había amanecido. Una voz lo llamó desde el otro lado:
-Señor Steve -era la dueña de la casa de huéspedes-, el desayuno está servido. ¿Hoy tampoco piensa bajar?
Se incorporó lentamente, escupió el filtro endurecido, reconoció su rostro fatigado en el espejo. Porque aquel era su rostro, pero a la vez no lo era: manos ajenas lo habían confeccionado a partir de una foto o un recuerdo. No, esa piel no se había desarrollado a partir de un embrión. Su célula primigenia jamás fue inoculada en un organismo durante ningún acto carnal. Peor aún, su carne jamás sufriría el deterioro que los años ejercen sobre los hombres; nunca conocería el cansancio de los días; nadie lloraría su muerte. Pero ésta sí ocurriría. Tarde o temprano su organismo se apagaría, sin ceremonias, sin agonías. Así, sin más. Luego sobrevendría la nada, la nada absoluta, el no ser, el eterno vacío.
Nuevos golpes en la puerta lo expulsaron de su marasmo y lo obligaron a acudir al llamado.
La anciana lo miró de arriba abajo como si deseara encontrar en su maltrecha presencia las señales del alcohol o de la droga.
-Debería usted bañarse antes de que la comida se enfríe -le dijo-. No tarde, los demás ya se han sentado a la mesa.
Cerró la puerta y fue a la ventana. Afuera, un grupo de mendigos hurgaba en el depósito de los desperdicios. Los negocios comenzaban a abrir. Una joven en traje deportivo cruzó la calle y se perdió en la esquina. Para el mundo era el amanecer de un día cualquiera; pero él sabía que una de esas horas que habían iniciado ya su escalada hacia la noche podía ser la definitiva, la última. De nuevo, como cada día que había pasado en esa sórdida habitación, algo parecido a la angustia se alojó en su vientre. Ver a toda esa gente reiniciar su vida envuelta en los actos cotidianos era algo que lo llenaba de celos, de una envidia que no era pasajera porque sabía que nada en ese mundo podría sustituir jamás la ausencia de esperanza, el ansia de trascender más allá de la muerte.

No era algo justo. Pero “era”, y nada podía evitarlo.

Alguna vez ese hombre estuvo entre mis manos. Yo detallé la expresión de su rostro. Yo quise que el ancho de sus hombros presidiera la atlética simetría de su cuerpo magnífico. Yo mismo elegí el verde cristalino de esos ojos que algún día registrarían las formas que adopta la existencia mientras ejecuta esos sencillos milagros que para los hombres son un simple hábito de la mirada. Orgulloso, lo entregué a la Corporación. No sabía, no podía saber que las frías salas del laboratorio le habían deparado un destino de sangre.

Su ficticio andar despreocupado lo llevó esa mañana hasta la plaza. Vio los toldos multicolores de los puestos ambulantes, y las multitudes que encaraban a otros rostros desconocidos en su ir y venir apresurado. Lentamente se fue sumando al gentío. Los cuerpos chocaban, el ruido de cientos de voces era como una masa uniforme, un raro calor que persistía a su alrededor. Racimos de brazos se alargaban para ofrecer su mercancía, las miradas inquietas viajaban de un lado para otro y luego se posaban en algún objeto, en algún fruto exótico, y un nuevo par de manos se dejaba reconocer en esas formas inciertas, estudiando su consistencia, sopesando una madurez para él incomprensible. Aquellos ojos, aquellas voces ensimismadas en su propio devenir pero ajenas a la tragedia que a él lo acosaba, no hacían más que avivar su recelo. Y lo ocultaba, se escondía detrás de una falsa curiosidad y luego se esforzaba por mantener el curso de sus horas gastadas, lentas, inobjetables. Pero nunca se alejaba de ellos, de los otros, que pasaban a su lado ignorantes de esa enemistad inapelable. Dios sabe que amaba estar entre los hombres.

La noche que señalaba el fin de su existencia, Steve pasó algunas horas delante de una taza de café. Temeroso del cristal que lo mismo permitía la vista al interior que al exterior tomado por la lluvia, ocupó una mesa en un rincón del bar y allí se mantuvo en silencio. Cualquiera diría que meditaba. No lo hacía: la blanda maquinaria que lo sustentaba había iniciado ya la espasmódica expulsión de sus reservas de energía. Para él era un cansancio repentino, una languidez irreparable que lo obligaba a fijar la vista por lapsos prolongados en cualquier sitio, en este caso, en los caprichosos reflejos que nacían y morían sobre la superficie del café, que a esa hora estaba frío. Por un instante, el proceso que tenía lugar en su interior lo entregó a una espesa noche, a una oscuridad de ojos cerrados, en la que paulatinamente se fueron concretando las largas paredes de un pasaje sin fin. Una súbita sensación de vértigo lo tomó por sorpresa. Asumir que el peso de su cuerpo cedía a la ingravidez fue inevitable. En segundos, se vio flotar hacia el vacío, primero lento, luego, poco a poco, a una velocidad inmensurable, como una flecha que rasgara el silencio en su camino hacia la muerte. Porque estaba muriendo, y el resplandor al fondo lo llamaba. Entonces, ¿no era cierto? Si en su hora final había hallado la luz que anticipaba el infinito, si esa voz inesperada que le pedía asistir le anunciaba su ingreso a la ansiada eternidad, ¿no era verdad que el artificio culminaba en la extinción, en la implacable caducidad de su organismo?

Nada justificaba ya ese fiero resistirse a la agonía, ese agobio, esa envidia fatal hacia los hombres. Y comprendió, o así lo quiso, que ellos también eran sus semejantes. Y se escuchó llorar, sintió incluso cómo esas lágrimas fluían numerosas de sus ojos, y amó ese instante, el único por el que había esperado todo ese tiempo. Porque esa voz disfrazada de intenso fulgor seguía llamándolo. Porque finalmente había esperanza.

Pero abrió los ojos, y vio que el hombre uniformado que había estado llamándolo apagaba por fin su linterna.
-¿Está usted bien?
Ojos, docenas de humillantes ojos lo miraban.
-¿Cómo se siente? -El policía se inclinó para mirarlo de cerca-. ¿Sufre usted alguna clase de epilepsia?
Se llevó las manos al rostro. No eran lágrimas lo que humedecía sus mejillas, sino el líquido extintor que exudaba su organismo para evitar que el sobrecalentamiento lo incendiara. Su piel ardía, pero no era ésa la causa, sino la dolorosa herida que la realidad le estaba inflingiendo.

Conmocionado, alterada su psique por el desequilibrio de saberse de nuevo una máquina predestinada a la derrota, se arrojó sobre el oficial y comenzó a azotarlo contra el piso.
-¡Dime que no es cierto! ¡Dime que no soy un pedazo de nada!
La gente, cuya fuga tumultuosa obstaculizaba la entrada, no impidió que otro oficial se abriera paso hasta el lugar de la escena. Steve, al descubrirlo, soltó al hombre en el piso y se abalanzó sobre él. No era un ataque, sino un acto nacido de la desesperación. Pero el policía no estaba al tanto de la historia: con mano firme agotó la carga del láser sobre el cuerpo de ese sujeto enloquecido, seguramente enardecido por los estupefacientes, a todas luces peligroso.

Supe del caso por la documentación que Tyrell me entregó a la semana siguiente. Los códigos internos de la Corporación me obligan a descifrar esa maraña de tecnicismos narrativos que alimentan los folios en los que se detalla la extinción de cada unidad, sea por caducidad o por eliminación. Se supone que me ayude en mi trabajo, pero a veces sólo obtengo de ellos una incómoda sensación de arrepentimiento. No quiero prolongar con mi relato el sufrimiento de Steve, sólo diré que nació como parte de un experimento que buscaba obtener pistas sobre el comportamiento de réplicas corruptas por la “falla”. El defecto se generó en el propio laboratorio. Se empleó por primera vez el uso de escáneres y transmisores de ondas cerebrales cuya información era decodificada por la computadora matriz. Así, Steve despertó en una calle cualquiera, en su mente la semilla de la duda y la desesperanza. Como era de suponer, la paranoia lo obligó a esconderse, a robar, a asesinar para obtener el dinero suficiente para hallar un refugio. No importaba quién muriera: el perfeccionamiento de los esquemas de persecución así lo precisaba. Por eso los hombres que lo seguían a la distancia, acaso por sistema, acaso hartos de los meses transcurridos al acecho, se negaron a impedir el escándalo en el bar, que resultó en la muerte de un oficial de la policía y el final del experimento, que, según consta en las actas, fue todo un éxito.

Lo que Steve vio en sus instantes finales -se lee en una página del documento- fue una burda imitación de los procesos de la mente a punto de colapsar, eso que la religión confunde con el camino hacia la eternidad, el llamado del creador, la luz al final del túnel. Así fue concebido el proyecto. Esa era la pulsión que lo conminaba a no renunciar.

A final de cuentas, su esperanza de una vida después de la muerte no fue menos ilusoria y artificial que la nuestra.