miércoles, noviembre 30, 2005

Reconozco la soledad cuando se asoma a los ojos de la gente. El chico que bebía un café en Anderson´s se estaba acostumbrando a ella. No son los gestos, ni siquiera la actitud lo que revela esa pausa incómoda de saber que las cosas del mundo te rehuyen: es el reflejo cóncavo en la mirada, esos oscuros cristales que fragmentan y deforman todo lo que te rodea, ese vacío al que los rostros asoman su tedio. Él tenía esa mirada, esa opacidad extraña y a la vez sin enigma del hombre solitario, desacostumbrado a soñar.

A varios metros de distancia, separado de él por las siluetas de otros rostros que abandonaban y se reintegraban caprichosamente a mi campo visual, me dediqué a observarlo. No parecía esperar a nadie. De hecho, no parecía esperar nada de nadie. Apenas había probado su café, pero mantenía el índice de la mano derecha aferrado a la oreja de la taza, como si la memoria hubiera estado a punto de dictarle algún recuerdo que a último momento hubiera preferido callar. Supongo que era su estilo personal de espiar a los demás: no bien un rostro se volviera, no bien una mirada decidiera separarse del gentío para acudir a su imagen, él llevaría esa taza hasta sus labios en uno de esos movimientos automáticos que no admiten la disciplina, y entonces buscaría esos ojos, como distraído, como reconociendo de pronto la inequívoca señal del encuentro casual.

Pero nada de eso ocurriría. No al menos en ese momento.

Lo seguí calle abajo por la 47. Caminó sin prisa entre la gente, oteando el entorno como un animal perdido en busca de alimento. Lo vi detenerse frente al aparador de una tienda de mascotas, sacar una mano del bolsillo de la chamarra y tantear el cristal para llamar la atención de alguna bestia de ornato. No se quedó ahí por mucho tiempo. Cruzó la calle entre los autos y dobló a la izquierda por el callejón que desemboca en el barrio latino. Compró el diario de la tarde, que hojeó de pie junto al kiosco para arrojarlo un momento después en un cesto repleto de basura; la publicación, ya inútil, se deslizó hasta el suelo y luego el viento la arrastró hasta el arroyo humedecido por las últimas lluvias.
El chico siguió su camino y un rato después se detuvo. Meditó unos instantes y luego dio la media vuelta y pasó junto a mí, que fingía observar los anuncios en lo alto de la calle. Unos metros más adelante se sintió atraído por una prostituta de cabello rojizo. Entabló con ella una breve conversación y al rato ingresaron con paso decidido por el derruido portal de un hotel.

Me quedé ahí, de pie frente a la entrada. Unos segundos después, la ventana de una de las habitaciones se iluminó; la mujer se asomó a la calle y corrió las cortinas. Vi la hora en mi reloj pulsera: pasaban apenas de las diez de la noche y el barrio se estaba llenando de siluetas y murmullos. Decidí cambiarme de acera y compré algunas golosinas en un puesto callejero. No habían transcurrido más que algunos minutos cuando aquella puta de falsa cabellera pelirroja reapareció en el umbral del hotel. Miró, como unos momentos antes, a ambos lados de la calle y tomó a la derecha, desplazándose con cierta dificultad sobre las altas plataformas de sus zapatillas brillantes. Indeciso, opté por llevar mi vista hacia el alto ventanal, que de nuevo estaba a oscuras. Cuando intenté recuperarla, aquella mujer había desaparecido.

Movido por una curiosidad insana, crucé la calle y entré en el hotel. Una pareja de mujeres semidesnudas descendía por la cuarteada escalinata de concreto. Alcancé el primer descanso y me encontré ante un pasillo en penumbras. Rumores imprecisos y vociferaciones apagadas surgían de las puertas por cuyas orillas se filtraban tenues haces de luz. Calculé mentalmente la ubicación de la ventana y avancé a ciegas unos metros hasta dar con la puerta que supuse correspondería a la habitación. Estaba cerrada. Pegué la oreja a la fría superficie de madera, que sólo me devolvió el silencio. En un acto reflejo había puesto la mano derecha en el picaporte herrumbroso, así que cuando intenté retirarla, el óvalo giró, destrabando el pasador. A través de la puerta entreabierta vi al fondo la ventana, cuyas delgadas cortinas cedían el paso a la débil luz de la calle. Un poco a la derecha, al centro de la habitación, vislumbré una esquina de la estrecha cama. El viaje de mis ojos siguió su desplazamiento lógico y lo que vi a continuación me paralizó: encima de las sábanas revueltas se hallaba el cuerpo desnudo del hombre que había estado siguiendo en las últimas horas; en sus ojos, fijos de pronto en mi rostro intruso, había, más que el horror, una súplica; y en el centro de su pecho, erguida como un mal sueño, había clavada una estaca, fija y totémica, definitiva.

Confieso que al principio no supe si correr para abandonar esa escena dantesca o ir en su auxilio. El instinto decidió por mí: empujé la puerta, que se azotó contra el muro, y busqué a tientas el interruptor de la luz. La líquida iluminación de neón parpadeó un poco y al fin alumbró la habitación. Busqué, antes que nada, un aparato telefónico, que no hallé en ninguna parte. Aquellos ojos me siguieron por todo el cuarto como yo había hecho con él por la ciudad. Me le acerqué, temeroso, hasta una distancia prudente, y entonces vi que lo que hasta ese momento había imaginado las salpicaduras de la sangre en el cuerpo del chico, eran en realidad las letras irregulares de una frase, de un mensaje apenas legible:

No me busques: yo daré contigo.

No me dejé llevar por el sinsentido de aquellas palabras que el óxido había empezado a oscurecer sobre la piel temblorosa de la víctima; tomé una de sus manos y comprobé su pulso, cada vez más débil.
-Aguanta un poco -le pedí sin saber si alcanzaba a comprender lo que le decía-. Voy a buscar ayuda...
El hombre me clavó repentinamente la mirada, como si al fin hubiera hallado la atención que sus ansias habían estado buscando. Pero entonces, en instantes, el brillo de sus ojos se apagó. Solté su mano, que cayó rígida sobre la cama. Y empecé a llorar.

Con las primeras sirenas de los vehículos policiales, decenas de hombres y mujeres salieron huyendo de la habitaciones contiguas como ratas en medio de un naufragio. Los oficiales alcanzaron la entrada de la habitación ignorando esa fuga paranoide. Los vi, parado en el rellano de la escalera que daba hacia el pasillo, sin atreverme a confesar que era el autor de la llamada de auxilio. El hombre que me había permitido usar su teléfono para comunicarme con la policía había huido al escuchar mis primeras palabras, dejando las puertas de su improvisada oficina abiertas de par en par. No esperé más: bajé las escaleras cuando el equipo de paramédicos ingresaba en el edificio y me alejé a toda prisa.

Los diarios matutinos apenas hacían eco de la noticia. Tuve que esperar hasta la tarde para leer una nota redactada con menos premura, en la que se detallaba el tenebroso hallazgo: la policía, merced a una llamada anónima, había acudido a cierto hotel barato en el centro del barrio latino para encontrar el cadáver de un hombre de alrededor de 35 años que había sido asesinado en circunstancias extrañas. No se hablaba del mensaje escrito en su vientre, sólo se hacía alusión a que las primeras pesquisas sugerían que aquella muerte era consecuencia de algún ritual desconocido, practicado por alguna secta de santeros mexicanos. Ya se seguían algunas pistas. Por obvias razones, la policía había preferido callar.


Hank Richards estuvo a punto de clavar la punta del taco en el desgastado paño cuando el comunicador que vibró en su cintura lo desconcentró. Su oponente, desde el extremo opuesto de la mesa de billar, reprobó la acción con un movimiento de cabeza, pero su mirada se iluminó: los 300 dólares ya estaban en su bolsillo. El detective, derrotado, arrojó el taco sobre la confusa geografía de marfil y se puso al habla.
-Hay un fiambre en un picadero de Santa Fe y la 43 -le dijo una voz masculina quebrada por la estática-. Es tu territorio.
-¿Tú sabes cuánto me está costando esta llamada? -replicó Hank, pasando al lado del hombre sonriente que le extendía la mano. Puso en ella un fajo de billetes y se dirigió a la salida del bar.
-Nada que no paguen los impuestos -le sugirió la voz.
Hank cruzó un saludo silencioso con la mujer que atendía la barra y salió al frío que anunciaba la lluvia.
-Dile al sargento que estoy en camino. Llegaré allí en diez minutos.
Surcó el estacionamiento a esa hora desierto y alcanzó el Albatros cuando las primeras ráfagas de humedad se dejaban sentir.
El vehículo se elevó en silencio mientras las luces de la ciudad surgían entre las siluetas de los edificios cercanos. Hank deslizó el índice sobre la pantalla de la computadora y trazó un rápido itinerario. Dejó que la nave tomara el mando mientras revisaba la carga de su revólver; luego se hizo con el comunicador y marcó a casa. La voz adormilada de su esposa le respondió en un susurro.
-Se presentó algo -le dijo el detective al tiempo que se palpaba el pecho en busca del paquete de cigarrillos-. No sé... un asesinato, tú sabes. Es posible que tenga que ir a la jefatura. Llegaré tarde. ¿Ha llamado Estela?
A través del parabrisas, el estallido de un relámpago dibujó las formas instantáneas de una enorme nube en el horizonte.
-Si llama, dile que mañana temprano hablaré con ella. No, no estoy enojado, sólo quiero hacerle ver que hay reglas, y que mientras siga viviendo en casa tendrá que respetarlas.
Por algunos momentos se mantuvo atento a la voz en el teléfono; luego, ya con el cigarrillo encendido entre los labios, masculló una despedida y cortó la comunicación.

-Esos mexicanos... -el sargento, un negro canoso y regordete, de rostro ajado, revolvía el interior de un cajón de su escritorio en busca de algo que a Hank le parecía que no encontraría allí, sino en un diccionario de sinónimos.
-Es sólo una sospecha...
-Ese atajo de bastardos -lo interrumpió el hombre, abriendo un nuevo cajón para continuar su búsqueda-, tentando otra vez al demonio. Pero cuando en verdad se les aparece, ruegan por la salvación divina. Sarta de mal nacidos...
Hank se cansó de esperar una invitación que no llegaba y se decidió a tomar asiento en el desvencijado sillón de gastado cuero destinado a las visitas.
-Como siempre, nadie vio nada, nadie oyó nada.
-Se protegen entre ellos. No les basta con llenar de grasa las calles, también les gusta vivir sin ley. Y en mi jurisdicción, los muy hijos de puta...
Los ojos del sargento se iluminaron cuando su mano salió del cajón portando un diminuto objeto metálico, que puso sobre el escritorio.
-¡Sabía que aquí estaba! No tienes idea de cuántos alegatos tuve que sufrir para convencer a mi mujer de que no lo había dejado en el buró de una puta.
Hank se irguió en el asiento para observar de cerca el hallazgo: no era más que una horrible mancuernilla de dudoso valor, confeccionada a partir de ambiguos motivos patrios.
-Me las regaló el día que me ascendieron, hace ya más de seis años. La encontré la otra noche en un bolsillo del saco y mira: la guardé tan bien que no recordaba el maldito lugar donde la había escondido. -Recogió nuevamente su valiosa joya y giró la silla hacia la izquierda para dejarla caer dentro de su portafolios colgado en el perchero. Luego se volvió hacia Hank, que lo miraba, displicente.
-Algo me dice que nada de esto tiene que ver con santerías...
-¿Santerías? -el sargento recargó su pesado cuerpo en el respaldo.
-Sí, santerías, rituales sacros. Los miembros de esas sectas no se andan exhibiendo por las calles; si mutilan a un cabrón, pueden pasar años sin que nadie se entere.
El sargento se rascó el oído con un dedo, gesticulando con placer; se lo puso muy cerca de los ojos y luego bajó la mano para limpiarse en el pantalón.
-Tú sabrás lo que haces, pero no quiero que pierdas de vista esa posibilidad. Tampoco olvides que puede ser obra de narcotraficantes. Si fuera así, olvídate del asunto y déjale esa mierda a los federales. Es lo suyo.
-Jefe... -Hank hizo una pausa para mirar el derredor, como buscando las palabras adecuadas. Luego giró el cuello para verificar que no hubiera nadie husmeando en las cercanías de la oficina, cuya puerta se encontraba abierta-. Cuando esto acabe, es posible que tenga que tomarme unas vacaciones. ¿Sabes?, hay algunas dificultades en casa, con mi hija...
-¿Sara?
-No: la mayor, Estela. Está en su etapa. Ya sabes: amistades raras, fiestas, alcohol, sabrá Dios si ya probó alguna droga. Necesito estar un rato con ella, hablarle; he pensado ya en llevarla a la playa, hace años que no salimos todos juntos...
El sargento había cruzado las manos sobre el pecho y miraba a Hank en silencio. No era un hombre de palabras, menos estaba acostumbrado a intimar con sus subalternos, pero Hank era un caso aparte: lo conocía desde hacía muchos años, lo había visto escalar puestos en la jefatura desde la academia, conocía incluso a su familia. Era su mejor elemento, su brazo derecho. Pero nada de eso ayudaba cuando un hombre ha alcanzado su madurez sin abrir la boca para algo que no hayan sido órdenes y vociferaciones.
-Haz lo que tengas que hacer -le aconsejó, en un tono tan endeble que él mismo se sintió desconsolado-. Ahora tienes un propósito, así que abre bien los ojos y no dejes que esos cerdos grasientos te lo arruinen.
Hank se incorporó de golpe y se arregló las solapas de la gabardina, asintiendo con el aire de un ateo en un confesionario.
-Descuida, jefe. Y gracias por el apoyo.
El hombre detrás del escritorio lo despidió con un ademán neutro y, sin esperar a que saliera de la oficina, se puso a marcar un número en el videoteléfono.


-Cien dólares la hora. Si quieres que te la chupe, son cien más.
El hombre le estudió los senos que desbordaban el escote. La innegable morbidez de sus ojos se veía acentuada en el ansioso aliento entrecortado que le ensanchaba el tórax apenas cubierto por la playera deportiva.
-Quiero hacerte el culo.
-Son cien más. Con condón. Si no tienes, yo te doy uno, pero te costará diez dólares.
Ingresaron en la semi penumbra del hotel. La mujer se detuvo frente al grueso cristal de la recepción y una mano anónima le extendió la llave.
-No tardo -avisó ella, guiñándole un ojo a su propio reflejo.
El cuarto era una farsa caricaturesca de una habitación de dudosa atmósfera Luis XV. Apestaba a tabaco y secreciones. La mujer aguardó a que el joven entrara y cerró la puerta con el pistillo de seguridad. Luego pasó frente a él y fue hasta la cama, en donde se acomodó, cruzando sensualmente las piernas.
-Muéstrame -le pidió.
El hombre dudó un poco y entonces vio los ojos de la pelirroja, que se habían detenido en su entrepierna. Se deshizo rápidamente del pantalón y de la trusa; cuando se sacó la playera, su miembro erecto miró a la mujer como un cíclope famélico.
-Me harás daño -susurró ella.
Sus palabras obraron en el deseo del hombre, que se acercó jadeante a la orilla de la cama, donde la mujer lo detuvo con un gesto y se deshizo del bolso que colgaba de su hombro. Se alzó la blusa para mostrarle los senos, que se acarició mórbidamente. Luego se levantó poco a poco la falda para dejarle ver la diminuta prenda de encaje que se le hundía en la vulva.
-Tu verga es enorme. La quiero aquí -le dijo, pasándose un dedo por la oculta vagina.
El hombre se aferró el miembro con una mano y con la otra empujó a la mujer sobre la cama para estrujarle rabiosamente uno de los senos.
-Tranquilo, cariño. Recuéstate un poco, nos queda mucho tiempo.
Lo dejó que se tendiera de espaldas; le acarició el pecho, ensanchado por su respiración agitada; le pasó una mano por los labios y le cerró delicadamente los párpados.
-Tienes algo hermoso ahí -le dijo, sin dejar de mirarlo, mientras con la otra mano revolvía las cosas en su bolso, abandonado al pie de la cama-. Yo también tengo algo para ti...
Sin quitarle la mano de la frente para evitar que abriera los ojos, la mujer se montó sobre el vientre desnudo y apresó sus antebrazos con ambas rodillas. Las manos del hombre, a pesar de todo, se las arreglaron para acariciarle torpemente las nalgas.
Los huesos de su tórax se quebraron con un ruido de astillas cuando el filo de la estaca penetró en su pecho. Incrédulo, el joven abrió los ojos y esbozó un grito que jamás escapó de su garganta.
-Quietecito, no hagas nada, déjame que te penetre así, quedito -le decía ella mientras recargaba todo su peso en la madera, cuya punta se hundía despacio en medio de la sangre que buscaba un resquicio para escapar cobardemente de aquel cuerpo sacudido por espasmos.
Lo último que el hombre vio antes de que se le borrara el mundo fue el rostro sonriente de esa mujer cuya peluca había comenzado a resbalar de su cabeza para mostrar el verdadero color de su cabello castaño.
-¿Qué se siente que te lo metan por unos cuantos dólares, nene? -la sonrisa en ese rostro se quebró en un gesto de odio-. ¿Rico, no?
Hundiendo la estaca con ambas manos, la mujer se detuvo al sentir que el filo había trascendido la carne para traspasar las cobijas y enterrarse con violencia en el colchón.
-¡Muérete ya, cabrón de mierda! -farfulló sin darse cuenta de que el hombre se le había adelantado.
Afuera, la ciudad dormía. Pasándose un pañuelo por el índice ensangrentado, la mujer repasó el mensaje escrito sobre la piel del cadáver. Metió el pañuelo sucio en el bolso y se corrigió el maquillaje ante el espejo de media luna empotrado en la pared, el único testigo. Finalmente recogió las llaves y salió al pasillo, cerrando delicadamente la puerta a sus espaldas.


Atenazando con firmeza el cigarrillo, Hank miraba la calle a través de la ventana de su dormitorio. Su mujer, apenas un pequeño bulto a la orilla de la cama, hacía horas que dormía. Afuera, el barrio se veía tranquilo. Apenas el fulgor de algunos autos lejanos barría de vez en vez la calle solitaria. Se preguntó qué hora sería; él mismo se respondió que debían pasar de las tres, si no es que estaban a punto de dar la cuatro de la madrugada. Apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal apoyado en el pretil de la ventana y descorrió un poco la cortina para asomarse a la entrada de la calle. Estacionado a la orilla de una de las casas vecinas, un sedán de color impreciso, que parecía mecerse por momentos, llamó su atención. Entrecerrando los ojos para aguzar la mirada, creyó ver un par de siluetas que se movían en su interior. El cristal de la ventana deformaba un poco las cosas de la calle, así que de pronto no eran dos sino tres las siluetas que se recortaban contra el fondo ambarino del alumbrado público. ¿O era sólo una? La distancia jugaba con su imaginación. Pensando que quizá sólo se trataba de una pareja de jóvenes inquietos teniendo sexo en el asiento trasero, decidió restarle importancia al asunto. Sonrió para sí, cogió de nuevo el paquete de Camel y extrajo un cigarrillo. Golpeó el filtro contra el Zippo. Al mismo tiempo que el fuego encarnaba en el tabaco, las luces del auto se encendieron. El ruido del motor violentó el silencio y el vehículo se desplazó lentamente en dirección a su ventana. Cuando vio que el sedán se detenía frente a su casa, se puso a la expectativa. Sin dejar de observarlo, midió la distancia que lo separaba de su arma y calculó mentalmente el tiempo que le tomaría alcanzarla en caso de que fuera necesario. No lo era: la puerta del auto se abrió y un par de piernas desnudas se asomaron a la noche. No sin rabia reconoció en esa mujer de falda corta y escote pronunciado a su propia hija. La joven cerró la portezuela y hundió medio cuerpo a través de la ventanilla, ofreciéndole al mundo la insoportable imagen de sus torneadas nalgas. Hank desbarató el cigarrillo en el interior del cenicero y se dio la media vuelta, sintiendo en sus mejillas un calor que se parecía al de la vergüenza, aunque no supo precisarlo. Cuando volvió a la ventana, ya el auto se había convertido en un par de puntos luminosos y su hija, con paso lento y relajado, cruzaba el jardín.
El detective apretó la quijada y se dirigió a la puerta de la habitación, formulando en su mente las palabras exactas que describirían la cólera que lo abrasaba. Puso una mano en el picaporte, que apretó con furia. Pero no se atrevió a abrir.


La noticia, impresa en la pantalla del diario electrónico, ocupaba la mitad de la primera plana:

ASESINO RITUAL RECORRE LA CIUDAD

Deformada por los trabajos de un procesador fotográfico, la imagen del cadáver, rescatada desde muchos metros de distancia por el zoom digital, no precisaba de las palabras para escupirte en el rostro su atroz elocuencia: el cuerpo desnudo, abiertos los brazos al horror, exhibía, como lo haría una imagen sacra, la furia de la madera hundida en su pecho.

-¿Qué hay de las huellas digitales?
Un joven de uniforme, sentado al otro extremo de la mesa, se incorporó en su asiento para esgrimir los documentos que hacía rato se afanaba en ordenar.
-Señor, el análisis dactilográfico muestra que las huellas no pertenecen a nadie en la base de datos. Se pidió el apoyo del registro civil, pero tomará un par de días tener los resultados.
El sargento masculló alguna idea, pero nada sino murmullos escaparon de sus labios. Impotente, volvió su vista a Hank, que parecía distraído.
-¿Hallaron algo en las grabaciones de las cámaras de seguridad?
El detective salió de su sopor, pero no supo responder. Otro de los hombres sentados a la mesa se le adelantó:
-Muchas de las cámaras en esa zona han sido robadas. Las pocas que registraron algo no ofrecen evidencia...
-¿Robadas? -el sargento piafó con enfado-. ¿Y apenas lo notaron?
-Se sustituyen cada semana -respondió el hombre, nervioso-, pero vuelven a robarlas. Necesitaríamos poner guardias día y noche para evitarlo...
-Luego empezaríamos a sustituir policías cada tercer día -ironizó Hank.
Los dedos del sargento tamborilearon ansiosos sobre el barniz de la madera.
-Señores -dijo al fin, apoyando sus negras manos regordetas en la mesa-, o entramos nosotros para interrogar a cada uno de esos latinos muertos de hambre, o llamamos al ejército, lo que significa que cada uno de ustedes se irá de aquí con una patada en el culo. No quiero que aparezca otro idiota empalado en un putero. Necesito a todas esas perras apestosas rindiendo su declaración ahorita mismo. Registren sus casas, amenacen a sus familias si es preciso, hablen con todo lo que se mueva o se arrastre y agarren a ese maldito enfermo si no quieren pasar el resto de sus días haciendo cola en la beneficencia.
Los hombres acodados a lo largo de la mesa escucharon el discurso en silencio, pero nadie pareció desconcertado: el hábito de la violencia verbal de su jefe era un asunto cotidiano.
La mirada neutral del hombretón era la señal inequívoca de que la junta había finalizado. Todos, incluido Hank, comenzaron a salir entre murmullos.
-Tú quédate -lo llamó el sargento-. Necesito hablar contigo.
Esperaron a que el último hombre abandonara el salón.
-Tú dirás, jefe...
-He pensado en lo que hablamos la otra noche, lo de tu hija. Creo que deberías abandonar el caso y dedicarle un tiempo a tu familia.
-No es necesario -replicó Hank sin atreverse a ocupar su silla-. El asunto es complicado, tú estás confiando en mí...
-Es una invitación. Tú sabes si la tomas o la dejas. Mi sugerencia es que te olvides de este asunto por un tiempo y atiendas a tu hija.
El detective analizó la oferta. Por un momento le vino a la mente la imagen de una figura femenina cruzando semidesnuda el jardín frontal de su casa. El odio le cerró los puños. Sabía que se hallaba en una disyuntiva: resolver sus asuntos familiares implicaba abandonar la lucha por una plaza importante, continuar vagando por las calles, perseguir delincuentes de mucha o poca monta, daba igual: la muerte seguiría acompañándolo por el resto de sus días. Indeciso, le devolvió a su jefe una mirada desolada.
-¿Tú qué harías?
El otro ni siquiera se inmutó. Pero en los ojos de Hank había un ruego, la necesidad de una respuesta.
-Mira -le dijo-, se trata de tu vida, no de la mía. Si lo que tienes es temor de que las cosas aquí salgan mal, no te preocupes: hay gente que puede encargarse del caso. Si eso te tranquiliza...
Esas últimas palabras terminaron por herir su orgullo. Nadie, mientras él estuviera vivo, iba a usurpar su lugar. Sólo necesitaba una semana, dos cuando mucho, para dar con el culpable de esa masacre. Entonces él y su familia tomarían el sol en las playas de la Florida. Y conversaría con Estela, y reirían, y dejarían que el mar jugara con sus cuerpos, y hablarían del pasado, planearían el futuro, y todas esas muertes tendrían al fin sentido.
-Déjame que termine con esto -pidió Hank, fingiendo una seguridad que estaba lejos de sentir-. Te prometo la cabeza de ese degenerado envuelta en celofán así tenga que ser el Día del Juicio. Brindaremos por el éxito y lo arrojaremos al bote de la basura, y entonces hablaremos de mis vacaciones. ¿Estás de acuerdo?
Pero no halló en el rostro del sargento la sonrisa que esperaba.


Comenzaron los merodeos, el asedio, las formas del miedo. Mujeres de todas las razas y de todas las edades llenaron la jefatura, vociferando en lenguajes confusos a la menor provocación, alejando las miradas atentas merced a complicadas señales obscenas. Una de las putas fue violada en los separos y el rumor llegó a la prensa. El timbre del teléfono en la oficina del sargento no cesó de escucharse a partir ese momento.
-Esas perras sifilíticas...
Al día siguiente, el Times de Los Angeles desmintió la especie y, gracias a ello, a cada equipo de trabajo se sumó un reportero del diario, cuya única restricción era publicar el reportaje una vez que el operativo hubiera finalizado. Al resto de los diarios se les filtraron noticias falsas para generar confusión. Mientras tanto, las redadas continuaron en sutil anonimato.

Hank y su equipo allanaron cierta noche las oficinas de un prostíbulo en el sector oeste. El dueño era un ex-convicto con algunas deudas en el presidio y no estaba entre sus planes pagarlas. Primero se cargó al policía que abrió la puerta de un puntapié. Luego hirió a un segundo, partiéndole la pierna de un tiro certero.
-Tienes puntería -reconoció Hank, con la espalda pegada al muro que bordeaba la entrada.
-Y mucho parque -le respondió una voz agitada.
-Pero no mucho tiempo -señaló Hank, mientras ordenaba a señas las posiciones que debía guardar su equipo.
-Yo sé cómo matar las horas -sentenció la voz y subrayó sus palabras con una ráfaga de láser que barrió el espacio vacío.
Hank no estaba de humor para obstinamientos. Retiró con los dientes el seguro de una granada sedante y la arrojó al interior de la oficina. No hubo disparos, sólo ruido de muebles y cosas que caían. Luego silencio. Uno de los hombres se arrastró hasta la puerta y disparó en repetidas ocasiones; luego hizo una señal para que los demás se acercaran. No había nadie en la habitación. El equipo completo, incluyendo al reportero en turno, ingresó de prisa esgrimiendo los revólveres. Los ojos de Hank registraron el desorden. O el hombre se había esfumado, o lo habían borrado con el fuego del láser. Los objetos del único librero habían caído, pero no había rastros de disparos en la madera.
-Tú -le dijo a uno de los hombres-, ayúdame con esto.
Sin mucho esfuerzo retiraron el mueble. La puerta, apenas disimulada por la irregularidad del tapiz, se hallaba semi abierta.
Todos se tiraron al piso. Uno de ellos empujó la pared falsa y los disparos reventaron por todas partes. Esta vez fue una granada eléctrica. Los gritos del hombre se escucharon apagados cuando la telaraña de luz lo alcanzó, paralizándolo.

El cuarto era un modesto estudio de televisión. Alrededor del hombre que se sacudía en espasmos había empotrados anaqueles con miles de empaques de videos. El equipo de grabación se encontraba en la pared frontal. Allí, una docena de pantallas monitoreaba la actividad en cada habitación del hotel.
-Así que eres un mirón -le escupió Hank al hombre en el piso-. Y echaste a perder tu hobby por hacerle al cowboy. Ahora mírate...
El hombre balbuceó un par de frases inconexas.
-Cállate ya -le gritó Hank, cancelando el incómodo siseo con la punta del zapato-. ¿Sabes qué haré si no te callas? Voy a llevarme todos tus juguetitos y te voy a emparedar en esta pocilga hasta que te pudras...
Pero el otro, aún con la boca ensangrentada, insistió.
Ignorándolo, el detective comenzó a girar órdenes. Pero el reportero no estaba obligado a obedecer; esgrimiendo su grabadora de bolsillo, se agachó y pegó el micrófono al rostro del hombre.
-Señor -dijo un momento después, volviéndose hacia Hank-. Dice que no le haga daño y a cambio le mostrará a la mujer.
Hank se agachó furioso y empujó al reportero. Luego puso el cañón del láser en aquella frente sudorosa.
-¿Mujer? ¿Crees que soy un mirón como tú? Tantas puñetas te quemaron el cerebro, pedazo de idiota...
-La... asesina... -gimió con esfuerzo el hombre.
Todos allí lo escucharon.
-¿Qué demonios dices?
Pero el dueño del putero dejó de luchar: sus ojos se pusieron en blanco y empezó a convulsionarse.
Hank llamó a uno de sus hombres.
-¡Pínchalo, rápido!
La aguja hendió el brazo del hombre, que primero se quedó quieto y un instante después comenzó a perder la rigidez. Poco a poco volvió en sí.
-Habla ya -le gritó Hank-, o me paso las leyes por los huevos y te vuelo la cabeza.
-Es una mujer... -la tos lo interrumpió-. Asesinó a un muchacho. Una prostituta.
-¿Quién es? ¿Dónde está?
El brazo, aún con la jeringuilla colgando, se estiró para señalar uno de los muebles.
-Allí, segundo nivel, un disco negro.
Uno de los oficiales se movió en esa dirección.
-¿Es este?
El hombre asintió.
Hank mismo insertó el disco en el reproductor y la pantalla principal se llenó de granizo. Un instante después apareció la imagen monocromática de una vacía habitación de hotel. No pasó mucho tiempo antes de que la puerta se abriera y entrara un joven de atuendo deportivo.
-Es la segunda víctima -observó el reportero.
Acto seguido apareció una mujer. Luego de cerrar la puerta fue hasta la cama y sus labios se movieron en silencio.
-¿Hay manera de escuchar el audio en este aparato de mierda?
-El botón verde -señaló el hombre, ya hincado, mientras un oficial lo esposaba.
La voz de la mujer llenó la habitación. Hank y los demás escucharon claramente el intercambio de palabras entre la puta y su cliente, y fueron testigos de cómo aquella escena de tintes pornográficos se transformaba en la carnicería que ahora el mundo conocía por la fotografía del periódico.
Al final, la mujer se quitó de encima del cadáver y hundió el índice en el espacio entre la estaca y la carne lacerada. Con sumo cuidado garabateó el mensaje en el vientre inmóvil y fue por su bolso para limpiarse y acomodarse la ropa. Antes de abandonar la habitación, se miró al espejo en un gesto de siniestra vanidad, sin saber que ponía su rostro frente a la lente oculta en el cristal de doble vista.
-Lo recibí ayer -habló el dueño del prostíbulo, acaso previendo la violencia del policía, que ya había probado-. Un hombre me lo cambió por armas. No sé dónde fue grabado ni en qué condiciones, pero lo pasé por el procesador y es el original. Ignoro si existen más copias.
Hank expulsó el disco y lo entregó a uno de los oficiales. Luego fue con el hombre que lo miraba temeroso. Le asestó una bofetada.
-Tú sabes quién es ella. Debes tenerla grabada en otras ocasiones.
-Juro que en mi vida la había visto. -El tipo escupió la sangre que le escurría de la nariz-. Ya hablé con los que regentean a las putas: nadie la conoce.
La mirada del detective se paseó por el cuarto.
-Llévenselo -dijo, sin voltear a verlo-. Necesito que los del laboratorio analicen esa grabación. Y todas las demás. Contrasten ese rostro con los archivos de la base de datos. Voy a pedir que arresten a todas las putas de la zona.
El reportero, que no había perdido detalle, sonrió satisfecho.


-Esa mujer no existe.
Al sargento no le cayó muy bien el comentario.
-Déjate de rodeos y di lo que tengas que decir.
Un fólder se deslizó por el escritorio. Las fotografías que exhibían los documentos eran del mismo rostro. Una de ellas era el fotograma de la asesina extraído del video; la otra pertenecía a los archivos de la morgue.
-Murió hace dos años. Los cazadores la confundieron con una piel y la acribillaron a las afueras de su propia casa. Por suerte para ellos, nadie reclamó. Clasificaron el caso como error y lo archivaron. Al menos eso es lo que explica el informe.
-Y no podemos indagar porque nos sacan de la jugada.
Hank asintió.
-Estamos bien hundidos en la mierda -farfulló el sargento.
Al detective se le dibujó una breve sonrisa.
-¿Qué puede ser tan gracioso?
Hank hinchó el pecho como un hijo orgulloso.
-Me subestimas, jefe. Anoche hablé con alguien que tiene acceso a los archivos de las unidades especiales. Me lo dijo todo.
-¿Hay un soplón entre ellos? En serio que están podridos...
-La muerta tenía una réplica. La hizo Tyrell. La original estaba en líos con la mafia y despareció por un tiempo. La piel tomó su lugar. Era una especie de bailarina. Cuando la otra se enteró, la delató. Casi la atrapan, de no ser por un hombre, tal vez su protector. El tipo es un ingeniero de Tyrell. Cuando vio la mierda en que se había metido, les contó que en realidad no existía ninguna piel, y que la mujer había inventado todo ese cuento para borrar su pasado tormentoso y empezar de nuevo. Pero la confesión llegó tarde: un equipo la encontró y la envió a la morgue. Para esto, Tyrell se movió rápido: hizo algún trato secreto con el gobierno y el hombre fue liberado y exonerado de toda culpa. Es el único que sabe la verdad.
-Dime el nombre.
-Es un tal Sebastian, ingeniero genético. Vive solo en el Huxley.
El sargento se relamió los labios resecos por aquellos minutos de no cerrar la boca.
-¿Y por qué no estás hablando con él?
-Porque estoy en camino.
Y mi nombre empezó a recorrer las calles en vehículos policiales.



Aquí es donde se impone contar mi propia versión de la historia:

Durante meses que hoy son un misterio, una mujer se escondía. Nadie, acaso ni ella misma, conocía su paradero. Era una actriz reconocida. Una gran actriz. Sin embargo era hermosa y eso puede a veces no ser una virtud. Cierto empresario de teatro se enamoró de aquel rostro y del cuerpo que lo sustentaba. Y lo quiso para sí. Y lo tuvo. Pero ella jamás lo amó. El otro, enfermo de despecho, acabó con su carrera. Y la mujer se resignó a las sombras.

Su nombre era Lulu, y era una impostora.

Cuando no tienes nada, siempre está la muerte, que te acecha. Pero no era el caso de Lulu. Ella, como muchos otros, no es nada sino artificio, carne sin sangre, disimulo. El tiempo, que es de hierro, sólo pasa a su lado sin tocarla. Podría verte nacer y morir sin que tu vida signifique para ella algo distinto del alba y el ocaso. Y seguiría. No es nada grato cuando las horas sólo arrastran el tedio y la incertidumbre. Por eso, cierta noche salió de su escondite y se dedicó a vagar por las calles sin mayor afán que el de observar el mundo que alguna vez la tuvo y que acaso ya la había olvidado. Se paró en una esquina solitaria, halló la complicidad de un muro, comprendió que aquel indeseable anonimato no era menos abyecto que las horas del encierro. En la oscuridad de esas reflexiones se encontraba cuando un tipo la abordó. Nunca lo sintió llegar. Le ofreció un cigarrillo, le señaló el clima, que ella ignoraba. El instinto le removió los recuerdos cuando el hombre le mostró su billetera y el camino a su departamento. La poseyó durante horas. Nada había en él sino deseo y una rara violencia disfrazada de lujuria. Cuando salió de nuevo a la calle, se sintió liberada. No del hombre al que finalmente había rendido, sino de la idea de ser una prófuga de sí misma. Con el dinero obtenido se compró ropa, recorrió los cafés del centro, miró las carteleras de teatro y soñó -o creyó hacerlo- con ese pasado que ya no le pertenecía. Otros hombres llegaron y se fueron. Nunca el mismo: odiaba la idea de que su rostro fuera parte de la memoria ajena. Por eso ensayó nuevas formas de alterar su expresión. Y adquirió una peluca. Un disfraz.

Pronto fue una chica pelirroja que recorría sin prisa la noche de Los Angeles.

Conoció a la mujer en un bar frecuentado por universitarios. Había llegado allí en busca de un cigarrillo. Al principio, la joven, que no parecía rebasar los 18 años, la observó con ansiedad desde su mesa, que compartía con media docena de chicos ruidosos en un rincón del local. Al rato, oyó que una voz a sus espaldas elogiaba su atuendo. Era esa chica, que había ido hasta la barra con el pretexto de un trago. Miró hacia todas partes y decidió que la compañía de una mujer no le resultaba del todo incómoda. Le invitó un cigarrillo y pidió otro whisky. Hablaron de cualquier cosa. La chica estudiaba ciencias, ignoraba el arte, no era capaz de reconocer en su rostro a la actriz de otros tiempos. Pasaron horas y sus amigos comenzaron a retirarse. Luego el lugar se quedó vacío. Fue entonces cuando esa mano delgada, desnuda de joyas, se posó en su muslo. La ebriedad en esos ojos inyectados en sangre era evidente. También lo era la agitación en su pecho. Lulu sujetó su mano y la llevó a recorrer la piel oculta bajo su falda. El hábito de la seducción. Nada sino un divertimento. O al menos eso pensaba. Las mejillas de la joven se incendiaron, pero se dejó llevar.
Mordió sus labios juveniles a las afueras del bar. La condujo del brazo hasta un rincón en penumbras y acarició su carne, lamió sus senos, restregó sus dedos hábiles en la entrepierna de la chica, pero se detuvo al sentir el temblor en su cuerpo. Aquellos ojos se entornaron como un ruego. La llevó al hotel que le servía de refugio. La chica se abandonó a la humedad de esa lengua que electrizó sus entrañas una y otra vez.

No fue esa noche sino otra cuando al fin le contó su historia. La imaginación de Lulu, acostumbrada a recrear las más sórdidas fantasías de la mente del hombre, reconstruyó sin esfuerzo la escena de la chica en el baño, su piel bañada por la espuma y el ardor de sus ojos que se abrieron para descubrir otros ojos que a su vez parecían redescubrir las formas de su cuerpo. Su primer impulso fue el de esconder su zona genital, pero entonces comprendió que no podía haber un riesgo más allá de la sorpresa, pues aquella mirada, aunque ciertamente incómoda, era la de su padre. Con una sonrisa cariñosa le pidió que la esperara, que no tardaría en salir. Pero el rostro del hombre, fijo bajo el vano de la puerta entreabierta, se hizo lánguido. Fue en ese momento cuando ella comprendió que algo andaba mal. Y al bajar la vista, supo de qué se trataba: su padre se estaba masturbando.
Fue la primera vez que la violó. La segunda fue en la cochera, en el asiento trasero del Cadillac. No hubo una tercera, porque la chica lo amenazó con un cuchillo y el otro no tuvo más remedio que ceder. ¿Por qué calló todo ese tiempo? Por cariño a su familia; por el temor de sentir que una confesión destruiría lo único que tenía en la vida.
Amar es encubrir el erotismo que en tu mente despierta un cuerpo ajeno. No hay amor en las caricias, en el hambre de sexo. No puede haber amor en el ansia de violentar un cuerpo. Lo que llamamos amor no es otra cosa que el deseo de pertenencia, de enajenar lo que el otro es. No basta con penetrar, con herir: quieres quedarte en ese otro, tener lo que no te fue dado, fundirte, permanecer en él para siempre. No hay diferencia entre amar y la satisfacción que siente el ser humano al devorar un trozo de carne. Para Lulu, aquella chica rubia de cuerpo esbelto y diminuto no era ya una simple amante, sino el ser que poseía lo que ella nunca podría tener: una vida. Y en sus fibras comenzó a vibrar algo parecido al amor.

¿Qué tiene que ver ella con la sangre coagulada en la piel de esos cuerpos sin vida? ¿Qué relación hay entre ella y el hombre que conduce el Albatros con la mirada fija en las luces más allá de la niebla? Es un velo, una membrana, tan sutil que al romperse develó sus rostros a uno y otro lado de la vida de Estela, esa chica que cierta noche lloró entre los brazos de Lulu no por el placer que ya era de pronto un hábito de su cuerpo, sino por el odio hacia su padre, un odio que nunca podría ser revelado. Así que al ver ese llanto, a Lulu se le impuso una imagen que ni siquiera conocía: la de un hombre que yacía en el piso, borrado por la más atroz de las muertes. Pero ese hombre era apenas una silueta, una forma sin rostro entre las sombras. Y entonces preguntó el nombre, y Estela se lo dijo, y vinieron más preguntas, y cada una de las respuestas que escapaban de los labios que ella amaba se fueron acomodando una a una en su mente hasta formar la palabra vergüenza, que no se dibujó del todo sino hasta que la chica se quedó dormida en su regazo y entonces Lulu fue capaz de pronunciarla tal cual como sus ojos al cerrarse podían verla. Y la palabra era venganza.

Las semanas siguientes Lulu no hizo otra cosa que seguirlo. Pero nunca estaba solo: un grupo de seguridad lo rodeaba a donde quiera que fuese. Lo veía al entrar en la jefatura, al visitar el bar atestado de policías, al partir a casa. Incluso en alguna ocasión sus miradas se cruzaron, pero él rehuyó ese fugaz contacto, no por el miedo, que no había surgido aún entre los dos, sino por el simple hecho de que una puta en la calle es invisible hasta que el filtro del deseo te la dibuja en los ojos.
En la siguiente ocasión que estuvo a solas con Estela, le preguntó si algún día había deseado la muerte de su padre. El no que obtuvo como respuesta la inquietó. Entonces, en el fondo no lo odiaba. La chica bajó la mirada y le explicó que sus deseos al respecto no tenían sentido si pensaba que para él la muerte era un asunto de lo más cotidiano. No lo deseas, pero lo esperas, le dijo. Ella asintió con un gesto. Y más tarde aquella noche, con la única compañía de un cigarrillo que se agotaba pronto, Lulu supo al fin cómo derrotar a ese fantasma que rondaba a Estela sin que el remordimiento ocupara su lugar. Moriría, sí, pero lo haría con la certeza de que su muerte tenía un motivo.

Le tomó poco tiempo trabajar la madera. Compró un bolso adecuado y buscó un rincón propicio, lejos de sus calles de costumbre. La primera noche no tuvo suerte: el cliente comenzó a golpearla no bien entraron en la habitación y un instante después la sobajó con tal violencia que no tuvo oportunidad de ocupar el arma, algo que hubiera deseado ya no como parte del plan sino como un desquite personal. Tuvo que buscarse un nuevo sitio. Esta vez las cosas fueron diferentes: el joven que pasó a su lado le encontró la mirada y estuvo a punto de detenerse, pero al final prosiguió su camino. Fue entonces que me descubrió: caminaba de prisa, abstraído, como empujado por un ansia que me desconocía. No tuvo necesidad de ocultarse. Me vio seguir así unos metros, detenerme de improviso, llevar mi vista hacia el cielo nublado. El joven reapareció a lo lejos. Pasó a mi lado, fue directamente hacia ella. Esta vez no lo dejó ir: le ofreció una tarifa absurdamente baja que lo dejó complacido. Antes de ingresar en el hotel, notó que yo seguía ahí, observándolos a la distancia. Tampoco había nada raro en el asunto: siempre había percibido en los hombres ese extraño placer de ver a otros negociar con una puta. Así que me dedicó una mirada breve, pero lo suficientemente duradera para confirmarle que no la había reconocido. Luego tomó del brazo al joven y lo condujo al infierno.


La misma noche que supo de mí, Hank Richards me hizo una visita. Primero fue su rostro y luego su placa de identificación en la pantalla. Lo dejé pasar. Iba acompañado por un par de sujetos malencarados que me empujaron hasta un sillón y se quedaron de pie junto a mí con gesto amenazante. Yo tenía en la mano el documento que amparaba mi silencio en relación con el caso. Uno de los hombres me lo arrebató de golpe y rió con sorna.
Hank me puso en la nariz su aliento agrio.
-Para cuando tus abogados pongan un pie en la jefatura, tu amiguita ya estará charlando con el diablo.
Tenían su estilo, y se ajustaron a él con recelo. Una delgada jeringuilla apareció entre sus manos. Yo sabía que aquel líquido me haría confesar. Sin que pudiera defenderme, la aguja penetró en mi antebrazo. Cuando recuperé el conocimiento, estaba desnudo de la cintura para arriba, y en el lugar del pinchazo había un parche de cicatrización, que uno de los tipos me arrancó de un tirón.
-Tú podrás decir lo que quieras -sentenció el detective guardando la grabadora miniatura-, pero no habrá marcas en tu piel ni rastros de la sustancia en tu organismo.
Aún bajo el influjo del sedante, los vi salir del departamento. Antes de desaparecer, Hank se volvió hacia mí.
-Ah, y muchas gracias ciudadano, el Departamento de Policía de Los Angeles le agradece su colaboración.

Tyrell enfureció cuando se enteró del asunto, pero se lo tomó con calma. Me asignó un laboratorio provisional y me pidió no salir por un tiempo de la Corporación. Mientras tanto, sus abogados iniciaron los trámites de la demanda, que en un principio no prosperó debido a la falta de pruebas. Hank Richards aprovechó ese lapso para organizar la búsqueda, que transformó la ciudad entera en una cacería. Equipos completos de las unidades especiales asolaron las calles. Cientos de mujeres con características similares a los rasgos de Lulu fueron secuestradas para aplicarles el test de Voight Kampf. Había miedo en las calles. El mismo miedo que contagió a Hank la noche que le avisaron que habían encontrado otro cadáver. Lo peor: fue hallado en el cuartucho de cierto vecindario a escasas calles de la jefatura.
-Tiene que ver esto, jefe.
Una lámpara iluminó el vientre de la víctima y recorrió las palabras que el detective, no sin azoro, leyó una y otra vez:

Así duele una violación H. R. ¿Te gustaría sentirlo?

Perturbado, el detective retiró su vista del cadáver y se alejó de él dando traspiés ante la mirada extrañada de los oficiales.
-¿Pasa algo, Hank?
Pero no respondió. Fue corriendo hasta la nave y se introdujo de prisa. Tomó el aparato comunicador y marcó a su casa.
-¿Has visto a Estela hoy?
Su esposa percibió la preocupación en el tono de su voz.
-¿Qué tienes, Hank?
-Te hice una pregunta -gritó el detective fuera de sí.
-Estuvo aquí por la tarde, luego salió. ¿Estás bien?
-¿Sabes a dónde iba?
-Sí, dejó una dirección. Me dijo que necesitaba hablar contigo. ¿No crees que es algo extraño? Iba a llamar para decírtelo...
Con mano temblorosa, el detective tomó nota y cortó la comunicación. Luego puso en marcha el vehículo.
Una nueva voz surgió de entre los ruidos de estática de los altavoces:
-¿Cuántos hombres requiere, señor? ¿Señor...? ¿Me escucha?
-Ninguno. Quédense donde están. Es un asunto personal.

Estela cruzó la avenida evadiendo los autos y corrió para alcanzar la acera contraria. Caminó un par de cuadras sin importarle que el viento helado le lastimara el rostro y se detuvo en una esquina para verificar el nombre de la calle. Una mano se posó en su hombro.
La chica se volvió, asustada, pero al instante sonrió al reconocer ese rostro.
-Creí que nos veríamos en...
Lulu la interrumpió poniéndole el índice en los labios.
-Hay cambio de planes. Esta noche no podrá ser.
-Pero ya estoy aquí, le dejé dicho dónde estaría, como me lo pediste...
-No vendrá.
Estela frunció el seño, sorprendida.
-¿Cómo puedes saberlo?
-Hubo un asesinato. Lo dijeron en las noticias. Tu padre estaba ahí.
El rostro de la joven se oscureció.
-¿Qué pasará ahora?
-Nada -Lulú le acarició una mejilla-. Darás media vuelta y regresarás a casa. Si llama, estarás ahí para decirle que quieres hablar con él, pero en otra ocasión, cuando esté menos ocupado.
-¿Podemos ir de todos modos? Quiero estar contigo.
También quiso llevar sus dedos al rostro de Lulu, pero una mano firme alimentó la distancia entre las dos.
-No esta noche. Tengo una cita. Mañana podremos vernos.
-Te necesito...
-Dije no.
El tono de su voz era definitivo. Sintiéndose herida, la chica empujó a Lulu y rompió a llorar.
-¡Eres igual que él! ¡No te importo, sólo quieres mi cuerpo!
-No sabes lo que dices... -Lulu y trató de acercarse, pero una bofetada canceló su intento.
-¡También a ti te odio!
No sentía dolor, pero sabía que era necesario fingirlo. Tomándose la mejilla, dio algunos pasos en retroceso.
-Vete ya -le dijo, y dando media vuelta se alejó a toda prisa.


Tyrell me envió un escrito en el que me ponía al tanto del caso. En un principio, creí que la confesión que me habían arrancado no les serviría de nada. Después de todo, yo estaba tan ignorante como ellos respecto del paradero de Lulu. Pero conforme avanzaba la noche y el insomnio devoraba mis horas, supe que mi consuelo era idiota: ellos no habían ido allí por una información que sabían que no tenía; conocían el hecho de que Lulu no era un ser humano, así que lo que buscaban no era cómo hallarla, sino cómo destruirla, es decir, su modo de actuar, sus esquemas de comportamiento, las vulnerabilidades que sólo yo conocía.
Me levanté y encendí la luz. Ansioso, recorrí la habitación. Luego quise salir. ¿Para ir a dónde? No lo sabía. Pero la puerta había sido sellada. Por mi propia seguridad. Derrotado, no tuve más remedio que volver a la cama. Una sola idea, incómoda, execrable, no cesó de repetirse en mi mente: sólo yo había sido capaz de crearla; sólo yo iba a ser capaz de terminar con su vida.

Cuando Lulu regresó al cuarto de hotel, encontró a Hank sentado en la orilla de la cama. Ninguno de los dos ocultó su sorpresa.
-¿Quién eres tú? -preguntó él, poniéndose de pie.
Lulu supo que aquella nota en el cadáver y el mensaje de Estela habían hecho mella en la integridad del detective. Lo vio en sus ojos, que no eran capaces de reconocerla; lo notó en sus manos, que temblaron al llevarse el cigarrillo a la boca.
No le respondió.
Hank echó un rápido vistazo al pasillo, como si esperara ver a alguien más. Al no encontrarlo, dio un par de pasos hacia Lulu, pero no en actitud amenazante, sino inquieto, como desesperado.
No obstante, cuando la vio de cerca, sus ojos se entornaron.
-¿Te conozco?
Lulu apartó la mirada para buscar su bolso, que había dejado sobre la mesa del tocador, justo al otro lado de la habitación. Comprendió que debía actuar rápido si quería llevar a cabo el plan: el hombre no tardaría en reconocerla.
-Yo tampoco te conozco -le dijo, dejando que el abrigo resbalara por sus hombros-, pero nada me gustaría más que conocer lo que guardas ahí dentro...
La expresión de Hank cambió de un instante a otro. Sus ojos se abrieron descomunalmente, su quijada se tensó al límite de su resistencia.
-Eres... Tú eres...
Lulu aprovechó ese momento de confusión para arrojarse sobre el detective. Ambos rodaron por la alfombra. En un momento dado ella estuvo encima de él y se montó sobre su pecho, atenazando sus brazos con las rodillas como había hecho con las víctimas. Pero el bolso aún estaba lejos. Un repentino golpe en su espalda la arrojó contra la pared de la ventana. Hank se puso de pie y desenfundó su revólver. Lulu vio el fogonazo y el impacto le pegó en el hombro.
Primero sonrió. Luego soltó una carcajada cuando el hombre volvió a disparar, acertando esta vez en su estómago.
Hank vio el pie de la mujer proyectándose contra su rostro, pero no tuvo tiempo de evadir el golpe: cayó de espaldas y su mano soltó el arma, que se deslizó hasta el pasillo.
Lulu ya estaba de nuevo sobre de él. Le puso un pie en la garganta y ejerció todo el peso de su cuerpo, asfixiándolo.
-Esta piel es indestructible -oyó que le decía-, pero de nada te servirá ese conocimiento cuando estés en el infierno, maldito violador...
No pudo continuar: un torrente de electricidad le recorrió el interior, debilitándola en instantes. Su cuerpo se descompuso en espasmos y se vino abajo con estrépito. De pronto no era más que una cosa del mundo, una cosa inmóvil, pero capaz de registrar lo que ocurría en el entorno.
Hank se levantó con dificultad, tosiendo a causa de la asfixia. Lulu, inútil en el piso, vio el artefacto en la mano de aquel hombre, esa rara confección del acero que apuntaba hacia su rostro, que le escupía una nueva descarga, que laceraba su cuerpo, cada vez más insensible.
-Sí, tu piel es indestructible... pero no tus entrañas.
El detective se puso en cuclillas, se acercó a centímetros de su rostro.
-Nunca debiste darle la espalda a tu creador: él conoce tus debilidades.
Tosió de nuevo. Se deshizo un momento el arma para aflojarse la corbata. Luego la recuperó.
-Y hablando de creadores, leí todos tus mensajes, pero antes de acabar contigo quiero que sepas que no eres Dios: no serás tú quien juzgue mis actos.
El arma se hundió en su vientre, y una nueva descarga, quizá la última, la acometió sin remedio.
Entonces se oyó un disparo. El hombre soltó aquel artefacto y la fiebre eléctrica cesó de pronto para alivio de Lulu, que fue testigo del dolor en ese rictus del cuerpo que un instante después cayó de costado, dejando el campo libre a la visión de una joven con un revólver humeante entre sus manos.
Ahora eran dos cuerpos los que ocupaban el piso de aquella habitación. Pero la sangre que empezó a cubrir la alfombra manaba solamente de la espalda del hombre, que se resistía a creer en esa imagen imposible.
-Estela... Tú...
-Yo -le respondió la joven con el gesto contraído-. Yo seré quien te mate antes de que sigas acabando con todo lo que me queda. Con lo único que me dejaste.
Las manos firmes apuntaron el arma. El dedo se tensó contra el gatillo. Y el fuego del láser borró para siempre el rostro que la chica aborrecía.

Arrastró a Lulu con dificultad por el corredor del hotel. Aquel cuerpo pesaba como un mal recuerdo, pero sus ojos parecían suplicarle que no la abandonara. Estela conocía el lugar, así que no le fue difícil dar con la salida de emergencia. Cuando salieron al callejón desierto, la chica vio de reojo las luces de una nave que se posaba en tierra a un costado del hotel.

Se había quedado sin fuerzas. No tuvo más remedio que ocultarla entre los depósitos de basura. Se recostó a su lado y le acarició el cabello cariñosamente. Lulu no pudo más que mirarla y dejar que aquellos labios intimaran con sus mejillas aún insensibles.
-No te preocupes, no te abandonaré. Ya oíste que eres lo único que me queda.
Los labios de Lulu se movieron apenas, como ensayando una respuesta.
-Descansa -le dijo la chica-. No sé cómo, pero te llevaré a casa.
-No -musitó Lulu haciendo un gran esfuerzo por vencer la rigidez de sus músculos-. Tu casa no...
-O a cualquier otro lugar. Tú descansa, que yo me haré cargo.

El reportero habló con su editor desde una cabina telefónica en el interior del hotel y le pidió que parara la impresión del diario.
-Mandemos al diablo a los polizontes: tengo la noticia del año.
Había seguido a Hank cuando éste abandonó la escena del asesinato de la tercera víctima. Estacionó su vehículo un par de calles lejos del hotel y llegó a tiempo para ver cómo el detective violaba la cerradura de la habitación. Luego salió nuevamente a la calle y trepó en el muro para asomarse por la ventana. Lo vio fumar ansiosamente y un rato después escuchó que hablaba con alguien. Era la prostituta de la grabación. Luego fue testigo de aquella pelea y de la muerte del hombre a manos de una segunda mujer que apareció de la nada. Lo tenía todo en video. Cuando la chica tomó por los sobacos el cuerpo de la mujer inmóvil para sacarla del lugar, el reportero abandonó su puesto y fue a llamar a un fotógrafo. La historia lo haría famoso.
Regresó a la habitación, que ya estaba llena de curiosos, y le ordenó al hombre de la cámara tomar algunas placas desde ciertos ángulos, incluido aquel desde el cual había presenciado el asesinato. Justo al finalizar la sesión fotográfica, se escucharon las primeras sirenas de la policía.

El taxi las dejó a la entrada de los departamentos. Un muchacho de expresión ausente y relajada por la droga les abrió la puerta.
-Se pasó de copas -le dijo Estela a manera de disculpa.
La llevó hasta la recámara y la desnudó. Las marcas del láser habían quemado ciertas zonas de su piel, pero eso era todo.
-¿Cómo te hiciste esto?
Exhausta, se tendió a su lado. Le pasó un brazo sobre el pecho; le acercó los labios al oído.
-Te quiero -le dijo.
Lulu entrecerró los ojos y supo al fin lo que era soñar.

Tras varias semanas de encierro, Tyrell decidió que ya no había peligro. Un mensajero fue hasta el laboratorio y me extendió una tarjeta escrita a mano:
Lo esperan en recepción de visitas.
A pesar de su juventud, Estela tenía un cuerpo hermoso. La observé con curiosidad mientras ella mantenía la vista clavada en los jardines centrales de la Corporación, teñidos de ámbar a través de los cristales tornasol.
Me sonrió con cautela. Prolongó su silencio, como estudiando mis rasgos, y finalmente me entregó la carta en la que Lulu me explicaba los detalles de la historia.
-Me pidió que se la entregara personalmente.
Quise saber cómo estaba, en dónde se encontraba, qué era lo que pensaba hacer. La chica se limitó a señalar el sobre que yo mantenía entre mis manos y se disculpó diciendo que no tenía más información.
-Todo lo demás está ahí -señaló antes de partir.
No resistí más y abrí el sobre. No había duda de que Lulu lo había escrito: los rasgos de su letra eran inconfundibles. Supe entonces la parte del relato que no contaban los diarios. Y no la contaban porque el reportero había muerto en circunstancias aún más extrañas que el detective. El hombre había enviado al fotógrafo al diario para que imprimieran las imágenes de la víctima y se había decidido a husmear en los alrededores del hotel en busca de la chica misteriosa y de la otra mujer. Las encontró al doblar el callejón. La luz de su linterna iluminó el rostro de Estela, que parecía aterrada; luego encontró a Lulu, quien simplemente le sonrió antes de atenazar su cuello con la única mano que obedeció sus deseos. La policía lo encontró minutos más tarde, su cadáver como una marioneta inservible en el fondo de un bote de basura.

Deben haber pasado un par de semanas más antes de que Lulu recuperara del todo el control sobre su cuerpo. Ignoro si volvió a las calles, aunque presumo que el instinto le aconsejó esconderse. Hace algún tiempo pensé que jamás volvería a saber de ella; hoy sé que los caprichos del azar, tarde o temprano, me llevarán de nuevo a su encuentro. Sólo debo sentarme aquí y esperar a que los trabajos de ese inmenso mar que es el tiempo la traigan de regreso.

4 Comments:

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