lunes, septiembre 12, 2005

Un hombre en el octavo piso, tentado acaso por el vuelo inaccesible de ángeles oscuros, hizo que la gravedad ejerciera esa fuerza progresiva que lo condujo al piso de la calle, donde en instantes ya era una cosa más del mundo. Una mujer en ese mismo edificio, devota de un dios alienado por asuntos menos escabrosos, pensó en el arma oculta en el armario y decidió que ya era tiempo de que su atormentado cerebro asomara al frío de la noche. Otra mujer, la del 416, se procuró por última vez la soledad que en otros días le había parecido insoportable; ató una soga a la viga del tejado y pateó la silla que sostenía su precario equilibrio, pero el nudo cedió y sus rodillas se rompieron contra el piso: la muerte, tantas veces puntual, la encontró hasta el amanecer, cuando ya el dolor le había cincelado ese rictus de agonía en el rostro. Un adolescente (nadie podría asegurarlo, pero es el único que sobrevivió) esperó a la medianoche para abrir las llaves del gas y dejar que el silencio ensayara su falsa eternidad sobre los cuerpos de sus padres que, no está de más decirlo, amaban a ese, su único hijo. Los vecinos lo hallaron por la mañana, incrédulo al pie de la escalera, y sólo al aporrear la puerta y no recibir respuesta decidieron introducirse a la fuerza para impedir que aquellos cuerpos entrelazados bajo las sábanas soñaran en paz su sueño infinito, que a pesar de todo continuó. Incluso la pareja que encontró al joven soñó a la noche siguiente que unos guantes de fina piel se obsesionaban con sus cuellos desnudos. Sólo uno de ellos despertó para saber que un fragmento del sueño había escapado a la realidad de ese rostro en la penumbra que se fue desvaneciendo, no tan lentamente como hubiera deseado, sí para siempre.

Nadie habló de esas muertes; nadie las recuerda. Excepto yo, que una noche de insomnio fui testigo de cómo esas mismas formas oscuras que cancelaron su existencia les brindaban, con sus cuerpos, ajenos pero de algún modo idénticos, una nueva oportunidad para vivir.

Los vi llegar en medio de la noche: primero una pareja alegre, que más que regresar de la muerte parecía arribar a casa luego de una larga fiesta; después, el hombre que había sesgado el viento en su camino hacia el vacío, ahora con un andar despreocupado y esa tonadita pegajosa entre los labios; más tarde, la mujer del arma, intacto su cráneo debajo de un peinado de salón de algunos cientos de dólares. Las llaves tintinearon al salir de sus bolsillos, las luces iluminaron las ventanas, algún televisor se encendió. Voces, risas, reclamos. Y los ojos que descubrieron mi silueta inmóvil detrás del cristal de la ventana: sólo el fisgón del edificio de enfrente, un masturbador trasnochado, un solitario. Eso debí parecerle. Entonces las manos se unieron para cerrar las cortinas y confinar al secreto los ensayos de un teatro inmortal que apenas estaba comenzando.

Oí a un hombre contar esta historia: cierta noche, un amigo salió del bar y fue a casa. En el camino se detuvo en una cabina telefónica para llamar a una novia o a una amante. Distraído o envuelto por los destellos de gozo de su embriaguez, marcó su propio número. Esas cosas ocurren, pero nunca eres tú mismo el que contesta. Confundido, aún sin ser presa del miedo que más tarde lo convertiría en un asesino, verificó el número en la parte inferior de la pantalla, que era un espejo en el que veía reflejados sus propios rasgos extrañamente sonrientes. Sí, era su propio número. El hombre se miró a sí mismo en los ojos del otro y sólo acertó a preguntar si aquél se había dado cuenta de que eran una y la misma persona. Fue una pregunta estúpida, lo sabía, pero aún la más atroz irrealidad debe tener su parte de lógica. Ignoro cuál fue la respuesta y en qué términos transcurrió la conversación que aquel hombre pudo haber tenido con el doble; la voz que contó esta historia no se detuvo en los detalles de la charla. Lo cierto es que cuando el hombre salió de nuevo a la calle, el devenir de su mundo había comenzado a cuartearse.

Quiso, en un principio, acudir a la policía, pero finalmente recapacitó: el oficial en turno seguramente lo escucharía predispuesto a confirmar una locura cualquiera. Sus amigos vivían al otro extremo de la ciudad; inútil buscarlos a esa hora de la noche. Meditó, si es que el horror permite esa pausa en un espíritu atormentado, que lo mejor sería enfrentar al impostor, hacerle ver que esa vida que pretendía ocupar ya tenía dueño, que sus días, sus proyectos, incluso el recuerdo de sus breves infamias no requerían el apoyo de un alma gemela para subsistir. Así que echó a andar hacia su casa, incluso se detuvo a comprar unos cigarrillos, y unos minutos después ya se encontraba de pie en mitad de la calle, observando la débil silueta que se impacientaba detrás de la cortina que daba a la recámara. Decidido, cruzó el zaguán, subió las escaleras e introdujo la llave en la cerradura, pero la puerta estaba abierta: el otro lo esperaba. Lo vio venir caminando descalzo sobre la alfombra gastada. Se había puesto su bata de dormir; traía en la mano el Shakespeare maltratado que presidía sus noches; por cierto que en su expresión se adivinaban el cansancio y los vestigios del alcohol que no le correspondían.
-Pasa -le dijo-, mi casa es tu casa. O lo era.
Entró. Quiso echar el cerrojo, pero aquél lo atajó:
-No es necesario: este es un barrio tranquilo.
-Lo sé -respondió-. Aquí nací.
-Entonces, es justo que aquí mueras.
Esa sentencia, que a cualquiera habría devastado, a él le pareció una simple banalidad de su nueva circunstancia. Por eso alzó los hombros, pasó frente al hombre y fue a tomar asiento en el calor de la estancia.
-Perdona que no te invite una copa, pero ya he bebido bastante.
-Vaya que sí -le respondió el recién llegado, quitándose los zapatos, menos por comodidad que como una muestra de que aquel espacio aún era su territorio-. Esos químicos japoneses sí que saben de lo que el hombre necesita.
El otro reflexionó en el sentido de aquella frase; luego, como si pretendiera estar de acuerdo, levantó un poco la ceja izquierda en un gesto que sólo su autor pudo reconocer como de completa ignorancia.
-Quizá estés deseoso de ver a Magda -le dijo, aprovechando su confusión-. Si no lo has olvidado, ella me espera... te espera mañana para desayunar.
-Claro, quedamos de vernos en... ¿Cómo se llama ese lugar? -Pero el titubeo había sido evidente.
-En Rickson’s Bistro, entre la 32 y Huxley.
-Ah, sí. Ese es el sitio.
El original, si es que podemos entender así ese oscuro juego de alteridades, supo que tenía en sus manos la ventaja de haber llegado más temprano a su propia vida. También supo que el hombre que lo miraba desde un par de metros de distancia había leído ya ese secreto en sus ojos. Pero ese conocimiento no lo privó de asumir con horror las palabras de su imitador, que ya había dejado el libro en un rincón para adoptar a sus anchas una actitud de hartazgo:
-Ya me cansé de esta comedia. Si no te molesta, antes de tomar posesión de tu vida, me harías más fáciles las cosas si me dices la combinación de la caja fuerte. Discúlpame, pero tú bien sabes que “tenemos” muy mala memoria, y creo que la he olvidado.
-Claro, claro. Ahí está el dinero, los documentos, todos los papeles que te justifican.
Al hombre no le cayó muy bien ese sarcasmo. Con un ademán amenazante lo invitó a incorporarse. Él lo hizo sin objetar. Caminó desconfiado, apenas reprimiendo el impulso de salir corriendo, y fue al muro en donde estaba el cuadro que disimulaba el pequeño compartimiento.
-¿Quieres anotar la clave o deseas que la abra por ti?
-Ábrela ya. Sólo necesito ver que lo haces.
Pulsó la combinación de números. El indicador cambió de rojo a verde y un chasquido interior confirmó que el cerrojo había sido destrabado.
-Ya está. Ahora sólo tienes que oprimir este botón y la puerta se abrirá sola. Así. -En segundos, sin dar tiempo a que el otro reaccionara, extrajo el arma. La forma del acero se amoldó a su mano; el cañón del láser apuntó al rostro del imitador, que, sorprendido, sólo acertó a retroceder unos pasos.
-No sé qué o quién seas, pero voy a matarte si no me dices cuál es tu juego. ¿Qué es lo que pretendes? ¿De qué maldita pesadilla provienes?
Como quien abandona la partida, el hombre bajó los brazos y sonrió; luego su rostro se fue relajando y sus facciones se desdibujaron paulatinamente: los ojos, el entramado de las cejas, el filo prominente de la nariz, toda su anterior morfología se fue transfigurando hasta convertirse en un retrato en piel difuminado, informe, apenas el atisbo de un algo que debería estar ahí, pero que los ojos del que apuntaba con el arma ya no conseguían descifrar.
-Puedes eliminarme -oyó que le decía-, pero tarde o temprano otro vendrá a sustituirte. Para ese entonces, ni todas las armas del mundo evitarán que te vayas al infierno. Eres nada más que carne y sangre que sueña con la inmortalidad. Pero nosotros la hemos visto y somos capaces de alcanzarla. Sólo estás prolongando el fin.
El primer golpe del láser lo arrojó contra la mesa de centro, que se astilló con un ruido ensordecedor. La réplica se batió en espasmos y, como llamada por algo semejante al instinto de supervivencia, trató de arrastrarse hacia la puerta. El segundo impacto le partió la columna vertebral, de pronto vuelta una flor de sangrientos y desordenados filamentos. Derrotado, humeante, el Nexus quedó tendido a mitad del corredor.

¿Cómo culpar a un hombre de haber asesinado a una cosa sin vida? Los agentes de la unidad especial tenían un par de respuestas para esa interrogante. Pero el homicida, aún con el arma en la mano cuando ellos lo encontraron, jamás las supo. Mientras el equipo limpiaba los restos del Nexus, el hombre fue conducido a otro sitio en un vehículo sin vista al exterior. Lo convencieron, como a otros, de que aquello nunca había ocurrido. A cambio de su silencio, el gobierno le proporcionó una suma importante de dinero, residencia en una ciudad que nadie más sabría, un cambio radical de identidad.

Finalmente, dejó de ser él mismo.

Su amigo, el que me contó la historia, prometió callarla hasta el día de su muerte. Ocurrió hace un par de meses. Una llamada anónima lo confirmó. Días más tarde, recibió una invitación sin remitente para los funerales. Por alguna razón sentimental, de pie frente a su tumba, decidió que no hablaría jamás de todo aquello. Pero algo ocurrió que lo obligó a incumplir esa promesa: hace unos días, mientras bebía un café en el centro, lo vio pasar por la calle. Atónito, dejó un billete en la mesa y fue tras él. Lo persiguió por varias calles. A punto de alcanzarlo, el alto del semáforo le impidió seguirlo más allá de cierta avenida. Cosa extraña: el hombre, ya en la otra acera, se dio la media vuelta y lo miró, como queriendo reconocerlo. Por la mirada de aquel hombre, tan idéntico, supo, o intuyó, que no había registros de él en su memoria. Luego lo vio perderse entre la gente.

Desde donde lo espío cada noche, el edificio parece abandonado. Pero sólo yo sé que ellos están ahí. Los he visto salir, solos o en parejas, y volver cuando la madrugada despierta. Pasan semanas enteras sin que apenas el silencio persista en la piel de esa fría mole de concreto. Y entonces, a una hora cualquiera, alguien nuevo aparece. No es distinto de los otros: en su andar se percibe la desenvoltura ensayada del androide.

Anoche soñé que volvía a casa luego de dar un paseo, que en la realidad de aquella farsa mental había sido satisfactorio. Abordaba el ascensor, sentía incluso el vértigo de la elevación que a mi memoria también debe parecerle un hábito necesario. Un instante después ya estaba en el departamento. Me vi colgar el abrigo en el perchero, abandonar las llaves en la mesita del lobby, comprobar la temperatura de la calefacción, realizar todos esos actos que la repetición traduce como una costumbre. Entonces entré en el taller y encendí la unidad para revisar los diarios de la tarde. Se me oía exhausto, aburrido, aletargado. El sillón rechinó y unos momentos después debí quedarme dormido, porque a partir de ese momento sólo se escuchó el zumbido de la máquina expectante. Quise, detenido como estaba en el umbral, cerciorarme de que la postura en la que me había entregado al sueño fuese la adecuada, pero me conozco y sé que una intervención inoportuna derivaría inevitablemente en otra noche de insomnio. No sin melancolía decidí volver sobre mis pasos y cerré con cuidado la puerta antes de abandonar mi propia vida.