viernes, septiembre 02, 2005

Quedé con Tony en un local del centro. El taxi me acercó a los alrededores de la zona de tolerancia y se elevó entre el gentío. Era viernes por la noche. Sobre la calle bañada por el neón multicolor el tránsito humano era lento y confuso. La atmósfera, hostil. De los umbrales custodiados por guardias de aspecto amenazante se dejaban escuchar los ritmos cadenciosos de la música nocturna. A la distancia vi algunos hombres solitarios cuya lascivia era evidente al buscarte la mirada, atentos a tu reacción, a lo que seguramente suponían una súbita correspondencia. Tardé en decidir el rumbo y al final bajé por una callejuela angosta. Unos pasos más adelante, temeroso de internarme más allá de las luces ámbar del alumbrado público, me atreví a preguntar. Una joven de lastimera elegancia, recargada en la humedad de un muro, me señaló la esquina a mis espaldas. Agradecí con un gesto y volví sobre mis pasos. Los borrosos caracteres de falsa inclinación oriental sobre la entrada señalaban el sitio. Un hombre enfundado en un sucio karategi me cerró el paso. Dije la contraseña; él me estudió con la mirada y luego de algunos segundos me dejó entrar.

Hallé a Tony sentado a una mesa a la orilla del escenario. Atento al espectáculo de clara tendencia lésbica, no sintió mi presencia.
-Tony -le dije, rozando su hombro.
Al principio no pareció reconocerme. Luego sus ojos, buscando protección detrás de mi silueta recortada contra los reflectores, encontraron los míos. Sólo entonces supo que era yo quien le hablaba. No por mi apariencia. No por las arrugas de la vejez prematura que surcan mi rostro. Fue por los ojos. Estoy seguro. El silente lenguaje de su brillo no cambia con el tiempo, a menos que la muerte empiece a asomar en ellos.
-Sebastian -exclamó con una sonrisa sincera-. Creí que nunca llegarías.
-Es difícil dar con el lugar -me disculpé.
-Siéntate -me invitó-, esto acaba de empezar.
Llamó al mesero con un gesto. Luego se inclinó un poco para verme de cerca.
-Así es el Matusalén -le expliqué, acostumbrado a ese tipo de análisis visual.
-La piel se te derrite...
-La está llamando la tierra. A destiempo.
Un hombre puso entre nosotros una botella de vino barato. La sed me obligó a aceptar la copa que Tony me ofreció con exagerado entusiasmo.
-Bébelo -me dijo-. Aquí es más fácil que te parta el láser de un borracho a que mueras por culpa del alcohol. -Dio un trago a su bebida-. Vaya, es casi idéntico al original.
Dejé mi copa sobre la mesa sin apenas haberme mojado los labios.
-Así que es aquí en donde te refugias.
Tony miró a su alrededor.
-Es un lugar como cualquier otro. La única diferencia está en las mujeres: son las mejores de la zona.
-¿Te inspiran?
-Algo así. Por eso quise que vinieras. Pero vamos, bebe un poco, disfruta el espectáculo. Esas pieles son estupendas, un poco más reales de las que caen en tus manos -me guiñó un ojo cómplice-, tienes que reconocerlo.
A Tony lo conocí en el liceo universitario durante los inicios de la guerra. Muchos de nuestros compañeros fueron reclutados, pero él y yo nos salvamos de morir en el frente debido a nuestras carencias físicas: él sufría de epilepsia; yo había comenzado a mostrar los primeros síntomas del Matusalén. Las aulas se vaciaron y no fue difícil fundar una amistad basada principalmente en la soledad individual y el tedio de las horas muertas. Fue en aquel tiempo cuando me mostró sus primeros dibujos: solamente rostros de familiares, de personajes ficticios, esbozos de la ciudad al caer la tarde, imágenes rescatadas de sus sueños. Reconozco mis limitaciones para todo lo que tiene que ver con el arte, pero sé que en cada uno de sus trabajos se podía adivinar el infrecuente don de la fascinación. Luego de graduarnos, tomamos diferentes rumbos. Al principio nos encontrábamos de vez en vez para tomar un café en el centro y conversar. Él me mostraba sus avances; yo le hablaba de mis tardes en la Corporación, de proyectos que nada tenían que ver con mi actual oficio. Poco a poco el trabajo me fue absorbiendo y empecé a cancelar las citas. Con el tiempo dejamos de vernos. Pasaron los años y sólo volví a saber de él a través de los dibujos de juicios a puerta cerrada que publicaba un diario matutino de escasa circulación. Accedí al sitio del periódico en la red y me enteré de que ya tenía cierto renombre en el ámbito artístico de la ciudad. Conseguí su número y lo contacté. La mirada del hombre en la pantalla del videoteléfono había perdido el brillo de la juventud, pero igual mantenía esa sonrisa de melancolía soterrada del artista. Lo felicité por sus trabajos; no hubo orgullo en su respuesta: los retratos no eran de su autoría, se trataba de una deuda de amistad con el editor. Sin embargo, cuando le hablé de mi labor en la Corporación, se mostró sumamente interesado. -Tengo algo que mostrarte -me dijo-. Es algo ajeno a lo del periódico; se trata de mujeres, dibujos de mujeres, cuerpos, morfologías diversas. Cosas que pueden servirte para tus “creaciones”.-Así que no has perdido el feeling -le comenté con sincero entusiasmo. Entonces, su expresión cambió. Lo noté repentinamente ensombrecido, como si algo, un recuerdo, un dolor añejo hubiera vuelto a lacerarlo. -Es eso de lo que quiero hablarte -confesó al cabo de un instante-. Hay algo que he perdido, y sé que tú puedes ayudarme a recuperarlo.

Sobre el escenario, un par de mujeres, completamente desnudas, se había trenzado en una danza de triste connotación erótica. A su alrededor, cientos de manos ansiosas les rendían tributo mientras luchaban por alcanzarlas en medio de silbidos y palabras obscenas.
-La trigueña es Amanda -la voz de Tony, clara a pesar del escándalo, me expulsó de aquella farsa-; la pelirroja es Karen.
Pero el juego de luces sobre sus cuerpos aceitados hacía difícil distinguir esos rasgos.
-Tony -le dije, volviéndome hacia él-, tú no me hiciste venir hasta aquí por un par de tetas.
Pero él apenas me miró, extasiado como estaba con el frote genital que tenía lugar frente a nosotros.
-Ayer hablaste de un proyecto -seguí, tratando de llamar su atención-. Creí que tenía relación con tus dibujos, ¿no es así? -Pero no era fácil imponerse al escándalo.
-Tony, amigo, cuéntame algo de tu vida; tenemos años de no vernos...
Un hombre, completamente ebrio, consiguió trepar al escenario. Una de las mujeres le hundió la aguja de su tacón en la mejilla. La sangre que empezó a manar enardeció al público. El hombre herido se palpó el rostro. Enfurecido por el alcohol y la vergüenza, agitó los puños en un vano intento por golpear a la agresora. Un par de negros surgió de entre las sombras y lo sometió a golpes. La música se interrumpió. El estallido de una botella lanzada desde el anonimato irrumpió en la escena. La voz de un animador pidió calma mientras el borracho era expulsado a empujones del escenario.
La música recomenzó. Al principio indecisas, las mujeres, que se habían mantenido al margen cubriendo sus genitales con un pudor que se antojaba absurdo, pronto empezaron a ensayar una danza ya desangelada.
Tony, frente a mí, reprobó todo con un gesto, pero en ningún momento las perdió de vista.
-El diámetro de sus senos es perfecto -dijo, acercándose a mi oído, ensimismado-, pero el plexo, obsérvalo: hay cierta flaccidez que sólo se percibe al tocarlas. En cambio, en sus hombros se advierte una posible perfección. Mira cómo se ajustan al perímetro de su cuello: con equilibrio, con soltura. Sin embargo, en Karen, las líneas de la espalda que derivan en sus caderas la pervierten, la desfasan. Para el ojo profano, Amanda tendría el mismo problema, pero todo se resuelve en la brevedad de sus nalgas, que justifican la delgadez de sus piernas. Podría hablarte de sus pies, pero míralos tú mismo...
No, no estaba mirando la pretendida gimnasia sensual que habían retomado aquellos cuerpos: estaba observando a Tony, quien, sumido en esa extraña geometría verbal, había comenzado a parecer alienado, ajeno a sí mismo y al entorno, como si las imágenes que estaba describiendo no estuvieran delante de sus ojos sino al fondo, en medio de un paraje desconocido de su mente.
Por un momento deseé que fuera sólo un juego de la mente intelectual, tan dada a la sorna y al exhibicionismo, así que deslicé un comentario que pretendió ser divertido, pero él, sin abandonar el énfasis que había estado apoyando su monólogo, insistió:
-Míralas. ¿Ves lo que te digo? En ambas está presente esa expresión helénica, pero siempre hay algo que termina por ensuciarlas. Un vacío, ¿me entiendes?, una zona oscura que seguramente proviene del alma. Si las vieras más de cerca, si me acompañaras para ver sus cuerpos tendidos y en medio del silencio, sabrías de qué te estoy hablando. Algo grave debe estar ocurriendo en este mundo para que la perfección se obstine en ese inquieto disimulo, en ese sugerirse apenas sin detallarse del todo.
La perplejidad acabó por asomarse a mi rostro. Pero me lo tomé con calma. Si en algún momento había estado seguro de que me estaba embromando, ahora, al ver sus ojos que parecían posados en algo que no estaba teniendo lugar frente a nosotros, no supe decidir.
-Tony -le hablé, pero el ruido de una rechifla general opacó mi voz: había concluido el espectáculo, y las chicas corrían de un lado a otro para recoger los billetes dispersos sobre escenario. El volumen de la música disminuyó de pronto y el animador se puso al micrófono para tratar de tranquilizar nuevamente a la concurrencia, que había estallado en gritos de desaprobación.
-Tony -insistí, viendo que había girado un poco la cabeza para comprobar el contenido de la botella, casi íntegro-. Todo esto que me has estado diciendo, ¿tiene que ver con tu trabajo, quiero decir, con tu arte?
Él me miró de soslayo, pero se mantuvo en silencio.
-Imagino que a mis ojos se les escapan todos esos detalles de los que hablas. En serio: nunca había visto el cuerpo de una mujer como tú lo describes. Y créeme que he visto muchos, no tal reales como esos, es verdad...
Vi que sonreía. Se sirvió un nuevo trago; se llevó la copa a los labios, pero apenas bebió. La dejó sobre la mesa y entrelazó las manos sobre su regazo.
-Así que no has comprendido una sola palabra.
Tenía razón.
-No eres el único -sus ojos se apagaron-. De hecho, eres la segunda persona a quien le hablo de esto. La otra es Lulu, otra bailarina -señaló el escenario con la mirada-. Ella no actuará aquí esta noche. Está allá afuera, con los sádicos, al otro lado de la calle.
Se incorporó un poco para tomar la botella. Pretendió servirme, pero desistió al ver que el contenido de mi copa estaba intacto.
-Perdona que no entienda -me disculpé, haciendo lo posible para que se diera cuenta de que en verdad me interesaba el tema-, es sólo que me has tomado por sorpresa.
-Descuida -dijo él-. A lo mejor es cierto: por un momento dejé atrás todos esos años que no nos hemos visto. Nuestros días en común pasaron hace tiempo; tal vez sea mejor que nos pongamos al corriente y luego ya veremos la forma de abordar nuevamente todo esto.
-Bien, Tony -acepté-. Me parece lo correcto.
Pero no supe qué más decir.
Tony entró al quite:
-Hará unos tres años que frecuento este lugar, me siento en esta misma mesa, me bebo unos tragos. Luego regreso a casa...
-¿Alguna vez te casaste?
Vi su mirada de pronto ensombrecida cuando alzó los ojos y las palabras se le quedaron dormidas entre los labios.
No había querido importunarlo; de hecho, ni siquiera entendía el porqué de aquella súbita incomodidad. Era una pregunta de cortesía, nada más. Pero al ver la opacidad de su expresión, comprendí que mi cuestionamiento lo había lastimado.
-Sí, me casé -dijo luego de un momento-. Era una mujer hermosa, pero ahora está muerta.
-Perdona, Tony, en verdad no lo sabía. -Estiré una mano para apoyarla en su antebrazo-. Espero que ya lo hayas superado.
Esta vez su mirada pasó del dolor al nerviosismo, pero no tuve tiempo de indagar la razón, pues ya una nueva striper había saltado al escenario, repartiendo saludos y agitando las nalgas apenas cubiertas por una breve prenda ante las miradas ávidas.
-Mejor vámonos de aquí -dijo al cabo de un rato-. Nos espera un larga noche y ella -señaló a la mujer- no tiene lo que necesitamos.
Nos abrimos paso entre la gente y salimos. Tony caminaba tan de prisa que apenas podía seguirlo. Él pareció notarlo y se detuvo un momento.
-El proyecto -dijo-. Necesito hablarte de él. Vayamos por un trago.
Nos dirigimos a un bar a un par de calles de allí. Su sordidez sólo era comparable con el tufo a orines y humo rancio que nos envolvió al entrar. Tony fue a la barra e intercambió algunas palabras con el barman; luego deslizó un billete y regresó con una botella de whisky.
-Está limpio -me dijo, mostrándome la etiqueta-. Sólo es un poco fuerte.
Sirvió los vasos; no toqué el mío. Tony lo agotó de un solo trago y estuvo listo para hablar.
-Brenda murió en un tren a Michigan, en el atentado a la estación central, no sé si lo recuerdes.
-Sí, lo vi en las noticias. Un hecho lamentable.
-Fue un golpe muy duro para mí. Teníamos muchos planes: una familia, fundar un negocio. Aquel día, todo se fue con ella. Vendí la casa y los muebles. No era una gran suma, pero me ha permitido vivir holgadamente. Me mudé a un departamento en el centro, cerca del barrio latino. Comencé a dibujar. No es que hubiera dejado de hacerlo, pero ya no era como antes, como en la juventud. Cuando la conocí, dos años antes de su muerte, descubrí que ella encerraba todos los secretos que siempre había estado buscando a punta de grafito. Su cuerpo... Dios mío, nunca había visto algo tan perfecto. Ni siquiera me atrevo a describirla por temor a que mis palabras traicionen su recuerdo. Su piel era blanca, de una tersura enigmática. Con decirte que a veces quería acariciarla, pero no lo conseguía: mis dedos gravitaban a milímetros de su piel, como si mi tacto no pudiera permitirse el lujo de esa carne inmerecida. Así que, decía, nuevamente comencé a dibujar, a dibujarla, más precisamente, a dejar que el filo del lápiz se entregara al trabajo de reproducir su rostro, las líneas de su cuerpo, todo lo que recordaba de ella. Trabajaba durante horas, incluso sin importarme que la llegada de la madrugada me incitara al sueño. Quería llenar ese vacío, documentar su ausencia, rendir un homenaje póstumo a su belleza, a su inútil belleza. Entonces ocurrió algo extraño: con el paso de los días, no era a ella a quien imitaba ya sobre el papel, sino a otra, a una desconocida. No sé si lo entiendas: tenía tan presente su imagen, tan claro cada detalle de su rostro y de su cuerpo, que me resultaba difícil entender mi súbita incapacidad para plasmarlos en la hoja en blanco. Así que rompía aquellos dibujos y volvía a comenzar; pero no importaba cuántas veces lo intentara, al final siempre se revelaba el esbozo de la misma mujer extraña.
-Es algo normal -lo interrumpí-: su muerte generó en ti una imagen idealizada que no necesariamente debía corresponderse con la real.
-No lo entiendes -Tony se acercó tanto a mí, que encontré en sus ojos las inequívocas señales de la droga.
Así que era eso: los cambios en su semblante eran producto de su intoxicación. Y eso hacía imposible saber cuánto de todo aquello era verdad. En otras circunstancias me habría levantado para retirarme con cualquier excusa, pero Tony era mi amigo y necesitaba que alguien lo escuchara. En ese momento ignoraba lo que ocurriría aquella noche, así que decidí quedarme y animarlo a continuar.
-Hacía meses que Brenda había muerto, pero su imagen estaba aquí -se tocó el pecho-, tan viva en mí, que a veces despertaba creyendo que la encontraría a mi lado. Imposible confundir su cuerpo, sus formas, sus detalles. Tenía que ser algo más.

“Una tarde abandoné el trabajo y salí a comprar vino y algo de comer. De vuelta al departamento me encontré con una joven que esperaba en una esquina. Tendría 18, 19 años, pero en su rostro había una madurez cálida y fascinante. Primero me pidió la hora; luego, que la ayudara a encender su cigarrillo. Me preguntó mi nombre; ella me dijo el suyo. Con cierta sonrisa cómplice y divertida descubrimos que llevábamos el mismo rumbo. Una vez en la entrada del departamento, la invité a entrar. Aceptó. No soy estúpido: sabía que era una puta y que poco le interesaba parecer lo que yo quisiera siempre y cuando tuviera dinero suficiente para pagar su actuación. Se puso a mirar los dibujos y a fingir que le interesaban mientras yo servía unos tragos y ponía algo de música. En minutos ya se había desvestido. Fue allí donde comenzó todo: a la tenue luz de las lámparas, descubrí que su desnudez era la imagen profana que mis manos se habían estado empeñado en imponer sobre el recuerdo de mi esposa muerta. Debí haber enloquecido en ese momento para cancelar con ello todo ese tormento. Pero no: le pedí que se tendiera sobre las sábanas revueltas y comencé a dibujarla, dispuesto a convertir aquel enigma en una simple coincidencia. No fue así: al final de la sesión, las formas sugeridas por el carbón resultaron ser idénticas a las de los anteriores dibujos.

“Y sí, supones bien: a partir de aquel día se hizo mi amante. No fue el simple deseo lo que me atrajo, sino las ganas de enterrar aquel misterio con la esperanza de que se fuera borrando a la par de todas esas ideas extrañas que me daban vueltas en la cabeza y que, según yo, tarde o temprano acabarían por bloquear mi creatividad. Me equivocaba: con el paso del tiempo, ese misterio se trasladó a su cuerpo. Ahora no se trataba de saber por qué mis manos la conocían desde antes, sino de indagar cuál era la finalidad de aquel embrujo. Al principio le pedí que posara; luego le tomé un estudio fotográfico para sustituir con esas imágenes las horas de su ausencia. A ella nada de eso le importaba: recibía su paga puntual y se largaba no bien la calma volvía a nosotros. Luego el sexo dejó de bastar: la quería allí de tiempo completo, pero sólo para dibujarla, para dejar que mis dedos arrastraran el lápiz y concluyeran por fin esa ficción, si es que lo era. Fue en ese momento cuando todo cambió: el devenir de los trazos sobre el papel ya no hablaba de ella, por más que me empeñara en traducirla, cada vez más impotente, cada vez más confundido. Cierta noche me puse tan furioso, con ella, conmigo mismo y con toda esa circunstancia enferma, que pretendí golpearla. Se asustó tanto que huyó, salió corriendo semidesnuda y jamás volví a verla. Tampoco me importó: yo seguí aferrado a sus últimos retratos, dispuesto a rescatar de mi mente esas formas que la rebasaban.

“Conocí a otra mujer. Salvo algunos pormenores que yo mismo ya he olvidado, todo lo demás pareció una mala representación de ese pasado inmediato. Su cuerpo, no tan joven, aunque dócil, como adiestrado en la costumbre del sexo ocasional, sobrevivió apenas a un par de retratos. A ella no tuve que pedirle que se fuera: mi obsesión por recuperarla en las figuras desconocidas que asomaban al papel terminó por alimentar poco a poco la distancia entre los dos. Ni siquiera recuerdo su nombre. Es más, no sé si alguna vez me lo dijo.

“Ya no era sexo lo que buscaba en esas otras mujeres que comencé a frecuentar durante mis paseos nocturnos. Sólo precisaba ver sus cuerpos, llenarme de ellos la memoria, fragmentarlos, para luego reunir todo aquel material en mi cabeza y buscar concordancias con las formas que exigía el perfil del último dibujo, que se negaba a resolverse más allá de mis ansias. Fue así como llegué a este rincón de la ciudad y al lugar en donde nos encontramos. Allí las mujeres son capaces de exhibir su desnudez sin el temor de estar a solas con un extraño de pulsiones fetichistas que les ruega descubrirse únicamente un seno, o extender el brazo contra la luz durante horas. Los primeros meses solamente ocupé una mesa y me quedé allí cada noche hasta que cerraban el local. Luego aquello no bastó: comencé a pedir bailes privados, a ver el detalle de los cuerpos de las desnudistas, a descartarlas. Entonces llegó Lulu. Era la atracción europea de la noche. Cuando saltó al escenario, muchos supimos que aquella mujer de cabellera corta y ropaje antiguo rematado en perlas no podía ser verdad. Era una suerte de fantasma del celuloide, una Louise Brooks vuelta a la vida por un desconocido sortilegio de la carne y de la sangre, que se paseaba ante nosotros para engañar a nuestros ojos de pronto infieles a una realidad que jamás nos volvería a ser suficiente. Pero no quise quedarme a verla; no quise manchar la magia de aquel descubrimiento formando parte de esa masturbación plural y anónima. Así que me escabullí entre la gente y me adelanté a todos: pagué el doble por un espectáculo privado y la esperé en la alcoba.

“Alguien debió hablarle de todo ese montón de dinero, porque ni siquiera esperó a estar frente a mí para mostrar su cuerpo: cuando entró en la habitación, sólo traía puesto el collar de perlas. Seguramente ya lo has comprendido: todos esos años de trazar inútiles formas sobre el papel se redujeron repentinamente a un ensayo del instante en que tendría frente a mis ojos al modelo definitivo. No pude evitar el llanto. Ella vino a mí y me estrechó contra su pecho para susurrarme no sé qué palabras de consuelo. Le pedí que se alejara un poco y se dejara mirar. Ella me obedeció sin que asomara a su expresión el menor rastro de fastidio. Esa noche llegué a casa, me refresqué la cara, tomé el lápiz y el papel y acometí el dibujo que había creído decisivo. La madrugada me encontró en esa magia. No sé si fue la calma de creer que todo había finalizado, lo cierto es que el cansancio me derrotó ahí mismo, sobre la mesa de trabajo.

“Si alguna vez has sentido cómo las pesadillas sobreviven al alba, reconocerás mi infierno. En cuanto abrí los ojos para deshacerme de las imágenes del sueño, descubrí con horror que el rostro que presidía esa copia exacta del cuerpo de Lulu no era otro que el de Brenda, mi difunta esposa. Y ese rostro sonreía con una mueca idéntica a la que antecedió su último adiós. Entonces lo comprendí todo: su muerte, que yo había visto como una pérdida fatal, era apenas la señal que me pedía iniciar la búsqueda que hoy me tiene aquí, que hoy nos tiene aquí a los dos.”

Azorado, sin reponerme del todo de aquel enfermo relato, me atreví a preguntar:
-¿Cuál es esa búsqueda, Tony?
-La perfección.
Quise huir. Ahora sabía que aquella muerte repentina había sellado el destino de mi amigo. Que su locura, ya inobjetable, nos había negado para siempre el talento de uno de los artistas más brillantes de todos los tiempos.
Me incorporé lentamente, dispuesto a salir de ahí sin más explicación, pero él se aferró a mi brazo y me obligó a quedarme.
-Y sólo tú puedes ayudarme a alcanzarla.

Salimos del bar cuando una lluvia fina había empezado a tomar las calles. Corrimos entre la gente, eludiendo charcos y puestos ambulantes. Soy débil, lo reconozco, y más aun ante circunstancias adversas, por eso nunca pude desprenderme de la mano de Tony que sujetaba con fuerza mi antebrazo para obligarme a permanecer a su lado.
-Hay que darnos prisa -me dijo en cierto momento, mirando a todos lados con la sutil paranoia del sicótico-. Lulu nos espera.

Cuando estuve frente a ella, ante su belleza irreal, entendí el porqué de esa insana fascinación. Su brillante cabellera, recortada al ras de su nuca, era de una oscuridad animal. Y en su mirada, de muchas formas profunda, se adivinaba una rara melancolía poética. Estaba sentada en un ancho diván; su mano enguantada sostenía una larga y elegante boquilla que hacía intimar con sus labios merced a un suave movimiento que, supongo, debía ser propio de aquella actriz del cine mudo cuyo papel había asumido.
-Tú debes ser Sebastian. -Su voz era un susurro aterciopelado, imposible de olvidar una vez que te nombraba.
Asentí con un gesto. Ella me miró en silencio y luego entrecerró los ojos para dar una nueva calada a su cigarrillo.
-Él nos ayudará -intervino Tony-. Lo hará esta noche.
Lulu meditó unos instantes, mirándonos a ambos.
-Tendría que cancelar mi actuación, honey. Larry no tarda en venir por mí.
La angustia asomó en la humanidad de Tony. Mesándose el cabello, empezó a pasearse ansiosamente por el camerino. Supuse que no había contemplado ese contratiempo.
-No canceles, dile que volverás más tarde. Sólo te perderás la primera actuación -mintió.
-Larry perderá mucho dinero. Yo también. -Lulu agitó los restos de su cigarrillo sobre un cenicero de plata que mantenía sobre su regazo-. Eso tú lo sabes, Tony.
-Y tú sabes que si vienes conmigo ganarás el doble.
Me sentí estúpido en medio de aquella negociación. De hecho, hasta ese momento ignoraba qué papel jugaba yo en todo aquello. Las cosas habían ocurrido tan rápido, que ni siquiera me había atrevido a preguntarle a Tony qué era lo que pretendía de mí.
-Quieres el triple, te daré el triple.
Lulu se incorporó ligeramente, apenas lo suficiente para cruzar las piernas con una sensualidad ajena a mi desesperanza. Fue apenas un instante, pero aquel movimiento fijó en mi mente la imagen breve e insoportable de la tersa vellosidad de su entrepierna. Y sonrió: sabía lo que había hecho; sabía que ese gesto era más que nada una promesa.
-¿Cuánto tardaremos?
Tony hizo cálculos mentales.
-Dos horas. Tres a lo mucho...
La puerta se abrió de golpe y un hombre en traje, de rostro ajado y sudoroso, se introdujo. No pudo ocultar su sorpresa al encontrarnos ahí; nos estudió por un momento y luego miró a Lulu con una expresión entre curiosa y enfadada.
-Son mis amigos. -Lulu se puso de pie con un ademán felino-. Tony y Sebastian. -Y sin dejar de mirarlo-: Él es Larry.
El hombre soltó el picaporte de la puerta y se acercó a Lulu, ignorando nuestro saludo.
-Ya casi es hora. ¿Estás lista?
-Creo que esta noche no actuaré. No al menos en la primera función.
El rostro de Larry se tensó, y esa tensión pareció salirse de sus ojos para inundar la habitación.
-¿De qué estás hablando?
-Tengo que salir, prometí acompañarlos. Volveré en un rato, si no tienes inconveniente.
-Cariño -el hombre frunció el seño-, tú no puedes hacerme esto. Ya el público ha pagado. Ellos han venido a verte. Sólo tienes que salir y hacer lo tuyo...
-La dama dijo que no, amigo -la voz de Tony fue firme-. Busca quien la sustituya.
-Contigo no estoy hablando.
-Vamos, vamos -Lulu avanzó un par de pasos para interponerse entre los dos-, no es algo que esté a discusión. Ya decidí que iré con ellos y luego regresaré a tiempo para el segundo espectáculo. Tú sabes cómo entretenerlos, Larry. Saca a tus mascotas, ofréceles algo loco, Diana siempre ha estado dispuesta a fornicar con ese galgo tuyo, ¿cuál es el nombre...?
Larry estaba de una pieza. Era obvio que había un acuerdo secreto entre ellos, algo que le impedía obligarla a actuar. Indeciso, retrocedió unos pasos y se perdió en el pasillo, no sin antes barrernos con una mirada asesina.
-¿Nos vamos?

Avanzamos a través del bosque de luces que anunciaban espectáculos de toda índole: locales que prometían el sórdido ensueño de la zoofilia y el sadismo; hembras humanas que se dejaban penetrar por húmedas serpientes; andróginos mutantes dispuestos a la perversión; hombres sodomizados por perros de inusitadas proporciones; caballos masturbados por manos anónimas capaces de pagar hasta 200 dólares por alcanzar ese raro éxtasis. Al pasar por la verja antigua de un edificio en ruinas, un hombre oculto en la penumbra me invitó en un susurro a ser testigo de una violación real. Agitados por la prisa y el andar veloz de Tony, pronto alcanzamos la frontera de la zona de tolerancia. A partir de ese punto, la gente había abandonado las calles, sumergiéndose en las oscuras cuevas de los prostíbulos secretos que simulaban ser salones de baile, en la hostilidad de bares subrepticios y en la ilegalidad de las casas de apuestas. Ya eran más notorias las siluetas que se ocultaban cuando nos veían venir, las mujeres de diversas razas que en dialectos irreconocibles ofrecían sus cuerpos derrotados por la vejez, los grupos de hombres enfundados en trajes elegantes que exudaban el agrio olor de la impostura. Un anciano prematuro, una princesa europea y un desquiciado de andares desgarbados no parecían algo demasiado fuera de lugar en medio de ese ambiente mórbido, que, he de decirlo, tampoco nos justificaba. Luego todo fue quedando atrás. Poco a poco nos fuimos internando en calles que parecían envueltas por el alivio del ajetreo cotidiano.
Lulu, esforzándose por mantener el ritmo apresurado de sus pasos, no perdió ni un solo instante su majestad luminosa.
-¿Falta mucho, Tony? Estoy cansada...
Pero él no respondía; sólo se limitaba a mirar al frente, entornando los ojos como si quisiera cincelar los muros que nos cerraban el camino.
En cierto momento hice una pausa para recobrar el aliento. No tengo el hábito de la paranoia, pero algo me obligó a mirar a mis espaldas en el instante justo para ver que un hombre a la distancia también se detenía. Más adelante volví a verlo, esta vez en el reflejo del cristal de un comercio cerrado. Quise decírselo a Tony, pero fue imposible: lejos de aminorar el paso, él había decidido que debíamos ganarle al tiempo esa loca carrera hacia la nada.

Finalmente llegamos a su departamento. Un hombre adormilado, mirándonos con ensayado disimulo, nos abrió la puerta. El lujo en el interior de aquel complejo habitacional me sorprendió. Cegado por el sórdido ambiente que rodeaba el lugar de nuestra cita, supuse erróneamente que el ámbito de Tony era discreto. Nada más lejano a mis humildes proyecciones: el silencioso y elegante elevador que nos condujo al penthouse del edificio se abrió para mostrarnos una estancia amplia e iluminada desde cuyo ventanal al fondo se dominaba gran parte de la ciudad.
-Es un lugar hermoso -exclamó Lulu dejando que sus pies se posaran en el mullido pelo de la alfombra.
-Lo es ahora que por fin estás aquí -le dijo Tony abandonando su chaqueta de piel en el respaldo del enorme sofá.
Pero mi situación no daba para observaciones sutiles, así que lo encaré, decidido a terminar con esa farsa.
-Tony, tengo que hablarte...
Pero él ni se inmutó.
-Siéntense, pónganse cómodos, en un momento estoy con ustedes -y abandonó la estancia perdiéndose por un oscuro corredor.
Pensé de nueva cuenta en largarme para siempre de su vida, pero entonces recordé que al salir del elevador, él había accionado un mecanismo que al parecer lo bloqueaba. Seguramente era sólo una precaución; después de todo, las puertas se abrían directamente al departamento. No obstante, la idea me incomodó.
Me di la media vuelta y vi que Lulu había tomado asiento; vi también -no sé cómo no lo había notado- que el piso a su alrededor, inmerso en un raro otoño, estaba tapizado con hojas de diversos tamaños, cientos de bocetos a lápiz, todos ellos de figuras femeninas en distintas poses y matices. Recogí algunos mientras me internaba en la sala. Era posible que las diferentes perspectivas desde las cuales habían sido creados me estuvieran engañando, pero, a simple vista, casi hubiera podido asegurar que se trataba del retrato de la misma mujer. Me habría gustado someterlos a un juicio más profundo, pero en ese momento Lulu se puso de pie para mostrarme uno de ellos.
-No sé quién sea, pero esta mujer es hermosa, ¿no lo crees, darling?
La figura en el retrato mantenía su larga cabellera echada hacia atrás, las manos entrelazadas detrás de la cabeza y las bien torneadas piernas ligeramente abiertas en una pose de innegable morbidez.
-Sí, es hermosa -reconocí.
-Seguramente has pintado a muchas como ella...
Miré a Lulu fijamente sin comprender sus palabras.
-Los artistas como tú siempre viven rodeados de grandes bellezas. He conocido a muchos; nadie me lo ha contado.
Su comentario me dejó atónito. Lejos de entender, sentí que cada vez me hundía más en esa circunstancia sin sentido. Supe que había llegado al límite de mi paciencia. Necesitaba saber de una vez por todas qué era lo que Tony pretendía, y que ella, a todas luces, también ignoraba.
-¿Qué se supone que sabes de mí? -le pregunté, demasiado incisivo para que pudiera evadirse.
-Nada -respondió ella con absoluta inocencia-: que vas a hacerme un óleo, que me vas a inmortalizar.
Dejé que los dibujos cayeran al suelo. Alarmado, busqué a mi alrededor. Entonces la encontré: apoyada al filo de la chimenea, enmarcada en bronce, la fotografía de cuerpo entero de una mujer desnuda, hermosa... y muerta.
La fotografía tembló entre mis manos. No había lugar para el error: ella era Brenda, la mujer que los cientos de dibujos repetían en una obsesiva espiral hacia el infierno.
Una ráfaga de frío me recorrió la espina dorsal cuando comprendí todo: yo era el único capaz de trabajar la piel para recuperar esas formas que el destino y la tierra se habían llevado para siempre. Pero, y Lulu, ¿qué tenía ella que ver en todo esto?
-Así que ya lo sabes -la voz de Tony a mis espaldas me abortó de aquel instante.
Se había puesto una bata de seda con adornos orientales. Sostenía en sus manos dos copas de algún licor transparente. Me ofreció una. A lo lejos vi que Lulu, de nuevo acomodada sobre el sofá, agotaba la suya.
-¿Qué es exactamente lo que pretendes?
-Ah, el buen Sebastian, siempre tan aprehensivo. -Me rodeó los hombros con un brazo y me condujo a un rincón-. No pretendo nada que no puedas hacer. De hecho, deberías sentirte orgulloso de haber sido llamado a participar de la obra más grande jamás creada.
-No sé de qué me estás hablando, pero necesito que me lo expliques ahora mismo...
Tony me interrumpió y con un ademán me pidió bajar la voz. Luego, señaló a Lulu con la mirada.
-Ella aún no lo sabe, pero mañana, cuando abra los ojos, renacerá en la obra más hermosa del arte universal, la misma a la que tú y yo, querido Sebastian, habremos dado vida.
Aterrado, di un par de pasos hacia atrás. Tony sonrió.
-Sé que es difícil asumirlo, pero yo, que he visto la gloria cada vez que la sueño, estoy ansioso por mostrársela al mundo. -Volvió su vista hacia Lulu-: ¿Cómo te sientes, querida?
El ruido del cristal al chocar contra la alfombra fue su única respuesta.
-¡La mataste! -exclamé, casi en un grito.
-No, ella no puede morir, no ahora. Sólo puse un fuerte sedante en su bebida.
Vi la copa que mi mano sostenía en la pose absurda del invitado a un coctel y me sentí amenazado. Estúpido y amenazado. La dejé sobre una mesa lateral.
-Tú puedes beber sin miedo. Esa champaña es una de las mejores que se pueden encontrar.
Tony ya caminaba hacia el títere abandonado que era Lulu. Tomó su muñeca para comprobar el pulso, luego le alzó uno de los párpados para ver que su ojo rehuía a la luz y finalmente la cargó sin dificultad.
-Vamos, Sebastian, no tenemos mucho tiempo. -Y se introdujo en el corredor, ahora iluminado.
No sé por qué lo seguí. Pude haber intentado salir de ahí, o llamar a la policía con el videoteléfono activo en una esquina de la sala. Pero, en cambio, me dejé llevar por el influjo de una curiosidad casi eléctrica que me exigía saber cuánto de aquellas ideas paridas por el desequilibrio de mi amigo se había fugado a la realidad. Y, sobre todo, cuánto de todo eso me pertenecía ahora.

Crucé la puerta entreabierta y el horror se instaló en mis ojos: aquello era un laboratorio, el típico laboratorio de reconstrucción genética que los años me habían enseñado a reconocer, con los estabilizadores de flujo sanguíneo, los compresores, las máquinas regeneradoras de piel, todo en total funcionamiento. Y al centro del cuarto, sobre las planchas de aluminio, dos figuras: una de ellas el esqueleto de entrañas artificiales de un replicante de última generación; la otra, el cuerpo ya desnudo de Lulu, cuyo organismo seguía luchando contra la química que la obligaba a la densidad de un sueño acaso eterno.
-¿Sorprendido? -Tony enredaba los dedos de una mano en el cabello lacio de su obra de arte en proceso. Lo hacía de una forma lenta, delicada, como quien prodigara tranquilizadoras caricias a una mascota a punto de ser sacrificada.
-¿De dónde sacaste todo esto?
-La sociedad deplora los oficios del mercado negro... sólo hasta que descubren lo útiles que pueden ser en determinadas ocasiones.
-Tony, creo saber lo que pretendes, pero déjame decirte que eso es imposible...
-Nada es imposible para un hombre de ciencia -me interrumpió-. Y tú lo eres. Ahora sólo necesito que apliques tus conocimientos y dejes de cuestionar las formas del arte, que tú sabes bien que te rebasan y que sólo a través de mí podrás alcanzar.
-Estás loco -le dije-, completamente loco. El esqueleto del androide rechazará la piel humana. Lo hemos experimentado, lo hemos venido haciendo desde hace más de veinte años y nunca ha funcionado. Las células del tejido primario enloquecen al no poder reconocer la química de la aleación en la que encarnan. Tarde o temprano empiezan a mutar. El cáncer aparece irremediablemente.
-No si lo proteges con una película molecular bioadherente -Tony se dirigió a un costado de la habitación y señaló una pequeña cámara refrigerante-. La han estado utilizando para contrarrestar la reacción negativa del calcio en los implantes fabricados a partir de huesos humanos. No finjas que no lo sabes.
-Eso bloquearía la irrigación de sangre y oxígeno hacia los vasos capilares. La piel se pudriría; es una certeza bioquímica.
Tony meditó unos instantes. Creí inútilmente que desistiría de aquel despropósito, pero un minuto después cruzó el cuarto para extraer de un anaquel un par de bolsas selladas al vacío que inequívocamente contenían pliegos de piel artificial.
-Puedes intentar mezclar esto con la piel de Lulu. Tengo aquí el equipo necesario.
-Tony, entiéndelo -le expliqué, jugando mi última carta-: no voy a desollar a esta mujer para disfrazar con su carne al monstruo que sólo está en tu mente. Ni ella ni la réplica sobrevivirán. No entiendo por qué no dejas que Lulu viva, si en su cuerpo has encontrado la perfección que tanto has estado buscando...
-Es que no es a Lulu a quien necesito a mi lado, sino a ella -Tony retiró el velo de una cápsula de congelación líquida para mostrar su contenido, un algo impreciso que en un principio me negué a reconocer.
-Acércate -me dijo, orgulloso de revelar al fin el secreto que desde hacía años lo había estado consumiendo.
No debí hacerlo, pero allí estaba, de frente al cuarzo transparente del recipiente portátil, rendido ante esa imagen indeseable que como un virus se alojó para siempre en mi memoria: envuelta en el coloide azul de las sustancias críoconservadoras, estaba la cabeza de Brenda, la esposa muerta, su larga cabellera rubia flotando como un molusco incierto y repugnante, sus ojos y su boca semiabiertos en el difícil sueño de la química y del ansia de eternidad.
Mis piernas se debilitaron repentinamente, a tal grado que tuve que asirme de la plancha de aluminio en la que descansaba Lulu para no caer. Soy un hombre débil, ya lo he dicho, y aquello era más de lo que podía soportar. Porque no es lo mismo, jamás será lo mismo crear ficciones de piel artificial, que intentar redimir el destino de hierro de la carne tomada ya por los efluvios inquebrantables de la muerte.
Tony pareció leer la angustia reflejada en mis ojos, pues, aquejado por una repentina impotencia, se aferró a mi frágil cuerpo y comenzó a sollozar.
-¿Ya lo ves, Sebastian? Ella era hermosa, y yo la amaba, la amaba como a nada en esta inmunda tierra, pero el dios maldito se llenó de celos y me la arrebató de las manos. -Alzó el rostro bañado en lágrimas y me tomó por los hombros para obligarme a mirarlo-. Necesito que me ayudes a traerla de regreso, ¿no comprendes? Quiero demostrarle a ese bastardo que las formas del arte son capaces de corregir sus estúpidos designios. Es la única manera que me queda para hacerle entender que su rigor ya no tiene lugar en este mundo...
Como pude me deshice de su abrazo y retrocedí ciegamente, chocando con los muebles, derribando las mesas de material quirúrgico, trastabillando en el desesperado esfuerzo por alejarme de aquel rostro tomado por el desequilibrio. Salí al corredor y me alejé dando pasos hacia atrás, viendo cómo Tony, preso de su propia desesperación, había caído de rodillas frente a la cabeza flotante de su amada, suplicándole en susurros que aguardara, que aguardara un poco más.
Trascendí el espacio de la estancia y pegué mi rostro al cristal de la ventana. Cinco pisos más abajo, apostadas frente al edificio, las inconfundibles naves de la policía bañaban de azul y rojo el ancho de la calle y los rostros curiosos de la multitud. Pensé en Lulu, en el profundo sortilegio de su mirada, en el suave contorno de sus senos perfectos, en el triángulo sedoso que como un bosque incendiado se había abierto ante mis ojos y que ya jamás tendría que imaginar. Y entonces agité los brazos. Y grité, pedí a gritos el necesario auxilio aunque sabía que aquel cristal imponía su silencio entre mi angustia y las miradas de los hombres de uniforme que, azorados, descubrían poco a poco mi silueta en el alto ventanal.

No está de más aclarar que la salvación llegó por accidente. El hombre de Larry nos había seguido hasta el departamento sin saber que, a su vez, la policía vigilaba sus movimientos. El dueño del prostíbulo había ofrecido a Lulu a cierto gángster venido a menos en prenda por cierta suma de dinero producto de apuestas fallidas. El cabecilla de la mafia estaba en la mira de las autoridades, no por sus delitos, sino porque algún oscuro mando policial había visto con recelo cómo las cifras de su cuenta bancaria habían dejado de crecer. Los agentes, seguramente haciéndose pasar por clientes del local, vieron a Larry dando órdenes a uno de sus esbirros. Ignorando que aquél, temeroso de la mafia, sólo quería asegurarse de que la mujer no huyera y saber su paradero, decidieron seguir al hombre confiados en que los llevaría a la guarida del anciano a quien el jefe quería vivo o muerto. Ocultos entre las sombras, lo vieron merodear en los alrededores del complejo habitacional. Cuando, merced a un soborno, el hombre se introdujo en el edificio, fueron tras él. Años de prisión habían afinado el olfato de nuestro perseguidor, quien, sin dejarse engañar por el porte civil de los agentes, recordó de pronto que si respiraba el aire libre de Los Angeles era gracias a su última y sangrienta fuga. De haber sabido que él no era el blanco de la operación, jamás habría abierto fuego contra aquellos hombres que abrazaron el suelo borrados por el láser. Más unidades ingresaron en el lugar. El criminal, en clara inferioridad numérica, fue abatido en los corredores del segundo piso. Ya la zaga del operativo había empezado a recoger su basurero cuando yo aparecí de pronto, mudo y agitado tras el cristal de la ventana.

Entre risas discretas, los agentes que escoltaron a Tony comentaron algo acerca de una película del Doctor Frankenstein que la televisión había transmitido la noche anterior. Los escuché al pasar mientras uno de los detectives al mando, sentado junto a mí en el sofá de la sala, me tomaba la declaración. El sujeto tenía mal aliento, pero el tono de su voz sabía ganarse tu confianza. Cuando terminó de interrogarme, apagó su grabadora y me explicó, encendiendo un cigarrillo, lo difícil que le resultaba asociar la blandura de la carne con ese confuso escenario de sofisticación tecnológica. No fueron esas sus palabras, pero eso dio a entender. Luego me dijo que podía irme a casa. Puso a mi disposición una de las unidades aéreas, pero me recomendó que no saliera de la ciudad. Me palmeó un hombro a guisa de despedida y se puso a coordinar otras tareas. Me incorporé, un poco más repuesto de la pesadilla que acababa de vivir, y quise ver a Lulu. Cuando entré en la habitación en que había sido montado el falaz laboratorio, otro de los detectives la interrogaba. Envuelta en una frazada que dejaba al descubierto la blancura imantada de sus piernas, la oí decir su nombre: Nora Smith Newbery, originaria de Kansas City. Ciudadana norteamericana. Luego, sus ojos me encontraron. Al igual que la primera vez que la vi, hacía apenas unas horas (aunque en ellas, pensé, fácilmente podría caber la eternidad), me sonrió. El hábito de la seducción, esa rara alquimia de la sangre.

Semanas después de aquella noche fui llamado a la jefatura para una última declaración. Fue ahí donde me enteré de que Tony había sido ingresado en un hospital psiquiátrico, que hasta la fecha no ha abandonado. Supe también, en voz del detective encargado del caso, que había pedido verme. No asistiré. Temo que el recuerdo de nuestra antigua camaradería, hoy corrompida por los acontecimientos, pueda traicionarme. Porque entonces tendría que confesarle que su sueño, menos real por el evidente artificio de la piel en que fue confeccionado a partir del dibujo que robé de su departamento, ya está siendo concebido en los laboratorios de la Corporación.