jueves, agosto 19, 2004

Muchos seres de artificio están regresando a la Tierra. Lo sé porque los he visto recorrer las calles de la noche mientras se observan a sí mismos en los ojos de la gente. Es una cierta melancolía lo que los hace visibles, aunque me confieso capaz de reconocer algún gesto, acaso la línea que se dibuja en la frente del que mira por primera vez un objeto o un animal cautivo en la confusión también artificial de la tienda de mascotas. Ese gesto me pertenece; es mi firma, pero en mí no acentúa ningún sentimiento: es sólo una de las huellas que el Matusalén ha ido madurando en mi piel. ¿Por qué he querido repetirlo en aquellos que han nacido de mis manos? No lo sé, no lo sé. Ayer me lo preguntaba mientras caminaba de regreso a casa bajo la fina lluvia de agosto y descubría, no sin angustia, que uno de ellos doblaba la esquina y evolucionaba hacia mi sitio con apenas una débil sombra sesgándole el rostro. Su andar preciso, mecánico, simétrico lo delataba, pero no quise rehuir el encuentro y avancé. Y reduje el paso. Y en segundos lo tuve a centímetros de mis ojos. Pero él no me miró; hizo un movimiento apenas perceptible para evitar el contacto y continuó con pasos firmes que lo fueron entregando a las calles ocultas por la noche.

Acaso fuera un Nexus; acaso haya sido producto de una generación anterior. Nada de eso importa ahora. Lo cierto es que él y yo sabemos que es sólo una cosa más que se consume, apenas el suave aliento de la existencia que sólo tendrá una residencia pasajera en mi memoria y que mañana (hoy tal vez, ¿por qué no?) también se apagará para siempre.