miércoles, noviembre 09, 2005

Tyrell me mostró los restos del androide: aquello era una masa informe, blanquecina, inconsistente, como la arrugada coraza de una larva pútrida bajo el sol del desierto. Una piel, eso era, pero inconclusa y degenerada, viscosa incluso ante el sólo contacto con la vista. Una mano anónima accionó el dial y la iluminación en la cámara de vacío se redujo, borrando de improviso la visión de aquella cosa repugnante.
-Lo hallaron los federales en la trastienda de un almacén de figuras de ornato. Una inspección de rutina.
-¿Saben ya de qué se trata?
-Está en incubación. Lleva horas ahí y no ha sufrido deterioro alguno... -Tyrell detectó el sarcasmo en mi expresión y él mismo tuvo que reír-. Lo siento -se disculpó-: ese es el nombre.
Volvimos a través del pasillo que conducía al exterior de los laboratorios.
-Entiendo que no hay la seguridad de que eso haya salido de aquí.
-Es cierto -Tyrell se llevó un pañuelo al rostro para limpiarse el sudor-. Pero hay sospechas: el dueño del almacén, un chino introvertido, asegura que le rentaba el lugar a un hombre extraño. Dice que salía por las noches y que siempre regresaba al caer la madrugada. Se le veía enfermo; de hecho, en las últimas horas no había dado señales de vida. Al dueño le tenía sin cuidado si rentaba su trastienda a un cadáver: había pagado un mes por adelantado y eso a él le bastaba.
Trascendimos los portones de seguridad y Tyrell me tomó de un brazo para conducirme a su oficina.
-¿Qué piensas tú del asunto? -me atreví a preguntarle.
Se detuvo un instante, menos por atender a mi cuestionamiento que por hallar las palabras que tradujeran la gravedad de su expresión.
-Es serio -dijo en voz baja-. Muy serio. -Carraspeó y miró discretamente el entorno para constatar la frágil soledad del corredor-. Si mis sospechas son ciertas, esos son los residuos de una de nuestras unidades...
-¡Algo la corrompió! -aventuré estúpidamente.
-No: son los restos de una mutación.


Sumidos hasta la cintura en el espeso fango, los hombres se desplazaban en silencio. A través de sus lentes de registro calórico, la selva que atestiguaba su marcha era un simple muro de relieves en gris tornasolado, fijo en la noche inamovible. Atentos a cualquier detalle que pudiera sugerir un patrón de movimiento aleatorio, la media docena de figuras espectrales barrían la distancia con gestos breves y apenas perceptibles en medio de esa oscuridad unánime. Poco a poco, el rumor que por minutos había sido una leve caricia del viento se había ido convirtiendo en un punto de fulgor más allá del confuso entramado de la selva. Pero el ritmo de sus pasos se mantuvo uniforme: no era el tiempo un enemigo, sino una circunstancia más, acaso un cómplice de la emboscada.

El ejército de Nexus desembarcó aquella noche en el suelo inhóspito de las costas centroamericanas. Las naves, invisibles para los radares terrestres de las tropas rebeldes, atracaron con el lento movimiento de una marea cotidiana. Ocultos por la penumbra de una hora sin luna, los hombres de avanzada se fueron desplegando en grupos de 10 hasta cubrir el radio establecido que protegía el desembarco. Apenas un par de brazos se agitaron en la oscuridad como lo haría el follaje violentado por el aire: era la señal que los vigías en proa esperaban. Con un suave siseo mecánico las rampas de descenso se replegaron velozmente y pronto sólo una tenue silueta delineó la posición de las naves, que volvieron al amparo de su falsa invisibilidad.

Durante horas, los escuadrones avanzaron a través de una selva extrañamente inmóvil. El paisaje enmarañado, verdoso por efecto de los lentes infrarrojos, se fue haciendo denso conforme la incursión progresaba. Ian, que comandaba al grupo de vanguardia, fue el primero en sospechar de aquel silencio uniforme, artificioso. Pero igual continuó su marcha: nada que no fuera la mecánica del andar estaba permitido. Con un ademán trató de reordenar a sus hombres que se habían ido dispersando en esa trama de hojas y troncos de formas simétricas, demasiado para su instinto. El despliegue, asaz irregular, volvió poco a poco a su formación original. Demasiado tarde: cientos de cuerdas de acero surgidas de la nada se tensaron al límite de su resistencia, desmembrando los cuerpos sorprendidos, fulminados por ese instante fatal. Una docena de soldados, los más cercanos al perímetro de Ian, activaron en instantes las corazas de sus trajes, pero incluso el filo de las cuerdas alcanzó a traspasar el grosor de las armaduras, provocando daños irreparables en algunas unidades, que quedaron así expuestas en medio de la noche. Los sobrevivientes se arrastraron, dispersándose, alistando las armas láser. Acción inútil, pues nada alrededor señalaba la presencia del enemigo. Así que ocultos, impávidos, vieron cómo las cosas de la selva empezaban a cobrar vida, cerniéndose los hombres heridos, destrozándolos con silenciosas cuchillas, reduciéndolos a trozos de hierro y humeante carne artificial.

Con rápidos movimientos de brazos y piernas, Ian y los hombres que habían sobrevivido se hicieron uno con el suelo reblandecido por la humedad. Los altavoces interiores de sus cascos de batalla les escupían a los oídos la atroz reproducción de la batalla que los escuadrones a la zaga libraban con la propia selva. Luego, el oscuro zumbido de la estática les confió la inexpugnable realidad: el desembarco había fracasado. Nada, ni un solo disparo se había producido en aquella emboscada, pero cientos de unidades habían sido aniquiladas por el que habían creído un primitivo ejército rebelde.


Cuando las luces del bar se apagaron, el último de los clientes trascendió la estrecha puerta de metal y encendió un cigarrillo. Era una noche cálida, propicia para dar un paseo antes de volver a casa. Con paso indeciso cruzó el callejón solitario; miró la hora en su reloj pulsera y, al alzar nuevamente la vista, se encontró con la oscura silueta que le impedía el paso.
-Buenas noches -acertó a decir con esa voz pastosa y adormecida del borracho.
Pero el hombre o lo que fuera no respondió el saludo, sólo se limitó a quedarse quieto, a observarlo con una mirada breve pero atenta, justo como se mira una imagen obscena. No deseaba hacerle daño, pero era necesario si deseaba reunir el dinero suficiente para pagar su salvación. Al ver que el otro daba un par de pasos de costado para librar el obstáculo, supo que era el momento: con un movimiento certero y veloz, le hundió el puño en el abdomen. El hombre se dobló por la cintura y comenzó a vomitar una mezcla de alcohol y jugos gástricos que se escurrió por sus piernas. El golpe en la nuca lo arrojó contra el piso. Adolorido, sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo, el hombre aún ebrio comprendió de pronto que necesitaba el arma oculta en su cintura para librarse del asalto. El atacante, aún en medio de la oscuridad, pareció leer ese pensamiento en sus ojos, pero no pudo evitar a tiempo que la mano, a pesar de su torpeza, se hiciera con el revólver: una ráfaga de calor fugaz le rozó la mejilla y lo obligó a tirarse de costado, a menos de un metro del cañón que lo buscaba. De nuevo el láser sesgó la penumbra, pero esta vez el disparo lo alcanzó en el filo del muslo izquierdo, cuya pierna se contrajo no por el dolor, sino por el movimiento instintivo de quien ensaya una defensa desesperada: la punta de una bota gruesa y desgastada golpeó la mano que sostenía el arma, pero no consiguió que la soltara. El ebrio, aún de espaldas sobre el piso, intentó vanamente reajustar sus reflejos, pero al tratar de apuntar nuevamente al atacante sintió que las fuerzas lo habían abandonado: la mitad de la navaja ya estaba en su vientre, y seguía penetrando con fuerza, rasgando sus entrañas. No murió en ese instante: aún tuvo tiempo de ver cómo su atacante le retiraba uno a uno los dedos que apresaban el revólver para estudiarlo de cerca unos momentos y hacer que desapareciera como en un acto de magia. Luego, con diestros movimientos hurgó entre en sus bolsillos hasta hallar la cartera, de la que extrajo un fajo de billetes antes de devolverla a su lugar. Sólo entonces volvió a mirarlo, no exactamente a los ojos, ni siquiera al rostro, sino al cuello bañado en sudor, el lugar preciso en el que hundió de nuevo el acero para entregar a las calles un nuevo cadáver sin nombre.

El atacante se puso en pie para escudriñar la herida de su pierna a la escasa luz que penetraba el callejón. Se restregó la carne con el índice y luego lo llevó a la altura de sus ojos para descubrir que no era sangre sino un líquido aceitoso el que escapaba por aquella delgada hendidura. No había dolor, así que desvió su atención hacia la bocacalle para verificar que no hubiera testigos y huyó hacia las sombras, limpiándose la mano en su vieja gabardina militar.


La figura a lo lejos ensayó un movimiento delator: apenas una cosa más entre el follaje, de pronto se concretó en una silueta expectante, urgida de respuestas, deseosa de no hallar algo más allá de una falsa inquietud. Ian, al frente del grupo, abrió y cerró el puño izquierdo un par de veces. La señal fue clara: uno de los hombres empuñó el arma y un instante después el espía cayó abatido por la silenciosa violencia del láser. El grupo continuó avanzando.

Algunos metros más adelante, un nuevo vigía se descubrió entre la maleza. Cargaba un fusil en el hombro derecho, su mano izquierda se mantenía apoyada en el suelo, un cigarrillo se consumía entre sus labios. El Nexus lo sorprendió por la espalda: el arma en su mano le golpeó el cuello y su cabeza rodó por tierra. La silueta, de pie junto al cadáver, ensayó un par de gestos y el grupo fue a su encuentro. Las botas sucias por el fango desfilaron a un costado de aquel rostro de ojos abiertos al horror cuya boca aún mantenía el cigarrillo encendido.


La súbita parálisis en brazos y piernas se estaba convirtiendo en una incómoda costumbre; aquel fragor eléctrico se le volvió a imponer de pronto mientras hurgaba entre las pertenencias de una nueva víctima. Como pudo se fue arrastrando hasta quedar inerme junto al cuerpo del otro; fue así como sintió por primera vez cómo la vida era ese calor acobardado que se fugaba hacia la oscuridad; fue así como lo encontró el alba, mudo ante la luz que crecía inevitable.

Se incorporó cuando supo que había vuelto a conseguir el dominio de sus extremidades. Ya de pie, observó el rostro del cadáver que yacía a su lado. Era un joven; no merecía la muerte. Pero no se puede merecer la vida si no se lucha por ella, y aquel hombre no había ofrecido la menor resistencia. Absorto en esas cavilaciones, retomó el camino a casa.


Hallaron el campamento en un claro de la selva. En el interior de las rotas tiendas de campaña, las siluetas de los soldados proyectaban el júbilo del éxito. Apenas un par de hombres montaban guardia en el exterior, pero no parecían expectantes; de hecho, conversaban animosamente en una jerga que recordaba el español corrompido que se hablaba en la frontera. El grupo de Nexus los rodeó en silencio. A una señal, la granada sónica surgió de entre las sombras y cayó a los pies de los soldados, que no fueron capaces de reconocerla. Sin que pudieran reaccionar ante el ataque, una fina bolsa transparente envolvió sus cuerpos y un instante después la callada explosión canceló su pasmo para siempre. Los Nexus irrumpieron en la escena de muerte. El cerco fue definitivo: el único de los soldados rebeldes que fue capaz de reconocer sus figuras cayó abatido a la entrada de una de las tiendas. La confusión hizo presa del ejército emboscado, pero, una a una, las voces de aquellos hombres fueron silenciadas por las ráfagas que perseguían sus pasos indecisos. El último en caer, aún tomado por los espasmos, se quedó quieto al fin a los pies de Ian, que empujó su cuerpo con la bota para buscarle el rostro. No lo encontró: aquello era un señuelo de mecánica aleatoria cuyo artificio respondía a las vibraciones del ruido. Un segundo antes de rodar por el piso, Ian supo que estaban perdidos. Antes de que pudiera gritar cualquier orden inútil, las naves ya se hallaban a corta distancia, violentando el aire con densas ráfagas de láser. Pocos pudieron contrarrestar el fuego; en segundos, los Nexus que habían sobrevivido al desembarco fueron exterminados ante los ojos de Ian, que había caído sobre su arma y asumía los impactos en brazos y piernas creyendo que aquello podría ser el fin.

Reconocí el rostro que me sonreía en la pantalla monocromática del intercomunicador; no era la espesa fatiga del insomnio, sino el tiempo que había fraguado una rara distancia entre los dos lo que me impidió corresponder a esa sonrisa y ensayar una mueca que pretendía la sorpresa.
-Entra -le dije, accionando al mismo tiempo el botón que destrababa la herrumbrosa cerradura del portal seis pisos más abajo.
El lejano rumor del elevador hizo vibrar las paredes del departamento y unos segundos después el hombre que había visto en la pantalla estuvo frente a mí.
-Pasa, pasa -lo invité-, no esperaba visitas, así que tendrás que perdonar el desorden...
-No finjas -me dijo él para devolver la cortesía-: nunca había visto esta habitación tan reluciente.
Lo conduje hasta los sillones que presidían el amplio ventanal. Él tomó asiento sin esperar una orden y me miró con aire aprehensivo.
-Me pareces más delgado; hace años que no te veía.
Asintió con un leve movimiento de cabeza.
-Es una simple ilusión, Sebastian: tú más que nadie sabe que no puedo adelgazar.
-Lo sé, lo sé -le dije sin acertar a acomodarme en el sillón frente a él-. Tú eres diferente; quizás inconscientemente esperaba ver un cambio en ti.
-Lo hay -respondió él en un tono lúgubre que no admitía la broma-: he comenzado a cambiar, pero conozco la fecha de mi muerte y no está ni siquiera cercana. Tú también la conoces; creo que algo malo me está sucediendo.
Me puse en cuclillas; lo miré fijamente a los ojos, que habían adquirido un pálido tono amarillento, ajeno por completo al profundo azul del cristal que había en ellos.
-¿Qué es lo que te pasa?
Él suspiró. Por segundos no supo decidir si evadir el análisis superficial de mi mirada o entregarse a una confesión que sabía decisiva.
-Mi piel está cambiando -dijo al fin-. A veces despierto de la hibernación nocturna y encuentro que mi carne se ha llenado de vellos que una horas después desaparecen. No es lo único que ocurre; mira:
Sus labios se abrieron en una sonrisa grotesca para mostrarme el carcomido marfil de sus colmillos.
No pude evitar retroceder un poco ante esa imagen imposible.
-Ocurrió hoy por la mañana. Eva me lo dijo. Por el horror de su gesto supe que había pasado otra vez. Corrí al espejo y los vi. Son como los de un felino, de un tigre, no sé... Hace algunos minutos las uñas de mis manos eran largas; no supe a qué hora desaparecieron.
-¿Cuándo comenzó todo esto? -Me apoyé en el filo del sillón más próximo; tomé una de sus manos, pero no hallé en ellas nada anormal.
-Hace poco menos de dos meses. Los cambios suceden a intervalos de una semana, más o menos, pero no mantienen ninguna regularidad. De hecho, hace algunos días noté que podía flexionar las rodillas hacia atrás, como un ave. Ese día ni siquiera pude levantarme; estuve tirado en la cama durante horas, hasta que empecé a sentir cómo mis piernas se endurecían sin que pudiera moverlas. Luego volvieron a su forma original.
Guardamos silencio. Él se recargó pesadamente en el respaldo y encendió un cigarrillo, que fumó ávidamente.
-¿Qué puede ser, Sebastian?
-Lo ignoro -confesé-. Nunca había visto nada igual. Tal vez sería conveniente que te llevara al laboratorio para que te hagan unas pruebas. Es posible que sea un defecto del generador biométrico, pero es difícil aventurar una hipótesis.
-Sebastian -me dijo, inclinándose hacia el frente-: tú sabes que si entro en la Corporación, quizás no vuelva a salir ahí. No puedo hacer eso: tengo una vida aquí afuera, y no quiero perderla, no después de haber sobrevivido a una guerra, no después de haberle entregado mis días a este estúpido imperio.
-Tienes razón, pero no hay otra forma de saber qué es lo que te está ocurriendo.
-Sí la hay: toma las muestras tú mismo; llévalas al laboratorio; conoces gente que puede valorarlas sin exponer el caso ante el Consejo.
-Es arriesgado...
-Pero puedes intentarlo; he reunido el dinero suficiente para pagarte.
-No es necesario que lo hagas.
Bajé la mirada, pensativo. Era verdad: la libertad de que gozaba era un premio a su labor en el frente; no obstante, ninguna condecoración lo eximía del rigor de las leyes, que establecían la reclusión de las unidades fallidas... y su posible eliminación. Si actuaba al margen de los estatutos de la Corporación, no sólo pondría en peligro su vida y mi carrera, sino incluso mi propia libertad. Pero él en algún momento me había salvado de la muerte, y esa era una deuda que no podía eludir.
-Está bien -acepté-. Tengo aquí parte del equipo. Hace tiempo que no lo uso, así que no te garantizo que funcione.
-Hagámoslo ya.
Ian -ese era su nombre- apagó el cigarrillo y se puso de pie.


Había odio en los ojos del enemigo. Ian supo que, en el fondo, aquella mirada era más de estudio que de curiosidad. Las tenazas lo sujetaron una vez más por la barbilla y lo obligaron a alzar el rostro, que el hombre hizo volverse de un lado para otro como si inspeccionara la morfología de su cara teñida por los restos del fango. Luego retiró el hierro y se dio media vuelta para girar una orden al custodio, que desapareció por la puerta y reapareció acompañado por un militar regordete y sudoroso. Era un traductor. A una orden se puso a preguntarle el sitio exacto del siguiente desembarco y el número de hombres que debían ejecutarlo.
Ian se mantuvo en silencio. El fuete cortó el aire y se estrelló contra su rostro, que conservó por instantes el rastro blanquecino del golpe.
El traductor repitió la pregunta, pero Ian se limitó a devolverle la mirada.
Ahora el fuete le golpeó el torso desnudo en un par de ocasiones, pero el único dolor se asomó en el rostro del agresor, que parecía humillado ante la persistente negativa.
Ian vio cómo el hombre recuperaba el fusil que había estado reposando sobre el escritorio, cómo accionaba la palanca que dejaba al descubierto el filo del sable, y cómo el acero penetraba algunos milímetros en la carne de su pecho.
-¡Habla! -gritó el hombre en su lamentable inglés.
Ian fue el primero en notar el hilo viscoso que se derramó desde la herida. Su color, a la débil luz de la bombilla, era impreciso.
-¡Eres una réplica! -Los ojos del hombre regordete se abrieron más allá de la desmesura. Repentinamente se volvió hacia el hombre que presidía el interrogatorio y cruzó con él unas cuantas palabras apresuradas.
El otro, no menos asombrado, le gritó algo al custodio, que volvió a salir. Esta vez, al volver, un par de oficiales de rasgos sajones lo acompañaban.

No habían pasado más que un par de días desde aquella visita inesperada, cuando los golpes en la puerta del departamento me expulsaron del sueño. Al abrir, descubrí con horror la mirada inequívoca de Ian detrás de un rostro animalizado, incierto en el vago resplandor del amanecer.
-¡La maté! -exclamó aquel ser bañado en la sangre oscurecida de un ser humano.
-¿Qué eres? -pregunté con el más estúpido de los ánimos por que aquello se tratara de una absurda pesadilla.
-¡Maté a Eva! -gritó él, desesperado-. ¡Le abrí el pecho con mis manos y comí de sus entrañas!
-No es posible, Ian, eso no es posible...
-Ayúdame, Sebastian. Lo hice sin saber: perdí el conocimiento; ocurrió durante la noche... No supe... Cuando volví en mí, tenía los restos de su corazón en mis manos.
Pero aquellas formas que sobresalían de las mangas de su chaqueta militar no eran nada sino garras, febriles, latentes.
Di un par de pasos hacia atrás sin poder ocultar el horror producido por esa imagen grotesca. Ian aprovechó mi confusión para trascender el umbral y arrojarse al piso como un cuadrúpedo exhausto, girando el cuello en espasmos, babeante, forzando las fauces para controlar los gruñidos que se enredaban con el sonido gutural de sus palabras.
-No puedo más -creí entenderle-. Inyéctame un sedante, haz algo, cualquier cosa...
Dudé un momento pero al fin me decidí por conectar la fuente portátil de hibernación artificial. La máquina dejó escapar un violento zumbido y el dial se encendió cancelando la penumbra de la habitación.
-Acércate, Ian. No sé si la energía sea suficiente, pero vamos a intentarlo.
La cosa Ian se replegó en sí misma como una bestia que se aprestara para el ataque; su mirada, a todas luces desconfiada, se quedó fija en mí.
-Se lo dijiste a Tyrell -balbuceó-. Él te pidió que me entregaras...
-Te equivocas: nadie sabe de ti. Sólo quiero ayudarte.
Las sirena de un vehículo policial, magnificada por el silencio de la madrugada, se escuchó a lo lejos.
-¡Traidor! -gruñó Ian-. Voy a matarte...
Entonces ocurrió: bañado por las cruces del ventanal que las primeras luces del alba dibujaban en el cuarto, el cuerpo de Ian comenzó a mutar. Su rostro se contrajo en un rictus silencioso; el grueso pelambre de sus manos se reinsertó poco a poco en la piel; el volumen de su tórax, que casi había roto la tela de su ropa, comenzó a disminuir, al tiempo que sus piernas, que se habían reducido, volvían a desplegarse, dejando al descubierto las garras de sus pies que ya se desvanecían. Ignoro el tiempo que tomó aquella transformación, lo cierto es que Ian, de bruces en el piso, me devolvió una mirada temerosa, horrorizada de sí mismo.

Inmóvil, desnudo sobre la plancha de acero, el lánguido cuerpo atormentado recibió la última descarga. A su lado, la pantalla del sensor registró el alto volumen de energía producida por el reactor. Uno de los oficiales franceses le forzó los párpados para examinar el brillo apagado de sus ojos.
-Suficiente -dijo, o creyó que decía.
Un par de manos procedió a retirarle los cables adheridos a la piel.
Los hombres que lo rodeaban intercambiaron algunas frases ininteligibles. Pero a Ian ya no le importaba entender lo que se hablaba en aquella habitación. Sabía, por los años de adiestramiento en las fuerzas especiales, que su organismo había sido saboteado. En muchas ocasiones había oído que el bloque disidente europeo se hallaba trabajando en el secreto diseño de una tecnología capaz de nulificar las funciones del Nexus, pero aquello era un rumor que las redes de espionaje no habían conseguido disipar. El escándalo llegó incluso al interior de la Corporación; el ejército allanó las instalaciones de los laboratorios pero no halló pruebas de alguna infiltración. Fue entonces que se descubrió la alianza entre el ejército mercenario francés y las fuerzas rebeldes salvadoreñas. Aquello dio pie a la invasión, aunque la coalición hispanoamericana se quejó ante los organismos internacionales de que la intromisión del imperio tenía un motivo alterno: la ocupación de las minas de uranio recién descubiertas en la frontera con Honduras.
Para Ian, las excusas diplomáticas eran irrelevantes: cubiertos por una densa cortina de vapor, sus ojos escudriñaron las pantallas cernidas sobre su cuerpo: como producto de una animación computarizada, las formas animales se sucedían unas a otras a partir de la figura humana que parecía imitarlo.


Enredado entre las sábanas del angosto camastro, Ian me contó los pormenores de su fuga. Por su relato, a veces intraducible, supe que asesinó a un par de guardias mientras la mayoría del ejército rebelde se había retirado a la selva para preparar una nueva emboscada. El arma que robó a uno de los cadáveres era de fabricación rusa; fue merced a ese descubrimiento que el gobierno ordenó la destrucción de la red satelital del este europeo, acción que dio inicio a la batalla aérea del Atlántico, que aún no cesa. Ian caminó día y noche sin descanso hasta cruzar la frontera entre Guatemala y México. Alcanzado por un relámpago en la selva chiapaneca, perdió el sentido de orientación y vagó por esas tierras durante semanas, hasta que una noche la tropa dio con él. La carga de láser de aquel fusil parecía no tener fin. Ayudado por el mapa electrónico del vehículo anfibio que su arma había inutilizado, halló la ruta hacia el Pacífico, lugar en el que fue encontrado por las fuerzas norteamericanas de ocupación, que días más tarde, cuando él se encontraba a salvo en el paso fronterizo de San Diego, fueron devastadas por un ataque de proyectiles alfa cuyo origen aún se desconoce.
-Ahora tienes que esconderte hasta que tengamos los resultados de los exámenes. No será sino dentro de dos meses cuando sepamos qué está pasando con tu cuerpo. Mientras tanto, enciérrate, no salgas; ya encontrarás la forma de hacerme saber tu paradero.
Ian entrecerró los ojos y asintió con un gesto. A través de sus labios entreabiertos creí ver algo que me devolvió el temor por su presencia: fue el largo y exacto movimiento de una lengua plana, bífida, sedienta, que parecía otear el miedo que impregnaba el ambiente entre los dos.