lunes, noviembre 21, 2005

Sobre el gris de las paredes había anotaciones de todo tipo: números telefónicos, nombres, glifos a los que el tiempo les había borrado el sentido, claves secretas de antiguos residentes. La desnuda lámpara de neón blanquecino bañaba un breve sector del cuarto, dejando los rincones vacíos en penumbras. Al centro, apenas una mesa y una silla esquelética derribada a un costado parecían señalar las últimas cosas que sostuvieron el peso de aquel hombre antes de que se convirtiera en esa forma sin vida que yacía sobre la duela.
-Toma una foto del rostro -pidió el detective, señalando con un gesto al ayudante del forense hincado junto al cadáver-. Necesito esa expresión.
-Creí que lo habías olvidado, Terry. -Laurie Bennet, de pie junto a él, guardó la libreta electrónica en un bolsillo interior del saco-. Tu colección...
-Este fiambre vio a su ejecutor -Terrence Walker encendió un cigarrillo-. El miedo está en sus ojos, y no siempre es el mismo para todos.
El equipo de camilleros ingresó en la habitación cuando el fotógrafo tomaba las últimas placas. Dos tipos fornidos envolvieron el cadáver en una bolsa de grueso látex y cargaron con él en dirección a la salida, franqueada por reporteros y curiosos que lo observaban todo entre murmullos.
-Quédate aquí -le ordenó el detective a su asistente-. Asegúrate de que rastreen todos los rincones. Quiero un informe detallado por la mañana.
Laurie lo miró con gesto divertido.
-Te tomas demasiado en serio aquello de que las paredes oyen...
-Además necesito que las hagas hablar.

El despliegue policiaco hacía denso el ambiente a las afueras del edificio. Terrence saludó con un ademán a un par de oficiales y se introdujo en el volvo aéreo. Oyó su nombre en el altavoz del tablero y respondió cansadamente su código de identificación. La operadora le anunció que el comandante deseaba hablar con él. Terrence emitió un breve suspiro y tomó la llamada.
-Walker -la voz rasposa dibujó el rostro de un anciano en la pantalla-, dime lo que estoy esperando oír.
-Ahí tienes otra vez a tu asesino -respondió el detective sin dejar de activar el mecanismo de encendido del vehículo-: la herida en el frente, al centro del pecho; nada de sangre, nada de vísceras: una muerte limpia. La víctima lo vio; lo conocía; le abrió la puerta: no hay señales de forcejeo ni cerraduras violadas.
-El tercero en un mes -la tos del comandante saturó los altavoces-. Tenemos encima a toda la prensa de Los Angeles.
Terrence, incómodo, carraspeó un poco.
-No quiero que haya más pistas en las mesas de café que en nuestros archivos: Dios sabe de dónde saca esa gente tanta información. Estoy pensando seriamente en contratar reporteros...
“Maldito vejete” pensó Walker dando una nueva calada a su cigarrillo. “No le basta con estar sentado todo el día cultivando las larvas de su apestoso trasero: quiere que los demás olfateemos su peste”.
-Consígueme un culpable y hazlo pronto -continuó el hombre en la pantalla-. No me importa si lo inventas o si tú mismo confiesas ser el autor de toda esta mierda: necesito respuestas ya.
El rostro del comandante se disolvió súbitamente en el azul del cuarzo líquido.
-Corta la comunicación -ordenó Terrence a la computadora. Enfadado, pulsó el botón de arranque y la nave se sacudió un poco antes de elevarse en la noche sin lluvia.

Laurie, sentada frente a la pantalla de su computadora portátil, recargó los codos sobre el escritorio y se talló los párpados. La taza de café se había enfriado sin que hubiera podido siquiera darle un sorbo. Se arregló un mechón de cabello detrás de la oreja y repasó lentamente el informe que recién había terminado de redactar. No la convencía. A través de la ventana vio las luces de la ciudad que se hallaba en silencio. Estaba exhausta: horas y horas de teclear el documento y nada había en él que justificara las formas de esa muerte. El modus operandi era el mismo de los asesinatos anteriores: un cuarto vacío en un arrabal innominable; un sólo orificio de láser en el tórax de la víctima; ni una sola huella en el escenario que no fueran las del propio cadáver; una mujer en un cálido departamento de la Sexta, desaliñada y con el vientre inflamado frente a la misma estúpida computadora, con muchos más problemas que aquellos tres muertos inútiles hechos de terminajos técnicos que ni siquiera conseguían describirlos a cabalidad.
De alguna manera derrotada, la joven se incorporó lentamente y fue al baño para aliviar un poco el dolor de su intestino lacerado por tanta interrogante. Cuando estuvo de vuelta, el color en la pantalla había cambiado para avisarle que había recibido una carta. Pulsó una tecla para abrir la ventana del correo y descubrió un mensaje cuyo encabezado la aterró:

EL CUARTO CADÁVER TENDRÁ LA RESPUESTA

El cuerpo del mensaje no era menos sorpresivo:

Nada ganas sin dormir. Pero cuidado, porque una vez que cierres los ojos la cuarta víctima te acompañará en el sueño. ¡Y mira que no ha querido pegar ojo en una semana! Ya tendrá tiempo de descansar. Toda la eternidad. Mientras tanto, harías bien en cubrirte esas piernas: es una noche fría.

Laurie bajó la vista y vio el pequeño bulto de vello que asomaba a la orilla de su pantaleta, la única prenda que vestía de la cintura para abajo; luego llevó sus ojos nuevamente a la pantalla y finalmente miró de reojo la ventana abierta: a lo lejos, en la esquina del parque tenuemente iluminado por el ámbar de neón, el perfil del hombre se recortaba en una sonrisa.
Un tenaz escalofrío le recorrió la espalda, pero no la inmovilizó: sin dejar de observar al hombre que esta vez le ofrecía un descarado saludo, buscó el arma en un cajón del escritorio. No estaba allí. Como si el otro le hubiese adivinado el pensamiento, sacó una de las manos que guardaba en los bolsillos de su chaqueta de cuero y le mostró el brillo metálico del revólver oficial. Presa del miedo, la detective Laurie Bennet vio cómo aquella figura burlona le apuntaba y fingía dispararle una, dos, tres veces al pecho, que ella cubrió en un ademán absurdo. Finalmente, a la manera del cowboy, la boca de labios cuarteados por el frío sopló el humo imaginario que despedía el cañón del arma y la guardó nuevamente antes de desaparecer por el sendero que se perdía entre la oscura zona de follaje.

-¡Saca de mi casa a esta partida de idiotas!
Laurie señaló con mirada furiosa a los hombres uniformados que observaban a hurtadillas el interior de la recámara y que hacían lo imposible por disimular su interés por la figura semidesnuda que les había confiado ese odio repentino.
Terrence le guiñó un ojo al oficial más próximo y pronto el silencio volvió a la recámara.
-Quizá debas llamar a una amiga y pedirle que te deje dormir en su casa esta noche.
-Sabes perfectamente que no conozco a nadie en este lugar.
-Entonces pasarás la noche en la jefatura. -El detective hizo el intento de encender un cigarrillo, pero Laurie lo atajó:
-Aquí no.
Terrence frunció el ceño en clara actitud de fastidio, pero igual se guardó la cajetilla nuevamente.
-Sé que fue difícil lo que acabas de pasar, pero la histeria femenina no estaba entre los requisitos para ingresar en la academia...
-No necesito tus sarcasmos. Ese hombre pudo haberme disparado y ahorita estarías tomándole fotos a la cara de una muerta.
-Pero no lo hizo.
-No quiso hacerlo.
El oficial en jefe asomó a la recámara con expresión avergonzada. Llamó a Terrence con un gesto y se dio la media vuelta.
El detective lo siguió. Antes de abandonar la habitación se volvió hacia Laurie.
-Quiero que te vistas y dejes de poner nerviosos a mis hombres. Pero no toques nada. Busca una bata de baño o algo que esté a la mano. Y decide a dónde quieres ir-. Hizo una breve pausa y luego habló con voz ligeramente baja-: O duermes en la jefatura o en mi departamento; tengo un sofá muy amplio... y quepo en él perfectamente.
Laurie lo miró y asintió en silencio.

-¿Cuándo fue la última vez que viste tu arma?
Las cambiantes luces del tablero se reflejaban en el rostro inexpresivo de Terrence mientras conducía la nave a través de la niebla que había comenzado a disiparse. Laurie miraba el exterior: la memoria de aquellos ojos fijos en ella desde la calle no cesaba de reproducirse como una cinta sin fin.
-Ayer por la noche. No es la única: hay otra en el buró y una más en el baño. Pero él sabía lo que iba a pasar: el muy cabrón sólo robó la del escritorio.
Terrence giró el volante y la nave viró suavemente hacia la izquierda, respetando la vía imaginaria señalada en el cuadrante.
-No hay rastro del hombre en tu departamento.
-Y sin embargo, sabe incluso mi dirección de correo...
-Tampoco hubo manera de seguir esa pista. Seguramente usó uno de esos artefactos capaces de ingresar a tu unidad en forma remota. Se puede decir que te escribió desde tu propia computadora. Pudo hacerlo incluso desde una cabina telefónica.
El ámbar luminoso de la ciudad había quedado atrás. A través de la ventanilla, Laurie pudo ver que se dirigían a las zonas residenciales de los suburbios del sur.
-¿Hace cuánto que ingresaste en la jefatura?
Laurie lo miró de reojo con un gesto de ironía.
-Tú no puedes estar preguntando eso...
-¿Ah, no? ¿Y por qué, si se puede saber?
-Conoces de cabo a rabo mi documentación. No pides un ayudante sin hacerlo.
Terrence le sonrió de soslayo.
-¿Sabes lo que es la cortesía?
Una señal en la pantalla del tablero empezó a destellar. La nave redujo la velocidad y se detuvo sobre el terraplén frontal de una pequeña residencia.
-Aterrizaje -anunció el detective. La nave cambió a modo automático y descendió suavemente hasta posarse en el solar, al lado de un Albatros color azul marino.
-Apertura.
Con un siseo amortiguado, la computadora destrabó las cerraduras y ambas puertas se entreabrieron al mismo tiempo. Terrence rodeó el vehículo para ayudar a Laurie a descender. De reojo le miró las piernas, apenas cubiertas por la bata térmica. Laurie lo notó, pero no hizo nada por cubrírselas.
Frente a la entrada principal. Terrence introdujo el anular en el orificio de reconocimiento y pronunció su nombre en voz alta. El portón se abrió en silencio, al tiempo que el interior de su hogar se iluminaba.
-Aquí estarás a salvo. Alguien nos observa desde arriba todo el tiempo... -llevó sus ojos hacia el cielo-, y no es Dios. Si un intruso se acerca a menos de 10 metros del zaguán, la caballería no tarda más de dos minutos en rodear el lugar.
-Los vecinos deben odiarte.
-Si llegaran a morir de envidia, saben que aquí estoy para hacer las indagatorias.

Terrence le ofreció un vaso con ginebra y se acomodó a su lado. Laurie ensayó un gesto de agradecimiento y apoyó la bebida en su regazo. La presencia del oficial nunca la había incomodado, pero tampoco había estado de noche en su propia casa y menos vestida apenas con una bata de baño que sugería de su cuerpo más de lo que conseguía ocultar.
-El viejo está insoportable. Sabe que está a un tris de la jubilación y no quiere largarse en medio de un escándalo. Para él, la gente puede morir de lo que quiera, pero en esta ciudad no volverán a hacerlo de forma tan violenta, no sin que antes él nos asesine con sus propias manos.
Ambos bebieron. El alcohol era fuerte. Laurie sintió que una especie de fogonazo le bajaba por el estómago, pero escondió su malestar detrás de una sonrisa.
-Te ayudará a dormir -le dijo Terrence, guiñándole un ojo.
Una voz impersonal, apenas femenina, llenó la habitación para anunciar que la comunicación con la jefatura estaba abierta.
Terrence se incorporó en el asiento y dijo en voz alta su código de identificación.
-Jefe -le respondió en seguida un hombre joven de timbre claro y académico-, revisamos ya las grabaciones de seguridad en los alrededores de la casa de la detective Bennet. Hay algo que puede interesarle.
Terrence miró a su acompañante y dejó su vaso sobre la mesa de centro para dirigirse al videoteléfono. El hombre uniformado le sonrió en la pantalla y desvió su vista hacia el vacío. La imagen monocromática de una cámara emplazada en la punta de un mástil a las afueras del departamento de Laurie Bennet mostró la figura diminuta y apenas reconocible entre las sombras a la orilla del parque. El hombre miraba hacia lo alto, seguramente hacia la ventana, y parecía saludar; luego introdujo la mano izquierda en la chamarra y extrajo un arma, con la que apuntó hacia un sitio que se hallaba fuera de foco. La imagen sufrió una serie de distorsiones y, segundos después, recuperó el momento en el que el hombre se adentraba en el parque. En la pantalla reapareció el oficial:
-Hay otra toma, es de una cámara situada al este del escenario. Me gustaría que la viera...
Esta vez la imagen mostró un enfoque panorámico del parque desierto. En instantes, la figura ingresó en la toma desde la esquina superior derecha de la pantalla. Caminaba con paso firme, seguro; pero no denotaba prisa alguna. Unos metros más adelante se detuvo frente al kiosco que señalaba el centro del parque y allí permaneció, inmóvil, como si un recuerdo o una voz lo hubieran detenido. Y entonces ocurrió: la figura quieta, casi pétrea en mitad del sendero, de pronto se desvaneció.
-¿Lo ve? -la voz del oficial se dejó escuchar mientras la pantalla mostraba la imagen del parque desierto, repentinamente espectral-. Observe el time code de la grabación: el conteo no se detiene, sigue así por horas; luego se ve pasar una pareja, y nada más. Todo lo que sigue es la misma imagen que usted ve en este momento. Nada vuelve a ocurrir.
El rostro del oficial volvió a concretarse en la pantalla.
-La grabación se envió al laboratorio. Se le hicieron estudios. No hay truco, no fue manipulada por ningún medio, al menos conocido. El margen de error es de cero.
Terrence buscó su bebida, pero no estaba al alcance. Llevó una mano a su cuello y masajeó, meditabundo.
-¿Alguien más ha visto esta grabación?
-Fuera de la gente del laboratorio, sólo usted y yo.
-Hazme un favor: envíame una copia y confisca el original. Te hago responsable de que nada de esto llegue a manos de la prensa. Manda algunas unidades a que registren los archivos de los estudios de edición de las cadenas de televisión y casas productoras. No importa cuánto tiempo tome. Pide a los del laboratorio que procesen una toma lo más clara posible del rostro del sospechoso y que contrasten su morfología con los archivos de la base de datos. ¿Está claro?
-Muy claro.
-Hecho. Te veo por la mañana.
El rostro se desvaneció.
-Es imposible.
La voz de Laurie, de pie junto a Terrence, lo sobresaltó. No había notado su presencia. Miró su silueta a contraluz y olió de cerca el perfume de su pecho, que se hallaba a centímetros de su rostro.
-¿Lo viste?
Ella asintió. Tenía el vaso de ginebra entre las manos; se lo llevó a los labios y lo agotó de un trago. Lo abandonó sobre la mesa junto al aparato de comunicación.
-Eso era... un fantasma.
Terrence soltó una carcajada y se puso de pie.
-Tú dices fantasma -la tomó por los hombros-, yo digo holograma. Lo que viste... lo que vimos, bien pudo haber sido una proyección, un hombre desplazándose por un estudio incluso a cientos de metros de la acción. Por eso se quedó quieto de pronto, como si le hubieran ordenado hacerlo, y luego el operador desconectó el proyector. Es caro, pero fácil de hacer.
Luego ninguno de los dos habló. Terrence llevó ambas manos hacia la nuca de Laurie y la atrajo hacia sí. El alcohol había fraguado una suerte de abandono en su cuerpo y ella apenas opuso resistencia. Se dejó besar. Las manos del detective, de pronto ansiosas, le buscaron la espalda, el nacimiento de las nalgas que la delgada tela volvía tersas. Ensayando pasos como de un baile impreciso, sin despegarse de sus labios, la llevó hasta el sofá, donde la obligó a tenderse de espaldas mientras deshacía apresuradamente el nudo de la bata, que se abrió, dejando al descubierto los senos de pezones erectos a través de una blusa de cama casi transparente. Los acarició. Laurie jadeó un poco, pero lo dejó hacer. Ahora una de las manos del hombre descendió por su vientre y encontró la suavidad del vello púbico que asomaba por la orilla de la pantaleta. La mano siguió su curso hasta llegar a la carne blanda de sus labios vaginales, que se abrieron para mojar los dedos del detective, absorto también en la barbilla de Laurie, que había entrecerrado los ojos, presa ya de un éxtasis inevitable. La lengua del hombre persiguió las huellas que su mano había ido dejando sobre la tibieza de la carne y alcanzó la entrepierna, donde lamió el deseo que se escurría para mojar el oscuro orificio entre las nalgas que minutos después ya penetraba con violencia.
Un escalofrío eléctrico sacudió el cuerpo de Laurie cuando el hombre que la poseía comenzó a alternar rabiosamente los embates entre el culo y la vagina, que segundos después expulsó un chorro de fluido transparente mientras la mujer se debatía entre espasmos y gritos apagados. El detective, jadeante, la dejó descansar un momento. Luego la tomó por los cabellos y le puso bruscamente el miembro grueso y humedecido en la boca. Laurie chupó frenéticamente aquella carne endurecida y un instante después vino el violento baño seminal que le inundó la garganta.

Una vez que hubo recuperado la calma, Laurie, presa de un súbito pudor, comenzó a buscar su ropa. Terrence, a su lado, se frotó los ojos y suspiró ruidosamente.
-Ahora hay que descansar, que mañana nos espera ese maldito fantasma. -Se terminó de quitar el pantalón, que estaba enredado en sus tobillos. Miró a Laurie cariñosamente-: Supongo que podremos dormir en la recámara.
-Terry, dirás que soy extraña, sobre todo después de esto -echó una ojeada a la sala revuelta-, pero no acostumbro compartir mi cama con nadie. No eres tú, es sólo la costumbre...
-Descuida, he conocido gente más exótica.
-Soy muy loca para dormir, así que es por tu bien.
-No importa, ven. -La tomó por un brazo (ella apenas alcanzó a recoger su bata) y la llevó a la recámara. Fue al armario y regresó con un juego de sábanas limpias, que arrojó sobre la cama-. Si necesitas algo, despiértame con confianza.
Intentó darle un beso en la boca, pero Laurie le escondió los labios y le ofreció la mejilla. Terrence sonrió.
-¡Vaya con el recato! -exclamó en voz baja-. Buenas noches, gentil dama.
Cerró la puerta tras de sí.

Pocas veces había visto un rostro tan hermoso: todo en él era arrogancia, desaire, la más acabada forma del desprecio. Pero la belleza cincelada en sus facciones la imantaba. Ni siquiera la miró al pasar: como una farsa de la psique adolescente, el joven trascendió la salida del salón de clases, dejando a sus espaldas una estela de dolorosa inquietud. Laurie se levantó de su asiento y fue tras él. Lo vio cruzar el pasillo a esa hora solitario y alcanzar el umbral del gimnasio de hombres, en el que se introdujo sin volver la vista atrás. Laurie, de pie en la puerta que se hallaba abierta de par en par, descubrió al fondo las formas imprecisas de otros hombres que se desplazaban en medio del vapor como entes empujados por el azar. En una esquina estaba él. Densos chorros de agua caliente envolvían su cuerpo desnudo, de proporciones magníficas, que sus manos frotaban con una morbidez cercana a la lujuria. Ella sabía que en la realidad del sueño, el deseo impostergable por tocar su piel la obligaría a caminar a su encuentro, a estirar el brazo, a dejar que las yemas de sus dedos buscaran intimar con la humedad de aquel ser elusivo que hasta ese momento la había ignorado, pero que en esta ocasión giró sorpresivamente el cuello para mirarla como se mira uno a sí mismo ante el espejo, desligado del asombro, sin misterio.

Y ella vio su mirada, su propio rostro.

Despertó a la inquietud trasmutada en horror que la madrugada le había deparado, y entonces descubrió de nuevo aquellos ojos fugados desde el sueño, aquellos mismos ojos que hacía apenas un instante le pertenecían a su rostro pero a partir de los cuales una forma humana había empezado a figurarse en la penumbra quieta de la habitación. Y aquella cosa que ya era un hombre, detenido al pie de la cama, se llevó el índice a los labios para cancelar el grito que ansiaba su garganta.
-No -le dijo ella en un susurro-, tú no puedes estar aquí.
En el rostro del hombre se dibujó una sonrisa de muchas maneras siniestra. Y ella comprendió que esa presencia, una vez más, ya era inevitable.
La enorme figura se movió entre las sombras y abrió lentamente la puerta. Luego, con paso cauteloso, se dirigió hacia el sofá en donde Terrence dormía.
Laurie abandonó la cama de un salto, pero al pretender dar un paso hacia la puerta cayó de rodillas sobre la alfombra. Aterrada, descubrió que su cuerpo, de una rara consistencia coloidal, parecía consumirse cada vez que intentaba cualquier movimiento. Así que ella, ahora, era una vez más el sueño, y aquel ser, proyectado en la noche desde el fondo de su mente artificial, se había transformado en la única realidad.
Gimiendo de impotencia, nada pudo hacer para evitar que el hombre, de nuevo un asesino, se desplazara en silencio hasta detenerse a un lado de Terrence, que de pronto esgrimió el arma oculta bajo su almohada.
-No te muevas -le dijo a la callada figura que lo observaba- o te parto el alma.
Laurie sabía lo que ocurriría a continuación, por eso cerró los ojos en un vano intento por quebrar el hechizo, por revertir las circunstancias del atroz ensueño.
Y así, en la falsa noche de sus apretados párpados, escuchó los dos disparos que el arma del detective le escupió a su agresor. Fue un acto inútil: el fuego invisible, letal para cualquiera, traspasó el cuerpo de aquel ente imposible y astilló con estrépito el cristal de la ventana que exhibía el jardín a sus espaldas. El estruendo de las alarmas se dejó escuchar, horrísono en la aparente calma de la madrugada.
A Laurie no le costó trabajo imaginar la expresión horrorizada de Terrence, quien no alcanzaría a comprender lo que estaba ocurriendo, pues el láser, implacable esta vez desde el arma de su compañera, le borró para siempre esa imagen insoportable.

No había exagerado: uno o dos minutos después de activadas las alarmas, al menos una docena de patrullas se desplegó en los alrededores de la residencia. Los miembros de un equipo de las unidades especiales, armados con escopetas de alto calibre y lentes infrarrojos, ingresaron rápidamente en el lugar. Hallaron a Laurie semi inconsciente, tirada aún a un costado de la cama. La silueta de tonalidades verdosas que ocupaba el sofá era el cadáver de Terrence. El oficial que lo descubrió se despojó del casco y ordenó a gritos que encendieran las luces. El sensor de reconocimiento de voz registró ese último vocablo y al instante la habitación se iluminó. Con los dedos pulsando la muñeca de la mano que aún sostenía el arma, el oficial dudó un momento y al final se decidió por pedir una ambulancia, que sabía innecesaria.

Laurie despertó aquella mañana bajo el hiriente resplandor de los reflectores. Un miedo súbito se alojó en su mente cuando intentó estirar los brazos y se supo inmovilizada. Pensó que de nuevo aquella pesadilla había regresado, pero entonces descubrió las ataduras en brazos y piernas, la inequívoca desnudez de su cuerpo, los rostros de los hombres en bata de laboratorio que no dejaban de observarla.
-¿Qué está pasando? -se atrevió a preguntar.
Los hombres se miraron entre sí y uno de ellos hizo un comentario que le pareció incomprensible.
Un momento después, la puerta de la habitación se abrió y un hombre, evidentemente uno de los detectives de su propia unidad, ingresó acompañado por un par de oficiales ataviados con el uniforme reglamentario.
El detective se detuvo a su lado.
-¿Sabes quién eres? -le preguntó.
Laurie dijo su nombre y su matrícula.
-¿Puedes decirme qué está ocurriendo? -preguntó después.
El hombre le entregó una mirada vacía de sentimiento y se llevó una mano al bolsillo interior de su saco.
-Detective John Maitland -le respondió, mostrándole su identificación-, teniente de la unidad 54 de las fuerzas especiales de la ciudad de Los Angeles. Estás bajo arresto acusada de la muerte de Terrence Walker, oficial adscrito a esta misma unidad. Eres, además, sospechosa de haber dado muerte a otros tres hombres.
Incrédula, Laurie desvió su vista hacia las ataduras que la mantenían inmóvil; luego volvió a mirar al detective y a los otros hombres, que observaban todo en silencio.
-¡Pero eso es imposible! -le espetó-. Debe haber un error. Además... estás violando el reglamento: el fuero interno me protege del arresto; un oficial de la policía no puede ser privado de su libertad sin un juicio de por medio...
-Las leyes aplican para los seres humanos -la interrumpió el detective-, y tú no lo eres.
Laurie enmudeció. Aquello sobrepasaba los límites de su entendimiento.
-Eres un androide -prosiguió el hombre-, un Nexus 6 asignado a las Colonias. Tu tarea original era proporcionar diversión a los colonos en el sector de tolerancia. Eras, en pocas palabras, una prostituta. Fuiste raptada hace algunos meses y traída a la Tierra en forma ilegal. Tu cerebro fue modificado para obligarte a cometer asesinatos cada vez que recibías una orden desde un lugar remoto.
-Los sueños -murmuró ella, que no entendía nada de lo que le decían.
-Los Nexus no sueñan -replicó el oficial, que la había alcanzado a escuchar-. Lo que padecías era un bloqueo, una hibernación forzada que generaba en tu mente una alucinación preestablecida...
-Una alteración en el mecanismo de los sentidos te hacía creer que no eras tú lo que veías -dijo uno de los hombres de bata, pero se interrumpió al ver que el detective le dedicaba una mirada inquisidora.
Laurie cerró los ojos. Nada de eso podía estar ocurriendo. Se puso a recordar, no sin nostalgia, las tardes en Wisconsin, la caricia del viento al correr por la pradera, el pie de manzana de la abuela Karen y aquella vez que lloró cuando hallaron a Randy, el labrador de suave pelaje, ahorcado en la reja del establo. Ansió de nuevo las tardes en la universidad, la cariñosa rudeza de Mitchell al besarla, al estrujar sus senos detrás del árbol en el jardín botánico. Y deseó, como creyó que nunca lo había hecho, volver a aquella tarde en que siguió al muchacho del que se había enamorado hasta el interior del gimnasio en el que se bañaban los miembros del equipo de futbol después de cada encuentro, y ver nuevamente su cuerpo desnudo, tan hermoso en medio del fragante vapor de las regaderas, y tocarlo como lo hizo movida por el atrevimiento del que nunca se había creído capaz, y ver otra vez esos ojos incrédulos, brillantes, que a partir de ese instante la descubrían cada noche, en cada sueño...
El detective no esperó a que abriera los ojos para hablar con voz firme:
-Vine aquí para informarte que, debido a tu condición de androide en situación de rebeldía, quedas sujeto a la Ley I. A. de consignación de unidades de riesgo, que dicta tu separación de la sociedad e inmediata eliminación sin posibilidad de apelación por parte de Industrias Tyrell. Los responsables de la Corporación, aquí presentes, han sido testigos de la lectura de este mandatorio y quedan obligados a privarte de tus funciones y ejecutar la orden de eliminación en un plazo no mayor a veinticuatro horas.
El detective guardó nuevamente su identificación.
-Eso es todo -dijo antes de dar media vuelta y salir de la habitación.
Laurie abrió los ojos para ver la espalda a los oficiales que se alejaban por el pasillo. Luego, con voz débil, se dirigió a los hombres que la rodeaban:
-No soy una prostituta, no he asesinado a nadie. Soy un detective.
Pero ninguno de ellos le respondió.

Fui invitado a atestiguar la extracción del chip biomolecular que había corrompido el cerebro de la Nexus. Durante la operación, ella estuvo consciente de todo lo que estaba ocurriendo. Vio con ojos fríos la punta del escalpelo robótico que le perforó la zona craneal de la frente, y no perdió detalle de las manos que obraron dentro de su cerebro para extraer esa pieza negra de confección desconocida.
-¿Terminaron? -preguntó con la voz ralentizada por la falta de energía.
Los ingenieros la ignoraron. La pieza fue llevada al laboratorio contiguo, donde la esperaba el equipo de análisis. Se había dispuesto una cámara de vacío custodiada por hombres armados. Todos ahí sabían del peligro que representaba echar a andar aquella cosa. Por eso, en silencio, la cámara fue sellada y sólo un Nexus de apoyo permaneció en el interior para conectarlo al generador de energía.
Lo que ocurrió a continuación nos quitó el aliento: un haz de luz surgió del chip y proyectó al fondo de la cámara una mancha temblorosa que poco a poco se transformó en la figura de un hombre. No sé describirlo; de hecho, más tarde, ninguno de los que presenciábamos la escena pudimos ponernos de acuerdo acerca de lo que habíamos visto. El ser proyectado a partir de aquel aparato tenía mil rostros y ninguno, y sólo hasta revisar la grabación supimos que el hombre que nos miraba a todos con el gesto de una fiera al acecho era el Nexus que hacía tiempo había escapado de la Corporación antes de ser ejecutado, el mismo que había alterado las funciones de otra de las unidades que meses después había asesinado a varios de mis colegas en retiro.
La figura amenazante profirió un par de insultos y comenzó a golpear el grueso cristal blindado que lo separaba de nosotros. Entonces descubrió al Nexus de apoyo. Con una mano se alzó la chaqueta de cuero y extrajo el revólver que había robado a Laurie. El Nexus en el interior estaba desarmado y nada pudo hacer para evitar que el láser lo borrara. Afuera, los guardias de seguridad se estaban poniendo nerviosos. Un segundo disparo se estrelló contra el cristal, que se mantuvo intacto, no así en el siguiente impacto, que dibujó una araña en la superficie blindada.
Algunos elementos, presas del miedo, abandonaron atropelladamente la sala. El ingeniero en jefe, al principio indeciso, optó al fin por ordenar al operador de la computadora que estableciera una conexión directa entre el chip y el cerebro de Laurie, que había cerrado los ojos con una estúpida expresión soñadora. Los hombres del laboratorio actuaron con rapidez: una vez que el cerebro de Laurie hizo contacto con el mortal aparato en el interior de la cámara, se inició la ejecución: la Nexus, sometida al choque del alto voltaje, expiró en silencio al tiempo que la figura al otro lado del cristal también se desvanecía.
Uno de los guardias se acercó a la ventana y tocó el vidrio con una mano: el último disparo casi había conseguido perforarlo.

Al día siguiente, Tyrell recibió la visita poco cordial de los agentes federales. La extracción del chip se había realizado al margen de su conocimiento, pero eso no era lo peor: el hecho de que se inhabilitaran las funciones del aparato invasor les había impedido establecer un rastreo del autor intelectual de los asesinatos. El anciano, previendo las consecuencias que tendría aquella situación extraordinaria, puso sobre aviso a los abogados de la Corporación, así que el intento de juicio por interferir en las tareas de la policía quedó anulado casi de inmediato.
Tyrell me llamó a su oficina un par de semanas después. Se le notaba preocupado, como pocas veces en su vida. Su rostro era sombrío; había vuelto a fumar.
-He dado inicio a un proyecto que aborrezco -me dijo, entornando los ojos que se veían enormes detrás de los espejuelos-. Y lo aborrezco por una razón muy sencilla: toda mi vida la he dedicado a preservar la existencia de los seres humanos, creando réplicas que los sustituyen en las tareas que ponen en peligro su vida. Y cuál es el resultado... -hizo una pausa para reordenar algunos documentos que estaban esparcidos sobre su escritorio-: la máquina se ha vuelto en contra del hombre.
-Has actuado correctamente -dije, no muy convencido de mis argumentos-. Ha sido un error del propio hombre lo que ha ocasionado todo esto.
Tyrell me dedicó una mirada larga y pensativa.
-Es posible -dijo al cabo de unos segundos-. Muchos dirán que hemos interferido en la evolución natural para buscar la perfección a partir de nuestras propias imperfecciones, y que ahora estamos pagando el precio. Quizá tengan razón. -Suspiró, desolado-. Es una idea incómoda...
Me arrepentí de mis palabras, que habían incidido en forma negativa en el ánimo de Tyrell. Pero él no pareció culparme por ello; al contrario, por su expresión se habría podido decir que mi opinión únicamente había corroborado sus propias reflexiones al respecto.
-He pensado mucho en el asunto, Sebastian, y he llegado a una conclusión.
Se deshizo de los anteojos, que abandonó sobre el escritorio. Durante algunos instantes se talló los párpados con ambas manos; luego, finalmente, se decidió a hablar.
-He invertido toda mi fortuna en dar vida... o algo parecido a la vida, a objetos que ni siquiera son capaces de comprender los motivos del milagro que ha operado en sus cuerpos otrora inanimados. Pero no pienso renunciar a ello. Y llevar a cabo esta decisión implica crear un organismo que sea capaz de aniquilar a sus semejantes.
-No entiendo -balbuceé.
-Es sencillo: deseo crear una unidad que busque y aniquile al Nexus que ha ocasionado este baño de sangre.
No deseaba contrariarlo, pero la idea de erradicar la violencia por medio de la violencia era algo que no iba con mi ética de hombre de ciencia.
-Tyrell, creo que ha habido ya suficientes muertes para que nuestros esfuerzos se sumen a esa ingrata labor -repliqué.
-Ya lo había pensado -me respondió, irguiéndose en su asiento-, pero no tengo otra opción. Mientras ese Nexus siga activo, ni tú ni yo estaremos a salvo.
Se apoyó con ambas manos en el filo del escritorio y empujó la silla hacia atrás. Abrió un cajón, del que extrajo un sobre cancelado con el sello de los archivos confidenciales.
-Revísalo, es para ti -me dijo, deslizándolo por la superficie.
Tomé el sobre sin atreverme a abrirlo.
-No es necesario que lo hagas ahora. Se trata del proyecto, las directrices, todo eso que tú ya conoces. Léelo esta noche, mañana lo comentamos.
Pero el ansia ya había obligado a mis manos a romper las grapas de seguridad, y con inquietud repasé entre líneas aquel grueso legajo.
-Tyrell -le dije preocupado, sin poder retirar la vista de aquella confusión de esquemas, de aquel enfermo despropósito-, este proyecto viola no sólo los códigos internos de la Corporación, sino incluso las leyes vigentes de protección a los seres humanos que nos permiten trabajar en el diseño de androides...
-¿Crees que no lo sé? -Tyrell habló tan fuerte y tan cerca de mí, que me vi obligado a alzar la vista para ver su rostro contraído por la furia, por la desazón-.¿Crees que no he pensado en todos los riesgos que implica un proyecto de esta naturaleza?
-¡Pero los militares han rechazado ideas que ni siquiera se acercan a... esto!
-Es por eso que recurrí a ti, Sebastian. Tú mejor que nadie conoce las vulnerabilidades de la unidad que está poniendo en riesgo, ella sí, la seguridad no sólo de la Corporación, sino de todo el mundo.
-Y darle vida a su antítesis no garantizará que el hombre sobreviva. Piensa un momento en que esa unidad lleva meses eliminando gente sin que nadie pueda hacer nada por detenerla, y la única arma con la que cuenta es su intelecto. Imagina ahora una máquina no sólo inteligente, sino toda ella capaz de transformarse en un arma letal. ¿Qué pasará si de pronto se pregunta qué hace en este mundo, por qué es diferente, por qué su único propósito en la existencia es eliminar a otro y no tener una vida como todos los demás?
Tyrell guardó silencio. Su cuerpo, cansado, se redujo al de un hombre sin demasiadas opciones. Se recargó pesadamente en el sillón y encendió un cigarrillo. Lo fumó pausadamente, sin dejar de mirarme.
-Correré el riesgo -dijo al fin.
Fingí estudiar los documentos, pero en realidad sólo estaba prolongando el momento en que tendría que aceptar ser parte de esa locura que, con toda certeza, no podía ocasionar sino una desgracia mayor. Después de todo, ya tampoco me importaba: hacía tiempo que había entendido que el mundo no me pertenecía.
-Sabes que aceptaré -murmuré sin atreverme a mirarlo a los ojos-. Las razones que me obligan me las guardaré para siempre. No diré más. Pero antes de empezar a trabajar en ello, quiero que me expliques cómo haremos para dar con un asesino que ni las mismas autoridades tienen idea de en dónde pueda estar.
Por primera vez, Tyrell sonrió. No era una sonrisa alegre, sino el gesto de quien sabe que aún tiene parte del destino en sus manos.
-Fíjate por favor en el último apartado.
Repasé la hojas con cierta ansiedad. Lo que vi me dejó perplejo.
-¡Está activo! ¡El chip está activo!
Tyrell asintió como un tramposo en una partida de pokar.
-Minutos después de que la unidad murió, el chip se reactivó. Nos tomó a todos por sorpresa; el ala este fue sellada y aquel ser acribilló a muchos elementos. La computadora matriz calculó la situación y creó un virus que anuló su potencial destructor. Ya lo analizamos y se trata de una especie de hexo-holograma, una mezcla de ser incorpóreo capaz de generar la energía suficiente para absorber objetos e incorporarlos al núcleo de su composición molecular. El arma que robó ya no es un arma, pero sus funciones seguían intactas. Los sensores ópticos de la computadora lo diseccionaron en fotogramas y es por eso que pudimos saber de quién se trataba. Tú lo viste con tus propios ojos, y no fuiste capaz de reconocerlo.
-Así que ahora que está activo, se le puede rastrear.
-Ya lo hemos hecho.
El cigarrillo viajó hasta su boca; el humo lo hizo toser.
-Hoy llegó esta información -Tyrell alzó una de las hojas frente a él y buscó ciertas líneas que al parecer ya había leído-. La tecnología que utiliza el biochip fue creada en China; ingresó por la vía del contrabando a través de la Costa Oeste; el hombre que la introdujo fue hallado muerto en la frontera con Canadá, pero el radio de acción del procesador de imágenes no es grande, así que tiene que estar en la ciudad. Ahora sabemos que la tecnología que empleó no es obra suya, pero sí que es capaz de modificarla, pues el biochip desapareció junto con los planos de su diseño.
-Entonces, no tenemos la seguridad de que ya lo haya modificado...
-Por lo que hemos investigado con nuestros colegas orientales, al anular las capacidades del proyector, también bloqueamos las funciones del procesador. El sujeto permanece atrapado en su aparato infernal sin posibilidades siquiera de apagarlo. Si estuvieras frente a él, verías a un hombre inerte conectado a una máquina. Indefenso. Al menos, eso es lo que creemos. Los satélites de la Corporación están rastreando la señal. Pero los federales nos vigilan constantemente, así que la tarea es ardua.
-No piensas dar parte a las autoridades.
-No quiero ver más sangre humana corriendo por las calles de Los Angeles. Es seguro que alguien se va a ir al infierno. -Y extendió la mano que sostenía el cigarrillo para señalar el documento que estaba entre mis manos-. Pero no será la máquina que tú me vas a entregar.