jueves, octubre 13, 2005

-¿Es cierto que los ángeles no lloran?
-¿Quién te dijo eso?
-Nadie. Es sólo una ocurrencia.
Dana estrechó a Harry El Oso contra su pecho. El peluche del muñeco, algo raído y sucio contra sus brazos, era algo que siempre la reconfortaba.
-¿Es mentira?
La sombra se irguió sobre la frágil figura infantil. La mano dentro del frío guante de piel le arregló un mechón de cabello y le acarició la mejilla en un gesto casual.
-Quizás.
-¿Y qué cosas los hacen llorar?
-El silencio de los hombres cuando pasan a su lado, la soledad en el amanecer, encontrar que entre ellos mismos se ignoran, no sé, son muchas las causas...
-¿Tú has llorado?
Alex se vio a sí mismo en el reflejo tenue de la ventana entreabierta. Su nariz recta, el cabello lacio y brillante, los hombros anchos, su cuerpo difuminado, fundido a la oscuridad del entorno. Su perfección, su inútil perfección. Saberse una cosa que no encaja en la existencia debía ser motivo suficiente para romper en llanto, pero eso era algo que le pertenecía al mundo. Algo que no estaba en él.
Tomó a la niña por los hombros, la miró fijamente a los ojos, prolongó unos instantes más su silencio. Luego le habló:
-El llanto es algo íntimo, una cosa del rostro, pero no son necesarias las lágrimas para saber si una persona está sufriendo. Aunque a veces también la felicidad puede humedecer los ojos. Lo cierto es que si un ángel llora, nunca te dejará saberlo.
-¿Por qué?
-Porque en todo caso, su llanto no es igual al de los humanos.
El perfil de Alex se recortó contra las débiles luces de la ciudad, que era apenas un rumor, una suerte de mancha incandescente que vibraba al intentar abrirse paso por la atmósfera. Una cosa necesaria pero ajena a ese instante.
Alex se aferró con fuerza al hierro carcomido de la escalera de servicio y se incorporó. Dana le llegaba apenas a la cintura, así que tuvo que alzar la vista para encontrarle el rostro, que le devolvió una sonrisa.
-Harry El Oso -le dijo, señalando al peluche entre los brazos de la niña-. A veces llora cuando quiere que lo abraces y sabe que no puede decírtelo. ¿Lo habías notado?
Dana miró a su muñeco, luego a Alex y negó con un movimiento de cabeza.
-¿Lo ves? -Se hincó de nuevo-. ¿Cómo te imaginas que serían sus lágrimas? -Y sin esperar una respuesta-: Yo creo que deben ser finas pelusas de colores, suavecitas, tiernas, silenciosas. Hagamos una cosa: hoy por la noche, antes de dormir, obsérvalo un rato y juega a adivinar qué cosas lo harían llorar, qué tipo de lágrimas saldrían de sus ojos dependiendo del motivo de su llanto. Mañana por la noche me cuentas. Yo mientras pensaré en el asunto del llanto de los ángeles y prometo traerte una respuesta. ¿Te parece?
Dana asintió. Luego, sin ninguna transición, se abrazó a la cintura de Alex.
-Te quiero -le dijo, casi en un susurro.
Él la tomó por los hombros para alejarla un poco.
-Yo también -le respondió. Ahora vete a dormir.
Esperó a que la niña trascendiera el dintel de la ventana que daba a su recámara. Vio esa pequeña mano que se agitaba en la penumbra. Correspondió al gesto y se dio la media vuelta para descender rápidamente la escalinata de hierro.
Como cada noche, Dana lo vio saltar al callejón; luego, a lo lejos, descubrió su figura diminuta que comenzaba a alejarse, poco a poco, casi como si fuera una imagen del sueño que el alba le borrara de los ojos.

Jack apagó el agotado cigarrillo sobre el cenicero atestado de colillas. Vio la hora en su reloj pulsera: pasaban de las diez de la noche. La jefatura a esa hora se hallaba en silencio. De los solitarios escritorios sólo se dejaba escuchar el leve zumbido de las unidades que otros como él habían dejado encendidas en su fuga nocturna. Vio la pantalla de su propia unidad, ese rostro enmarcado, quieto y superficial, elusivo. Su presa. La presa que le robaba el sueño.
-¿Todavía aquí?
El teniente Paul Reisman echaba llave a la puerta de su oficina.
-Ya lo ves.
Reisman descolgó su gabardina del perchero y se la ajustó al cuerpo mientras caminaba hacia el escritorio de Jack, apenas iluminado por una pequeña lámpara, justo al centro de la sala.
-¿Problemas en casa?
-Ninguno. Me quedé a revisar unos expedientes. Eso es todo. No vi la hora.
Reisman, de pie junto a él, vio también el rostro de la presa en la pantalla.
-No puedo pedirte que te relajes -le dijo, estrechándole un hombro-, pero esa piel no aparecerá ante ti con sólo invocarla. Menos si no duermes. Te necesito bien despierto.
-Descuida Jefe.
-Voy a alcanzar a los muchachos en lo de Neal. ¿Por qué no nos acompañas? Nos tomamos unos tragos, platicamos un rato, luego te vas a casa. ¿Qué dices?
-Lo siento Paul, debo terminar unas cosas aquí. No tardaré.
-Como quieras -el teniente torció la boca, le palmeó el hombro y caminó hacia la salida. Antes de abandonar la sala, se volvió y le dijo:
-Me llegó un nuevo reporte. Pero no quiero que acumules trabajo. Si quieres, puedo asignarlo a alguien más. A Cole, por ejemplo.
Jack lo miró en silencio. Apenas conseguía distinguir su figura en el umbral del pasillo. Pensó que su jefe tenía razón: le hacían falta horas de sueño. ¿A dónde habrían ido? Al infierno seguramente, al sitio en donde su presa iría a parar. Sonrió un poco.
-¿Entonces?
-Dame una semana más. Si no he dado con él -señaló la pantalla-, dale el trabajo a otro.
Reisman se llevó una mano a la frente y ensayó una especie de saludo militar antes de salir. Jack lo imitó sin dejar que se le desdibujara esa sonrisa que apenas podía sostener. Luego volvió su vista al rostro de pixeles, que también parecía observarlo con una mirada artificial. Con la única mirada que tenía para hacerlo.

De pie frente a la ventana, Alex espiaba los movimientos en la calle. El pordiosero, el borracho, el hombre cuyas venas abrían las cicatrices de sus bocas sedientas de droga: tales eran las imágenes que le deparaba la noche. Figuras circunscritas al sector que acaparaba su vista, irreparables, resignadas al pasmo, a la ignominia. Circunstancias de la eterna, inexpugnable vigilia a la que Alex se hallaba rendido, abandonado y, sin embargo, expectante. ¿Qué esperaba de la noche? Nada y cualquier cosa. De hecho, la noche era un concepto que había aprendido a nombrar sin sentir que realmente significara algo. Ausencia de luz, niebla, humedad, ruidos subrepticios, gritos apagados, trayectos de silencio que al cabo de un instante el viento reclamaba. Nada más. Detrás de todo eso no había para él ninguna idea involuntaria, ningún fluir de imágenes, ni siquiera los trabajos del sueño que atenazaba a los hombres. “Caricaturas”, las llamaba Dana, para quien el sueño era un truco que Dios empleaba para distraer a la gente mientras un ejército de ángeles limpiaba el mundo en silencio, procurando no despertar a los hombres. Alex sabía que, en parte, tenía razón: él mismo había visto a esos seres oscuros limpiar el mundo de la inmundicia de la creación, pero no de la creación divina, sino la de los hombres, que soñaban, sí, pero en ser dioses, en alcanzar el secreto de una creación de la que desconocían todo, por más que imaginaran esquemas (los llamaban religiones), por más que su búsqueda de la perfección consistiera en arrojar a la basura sus errores. Porque eso era lo que hacían: hallar el resultado del equívoco, destruirlo, desaparecerlo. Limpiar el mundo de su propia inmundicia.
Alex -lo sabía- era parte de esa inmundicia. Ese era el rol que le habían asignado.
Que lo hallaran, acaso era ese el motivo de la espera. Mientras tanto, el tedio, la vigilia, hasta ese momento interminable.

Hasta ese momento.

La sombra empezó a crecer como un animal que se arrastrara a ciegas sobre la humedad del pavimento. Alex no tardó en discernir en esa mancha informe la silueta de un hombre que caminaba a solas en dirección al callejón. Nada habría de extraño en ello, excepto que la figura solitaria se desplazaba justo hacia el hombre que se ocultaba entre las sombras y cuya mano había despertado ya el filo de su inquieta navaja. El encuentro era inevitable. Alex, mudo a la distancia, adivinó la sorpresa en los ojos del hombre que era objeto del ataque. Lo vio enfrascarse en una lucha inútil, lo vio ceder al abrazo repentino que le negó el oxígeno. Luego cayó de espaldas al pie del asaltante, que proyectó la punta de su bota contra el rostro que apenas entendía lo que estaba ocurriendo. ¿Qué lo obligó a actuar? Nunca lo sabría. En instantes, Alex apoyó un pie en el marco de la ventana y saltó al vacío. Su larga gabardina aleteó en el viento y él apenas sintió el golpe del concreto en sus rodillas cuando alcanzó el piso algunos metros más abajo. El atacante no lo había notado. Fue un instante fatal: Alex se arrojó sobre él y ambos rodaron por el suelo, alterando el reposo del agua que la lluvia había ido acumulando en su frenesí incomprensible. Un puño enguantado surcó el aire y se impactó contra la mandíbula del hombre al que esta vez le correspondía el azoro. Pero la residencia en las calles le había conferido un raro instinto, una rudeza inusitada, que resurgió en su defensa: con mano ágil devolvió el golpe, que esta vez venía acompañado del acero. La piel de Alex se abrió, pero aquel sesgo violento no dejó escapar sangre sino hierro. El otro no lo supo, así que volvió a acometer el cuerpo con el filo desgastado, una y otra vez. Pero en ello no había dolor, apenas una fugaz sensación de fatiga que no impidió que Alex proyectara un nuevo puñetazo al rostro del ladrón, cuya cabeza se estrelló contra el piso. El golpe no había sido definitivo, pues el atacante se repuso de inmediato y se arrastró hacia atrás. Con esfuerzos consiguió ponerse de pie. Fue entonces cuando la descarga del láser le partió el vientre.
Jack, de pie, sostenía el arma con ambas manos. La víctima cayó de costado, y aun tuvo tiempo de ver sus entrañas devastadas, la sangre que le bañaba las manos, el rostro de su ejecutor, fijos sus ojos en su repentina desgracia. Y un segundo después, la noche se le hizo densa en el cuerpo.
Jack bajó el arma y fue con Alex, a quien le estaba costando esfuerzo incorporarse.
-¿Está herido?
Alex retiró la mano que le cubría el pecho. Fue un movimiento instintivo, producto también de su aturdimiento.
-¡Vaya que lo está! -Jack se puso en cuclillas y retiró hábilmente la ropa hecha jirones para analizar las heridas.
Entonces Alex lo supo: la espera había finalizado. No más agotar las horas en el sinsentido de la noche, no más aguardar inútilmente el alba, no más preguntarse hasta cuándo. Porque las manos del detective le estaban descubriendo el pecho, que exhibía las heridas sin sangre, que mostraba la visión imposible de los tajos como bocas dentadas de aluminio, y ello era suficiente.
Se recostó de espaldas, le entregó su perfil al ámbar del alumbrado público que cancelaba las sombras, y Jack lo reconoció: el rostro que presidía la pantalla al fin se había concretado, pleno, a la luz de esa fantasmagoría llamada realidad.
El detective sabía que se imponía una frase, una sentencia, una de tantas que había fraguado durante las horas de su cacería solitaria; pero también sabía que ninguna de ellas funcionaría, no sin testigos de por medio. Por eso se puso de pie inmediatamente y apuntó al pecho de la réplica, que de cualquier manera ya se extinguía. Su índice tembloroso acarició el gatillo, su mirada escrutó el cuerpo en busca del punto preciso, pero en el momento final declinó: aquella cosa, fuera lo que fuese, lo había salvado. Era injusto, pero real. Y sin embargo, una idea patética le vino a la mente: el hecho insoportable de haber sido la presa quien hubiera llegado a sus manos de una forma involuntaria.
Un triunfo inmerecido. Casi una derrota.
Alex lo vio bajar el arma, mesarse el cabello, volver su vista al callejón desierto. ¿Fue un llanto apagado lo que le escuchó? “Entonces, Dana”, pensó, “finalmente los ángeles sí lloran, aunque lo escondan”.
Lo último que Alex vio fue el arma que nuevamente lo buscaba. Luego el mundo se borró para siempre.

Dana, al pie de la cama, finalizó sus rezos. Se levantó, recogió a Harry El Oso y fue al encuentro del ángel que la visitaba cada noche. La silueta al otro lado del cristal pareció alegrarse al verla. Ella descorrió el cancel y dejó que el viento se reconociera en su pelo, que la mano enguantada reordenó cariñosamente.
-Tengo una respuesta -le dijo el ángel.
Dana sonrió.

1 Comments:

Blogger Roberto Iza Valdés said...

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8:28 p.m.  

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