domingo, julio 31, 2005

Imagino un siglo, y el momento en el que un hombre se detuvo a imaginar que un hombre como yo sería posible en una noche estival.

Pienso que buscó mi compañía para no morir solo; acaso simplemente como una forma de deconstruir las formas de su propia soledad.

Ese hombre que mi mente postula como un juego quizá deambula por las húmedas calles de los suburbios. Quizá busca a una mujer.

Esa mujer es una década.

En su memoria hay fijo un rostro que jamás se abandonó al tiempo más allá de la adolescencia, y las manos de aquel que lo recuerdan a veces lo acarician, lo rozan en silencio con la delicadeza de quien teme despertar en su piel ese gesto imposible de ser rememorado, pues ello lo trasladaría en un instante al territorio de la imaginación, ese lugar que lo transformaría en sueño, en vana quimera. Por eso el hombre que ahora dobla una esquina y se funde con las sombras esconde las manos en los bolsillos de su chaqueta y continúa su viaje hacia el baile de luces que remeda la ciudad.

A veces la ciudad lo llama y él asiste. Le gusta recorrer las calles a esa hora vacías, contar sus propios pasos, despertar el color de las fachadas que el afán de antigüedad mantiene incólumes, descubrir los rastros que presencias fugaces van dejando aquí y allá.

Él también es una ausencia.

Lentamente deja atrás el rumor de los autos sobre la avenida y se va sumando a la soledad de la glorieta que lo ha citado esta noche. Mudos árboles la habitan. Alguna vez ellos mismos lo vieron sonreír ante cierta ocurrencia, y perseguir la elusiva silueta de una adolescente en uniforme escolar. Lo vieron asimismo conformarse ante el tímido saludo y resignarse al deseo, al ansia de charla. Y a la noche siguiente observaron en silencio la repetición de aquel drama, no por infantil menos trágico. Y una noche después aquel hombre que era un niño por fin se atrevió a enfrentar al fantasma que hoy de nuevo se concreta, aunque débilmente, en el sitio exacto en el que gravita su recuerdo. Lo miró directo a los ojos -y en ese momento su rostro de niña adquirió esa calidad de cosa del pasado- para confiarle el secreto que los días habían ido madurando entre sus labios. Ella giró un poco para ver nuevamente a aquel hombre que para muchos hoy simplemente mira hacia el vacío; ese movimiento hizo que sus rasgos se ocultaran de las luces ámbar que insistían en iluminar el entorno, pero a cambio le permitió escuchar su voz. Hoy, contrario al gesto permanente de su rostro, las posibilidades de esa voz son infinitas: muchos son los nombres que luego de esa noche han buscado sus oídos, muchas son las voces que los años han ido tejiendo sobre la superficie semitransparente de esa frase, inútil tratar de recrear la forma en que originalmente fue pronunciada. Pero el hombre la escucha, quieto en mitad de la glorieta, y vuelve a sonreír. Y extiende su mano para tocar la de ella, para dejar que aquella noche hoy lejana lo envuelva, para descubrir que la tibia humedad de aquella palma sigue intacta. Y luego espera, como tantas otras noches, a que ella se aleje. No la acompañará. Nunca la acompañará.

Él no lo sabe, pero el destino ha prefigurado ya el día en que habrá dejado de buscarla. Ocurrirá sin magia, como un amanecer cualquiera. Para llegar a esa fecha tendrá que recorrer el llanto de una mujer que jamás será suya, negar a Dios, dejar que un aguacero de otoño se reconozca en su cuerpo mientras acude al encuentro de un amigo, sobresaltarse ante el timbrazo repentino del teléfono, andar descalzo a la orilla del mar, lamer con ansia el sexo recién despierto de una amante, leer cientos de libros para encontrar la línea que lo busca, embriagarse de vino, de poesía, de virtud, hallar un número olvidado, salir de un auto al silencio del desierto, mirar con rabia las ruinas de la ciudad que ama, caminar a solas por las calles infieles que a diario aceptan otros pasos, otras voces, el estallido de otros recuerdos que no son ya los suyos.

Y despertar.

Ese día, diversas circunstancias ajenas al recuerdo lo llevarán, sin que lo sepa, hasta el edificio en dónde ella solía vivir. Poco a poco todos esos años se detendrán ante sus ojos mientras se agota en el esfuerzo por reconstruir una noche, cierta noche en que también llegó hasta allí en compañía de sus amigos. Había una fiesta; fue ahí donde la conoció. Tendría que ser habitado por esa repentina nostalgia, pero en vez de eso mirará extrañado la fría reja que ni siquiera recuerda, la anciana piel de concreto que no responde ante el contacto de su mano que la toca, que le pide hablar. Llevará su mirada hacia lo alto, allí donde una ventana de cristales astillados le escupirá su indiferencia. Su definitiva indiferencia.

Una mujer lo estará esperando en el auto. A ella le ha pedido que se detenga y lo espere. Ahora ella lo mira sin comprender del todo por qué su rostro ha pasado de la sorpresa al estupor. No le dirá nada porque las palabras que tendrían que describir aquella magia no estarán en él, sino asomadas al vacío que el fantasma habrá dejado al partir.

Y la noche de ese día, mientras el velo del sueño lo reclama, él querrá llenar de nuevo ese vacío, pero a su mente sólo acudirán imágenes sin forma, simples destellos, voces extraídas de su imaginación desesperada.

Acaso aceptará, no sin cierta melancolía, que el rostro en su recuerdo ha dejado de sonreír.