jueves, agosto 25, 2005

El hombre llegó de madrugada, cuando la densa neblina del sueño había tomado la ciudad. Cruzó sin prisa las desiertas galerías de la estación, las manos en los bolsillos de la vieja chaqueta de cuero, entornados los ojos que nada le dirían a la mirada improbable, su boca transfigurada en una línea borrosa que el tiempo había bosquejado sobre la impenetrable dureza de su rostro, ese rostro que muchos jamás habrían olvidado de haber conservado la vida que él había venido a reclamarles.

Nadie lo vio salir al cálido viento que se arrastraba desde el Pacífico. Su mirada, de nuevo en los suburbios, fue registrando lentamente las formas de la oscuridad. Había cierta tensión en sus hombros: era sólo el fugaz reflejo alerta que aún lo dominaba cada vez que sus pasos resonaban en calles que habían sido suyas o que pronto aprendía a reconocer. En un instante fue uno con las esquinas, con los sucios callejones, con los charcos a la orilla del asfalto que repetían en silencio su silueta informe. Se diría que su andar encerraba la noche, pero eso sería trabajo de aquellos que intentaran crear una ficción en torno de su atroz residencia en la ciudad. Yo, por mi parte, no me atreveré a buscar una palabra o un conjunto de palabras que lo nombren; soy simplemente uno de los pocos que en ocasiones hallan su presencia en la memoria de aquellos días, y al recuerdo de esas horas reduciré estas páginas.

La primera de las muertes le correspondió a un hombre que aún mantenía algo de vida cuando la madrugada lo sorprendió a la entrada de su departamento. La policía llegó hasta él siguiendo el rastro de vómito de los primeros testigos. El horror en los ojos de la víctima se fue apagando, aunque quizá no del todo, mientras entendía que las miradas de los hombres de azul, sumadas al espectáculo, eran sólo una repetición de su propia desgracia. Acaso intentó extender un brazo en un último intento de alcanzar una salvación que no llegaría, pero su mano, arrancada de su cuerpo, se mantenía aferrada al picaporte de la puerta que ya jamás le serviría de refugio.

Al principio, la policía le restó importancia al hecho. Tenía razones de sobra para hacerlo: la ciudad era ya el enorme tiradero de los desperdicios del mundo que es ahora, y una muerte en esas circunstancias sólo le añadía un poco de color al aburrido tecnicismo de los expedientes cotidianos. Sólo cuando el segundo cadáver (o lo que pudo recuperarse de él) apareció en el umbral de un lujoso condominio, seccionado su cuerpo mediante cortes precisos provocados por el filo de un instrumento casi quirúrgico, se supo que aquellos dos asesinatos no eran un asunto menor.

Stolt y Waber, los dos detectives asignados al caso, se conocieron en la jefatura durante los años de sequía, como el propio cuerpo policial denominó a los primeros meses de la cacería de pieles, es decir, de replicantes, que una agrupación externa al departamento de justicia había venido (y continúa) llevando a cabo con resultados que hasta hoy se desconocen. La autoridad del departamento se vio reducida a los juegos de naipes en escritorios vacíos y al llamado ocasional para asuntos poco graves en los barrios conflictivos de costumbre. Su primer encuentro había sido poco alentador: Don Stolt era el típico sujeto de mano dura y modales inexistentes cuya veteranía rondaba ya los 20 años de servicio. Pero no era el tiempo el que le había otorgado el respeto de sus colegas, sino la violencia con la que había discurrido a través de sus días en las calles, siempre implacable, siempre dispuesto a “sacar la basura”. Había algo más: era un cyborg. El implante mecánico en su antebrazo derecho era el resultado de una fallida emboscada en el barrio latino, cuando un par de toneladas de acero ilegal estuvo a punto de aplastarlo. Tyrrel se ofreció a experimentar con el miembro destrozado: aquella urdimbre de nervios electrónicos y aleaciones diversas le costaron meses de esfuerzo y millones de dólares a la Corporación, pero le permitieron a Don reintegrarse al trabajo un año después del accidente. El brazo metalizado pronto rebasó la literatura científica y se instaló de lleno en la nota roja: no pocas fueron las quijadas criminales que astillaron el silencio y quedaron al margen de la declaración verbal. Luego vino la muerte de un sujeto durante su interrogatorio: el departamento se escudó en no sé qué leyes irreconciliables con la lógica y sólo así el detective eludió la cárcel. Para ese entonces ya era conocido como el “hombre de hierro”, así que cuando Bob Waber se presentó por primera vez en la oficina y le llamó “el hombre del yerro” a guisa de saludo, las posibilidades de una convivencia pacífica quedaron anuladas definitivamente. Waber, un tipo oscuro e introspectivo, ex militar de carrera y de acción, era no menos violento que su colega, pero su historial en la jefatura estaba limpio de escándalos. Sólo en una ocasión sus diferencias llegaron al límite de los puños, pero el episodio terminó cuando el propio comandante interrumpió la gresca para anunciarles que a partir de ese momento ambos formarían un equipo. Era algo típico: el policía bueno y el policía malo, y a pesar de sus discrepancias, el tiempo arrojó que los resultados de aquella forzada hermandad eran halagadores.

¿Por qué hago esta digresión? Porque a partir de que se les asignó a la tarea de atrapar al asesino, el destino de muchos cambió. Si el alto mando hubiera siquiera sospechado que sus éxitos eran producto de la competencia entre ambos y no del trabajo en equipo, le habría ahorrado millones al gobierno y mucha sangre a la humedad de las calles. Pero las cosas ocurren, y nadie está exento de la estupidez. Stolt y Waber recibieron la noticia de aquellas muertes como quien escucha el menú del almuerzo. Luego abandonaron la oficina y fueron en silencio a sus sitios de trabajo. Uno, para releer la documentación del caso; el otro, simplemente para observarlo como se observan los estudiados movimientos del enemigo, porque de ello dependería quizá un ascenso y, por qué no, el alimentar la distancia entre ambos para siempre. No sabían (no podían saberlo) que sólo uno de ellos sobreviviría. Waber, silenciado a la mitad del viaje, tuvo la oportunidad de descifrar el modo de operar del asesino (su asesino), pero ese conocimiento le resultó inútil cuando su cabeza rodó por tierra. Hoy Stolt, en cambio, permanece asilado en la penumbra de una casa de retiro, y nada hará que corrobore o niegue los pormenores de esta historia, nada hará que de su boca escape una sola palabra en relación con esa época, no mientras la maquinaria que lo alimenta y le permite respirar mantenga sellados sus ancianos labios.

A la segunda o tercera semana luego del primer asesinato, un hombre fue testigo de cómo la puerta de su casa se rompía en el silencio de la medianoche. Vio la silueta de su verdugo detenida en el umbral, y un breve destello del arma lo sedujo. Era algo extraño: el filo del acero rescataba por momentos la luz del exterior, pero aquella figura que progresaba hacia sus ojos seguía formando parte de las sombras. Ensimismado en esa última fascinación, sólo el calor de su propia sangre le confió el destino atroz que el ataque le había deparado. Sus brazos cayeron a ambos lados del sillón como si un miedo repentino los hubiese obligado a huir cobardemente de su cuerpo. Luego, la punta de aquel arma irreconocible penetró en su pecho y le mostró la confusión de sus entrañas, cuyo hedor fue un instante insoportable. La mano en su cabello lo libró de aquella visión para entregarlo al horror del filo ensangrentado que en segundos trazó un rojo sesgo en su cuello. No viviría para contar su propia muerte; sí lo haría para saber que finalmente estaba ocurriendo.

Durante las pesquisas, Stolt siempre se mantuvo ajeno a los oficios de la ciencia: recibía los informes del laboratorio con un dejo de desprecio y prefería recorrer lentamente las calles de la madrugada en un auto sin luces ni emblemas distintivos. Confiaba en el método antiguo: el contacto con los seres de la noche, aquellos en cuyos ojos podía leer fácilmente las raíces de cualquier enigma. Ese era el análisis que le gustaba interpretar. A veces detenía su marcha en callejones hostiles, e intercambiaba susurros inaudibles con soplones de barrio y fisgones de poca monta. Unas y otras voces coincidían en lo mismo: las noches habían sido repentinamente deshabitadas. La causa: la sombra de algo o de alguien que todo aquel que la había presentido se había vuelto incapaz de expresar con palabras.

La lógica, en todo caso, le dictaba al veterano policía una certeza inapelable: algo que provoca el miedo le pertenece a la oscuridad. Cada ciudad es un rostro marcado por las cicatrices del tiempo; es ahí en dónde el miedo se refugia, en las ruinas, en la piel cancerosa que las urbes abandonan cuando el arte o la riqueza agotan los espacios, en las callejuelas heridas que nadie se encargó de curar, ahí donde la locura y el odio se fermentan en la mierda de otras generaciones asqueadas de olvido. A Stolt le gustaban aquellas zonas; había algo más llamativo en ellas que el solaz de sus recuerdos de infancia. Era quizá la atmósfera de tensión permanente, tan afín, o la desolación, la desconfianza en la mirada, el paisaje de aceras rotas y fachadas espectrales que la lluvia ya no conseguía lastimar. Así, aquellos merodeos pronto se convirtieron en un hábito de sus noches cuando las muertes se fueron sucediendo y la búsqueda se hizo urgente. Con paciente disciplina registraba cada rincón, cada pasillo, cada portal herrumbroso abierto a lo improbable. Quienes lo conocían sabían temerle. Muchos habían comprobado que aquella extensión mecánica era capaz de provocar un silencio legítimo y permanente, por eso no huían: lo esperaban detentando el rumor que sus oídos precisaban, o simplemente buscaban el refugio temprano, trocando el ansia de la droga por solitarias cervezas y fugaces atisbos a la calle para ver si su paseo nocturno había finalizado.

Stolt conocía su oficio, y no faltaba una noche a su cita en los suburbios, siempre con la enferma esperanza de que la suerte trastocara la costumbre y él mismo se convirtiera en víctima; a lo mejor el azar le era propicio y lo enfrentaba al fin con ese rostro elusivo que no lograba resolverse en su mente. No estaba equivocado, porque el hombre, el asesino, requería el oscuro anonimato de aquellos mismos rincones para ocultarse y renovar el filo del arma que ya soñaba con la siguiente víctima. Por eso, cuando sin saberlo, el detective se detuvo a escasos metros del objeto de su búsqueda, el mecanismo de su implante lo alertó. Sabía que aquella insistente vibración traería consigo el voraz escalofrío que recorrería su cuerpo. Ya en otras ocasiones aquella rara ansiedad del metal le había salvado la vida. En segundos, su mano real palpó la fría confección del láser. Con un rápido movimiento de sus ojos escudriñó la oscuridad, pero, más allá del ámbar de la calle, todo lo que encontró fueron sólo caprichos de las sombras. O, inexplicablemente, deseó que lo fueran. El bip electrónico de su intercomunicador lo sobresaltó. Sus dedos mecánicos buscaron el aparato en un bolsillo interior de su chaqueta, pero su mirada se mantuvo al acecho.

Presto para el ataque al descubrir el arma, el asesino entre las sombras tuvo que detenerse al ver que el policía comenzaba a alejarse calle abajo. Atenuando un poco sus pulsiones de alerta, siguió atento sus pasos desconfiados, y únicamente se sintió a salvo cuando su figura alcanzó los fantasmas de neón de los incomprensibles anuncios al otro lado de la avenida. Sólo entonces los garfios retráctiles dejaron de latir.

A Waber lo conocí la tarde que me interceptó en la entrada del edificio. No había señal en su rostro de esa gravedad apaciguada de los hombres habituados a reordenar el mundo; sus ojos, por el contrario, parecían signados por un toque de melancolía, esa que la soledad cincela irremediablemente en toda expresión. La sé reconocer. Me llamó por mi nombre y me mostró el holograma que lo acreditaba. Me acompañó en silencio hasta el departamento. Dos de mis muñecos mecánicos salieron como siempre a recibirme. Esa era su labor de autómatas: deambular por la casa sin un itinerario preciso, fingir una presencia, confundir los sentidos de las visitas indeseables. Waber se sorprendió al verlos: tenía conocimiento de que vivía solo. Le expliqué lo que eran aquellos juguetes, tan solo inofensivos replicantes de primera generación. Él recompuso el gesto de inmediato, como si de pronto hubiese recordado a qué me dedicaba. Lo invité a sentarse, pero se negó argumentando que no había tiempo: debía llevarme a un lugar seguro. Luego, correspondió a mi azoro con un breve resumen del caso. Fue así como me enteré de que todos aquellos hombres a quienes yo solía conocer durante mis primeros años en la Corporación, habían muerto. Todos ellos habían sido ingenieros en genética; brillantes hombres de ciencia, la edad los había retirado. Ahora un loco, un tránsfuga, se había encargado de liquidarlos. Waber me extendió una mirada enérgica y me preguntó si sospechaba cuál podría ser la causa. Medité unos segundos, pero la memoria me dictaba sólo un hecho en común: los nombres en la lista habían participado en el diseño del Nexus 4, una nueva clase de androide capaz de alterar su morfología según las circunstancias que se fueran presentando durante el desarrollo de sus tareas, que serían, específicamente, la reconstrucción de secciones dañadas en el exterior de las colonias. La ausencia de oxígeno y la dificultad para manipular equipo sofisticado durante las caminatas espaciales fue lo que dio origen al proyecto. El Nexus 4 tendría la capacidad de transformar por él mismo en herramientas diversas partes de su cuerpo. Pero no podría ser un simple obrero: tendría que tomar decisiones y fue justo en ese nivel en donde se había cancelado para siempre el proyecto. Waber quiso saber la razón. Pero ésta no era fácil de explicar: se había estado experimentando con biochips cerebrales a los que previamente se les había implantado información extraída de algunos científicos voluntarios. Al principio, todo pareció marchar bien, pero luego de algunos días el sujeto comenzó a sumirse en profundas depresiones. Hasta ese momento, no sabía la verdad detrás de todo aquello, así que sugerí que el desperfecto había comenzado a presentarse en algunas unidades, pero que ya se estaba trabajando en la reparación del daño. Con cierto aire de suficiencia, el detective afirmó que ya lo sabía, que había visto cómo cazaban a esas pieles por las calles para aplicarles “el antídoto” -y sus manos simularon disparar un arma. Solamente sonreí. Waber recobró su gesto adusto y me pidió que me abrigara: el viaje sería largo.

Tener la compañía de un hombre muerto sólo cobra sentido en el recuerdo. Waber condujo en absoluto silencio, fumando ocasionalmente un cigarrillo, como si pretendiera ausentarse de sí mismo. Sus movimientos eran mecánicos, automáticos. Apenas apartaba la vista del frente para leer en instantes la información del computador en el tablero. Pero su mirada parecía ir más allá de las formas danzantes del exterior tomado por la lluvia. Ahora sé que su mente se afanaba en reconstruir el sendero imaginario que el asesino iba dejando atrás. Estaba tras la pista correcta, pero aquellos minutos de introspección, en los que acaso trazaba el esquema a seguir durante la cacería que lo aguardaba, lo estaban consumiendo. Él no podía saberlo, pero le estaba robando al tiempo una sustancia que ya no le pertenecía.

Mientras la nave que me conducía al refugio surcaba la densa niebla de Los Angeles, la mirada atenta de un hombre entre las sombras vigilaba un ventanal iluminado en el sexto piso de un edificio en el centro de la ciudad. Agazapado al filo de una azotea cercana, el movimiento apenas perceptible de sus ojos registraba la distancia que lo separaba de aquel rectángulo de luz que al fin se había apagado. Había llegado la hora. Se incorporó, apoyó un pie en el filo y saltó. Los dedos de sus manos, ahora garfios, ahora vigorosas tenazas, se fueron desplegando a medida que la fuerza del impulso lo acercaba a la desnuda pared de la fachada. Nadie pareció notar aquella figura inmóvil sumada de pronto a la arquitectura del edificio; nadie, excepto la víctima potencial, que escuchó el golpe seco en la pared de su ventana y giró un poco la cabeza para descubrir la silueta imposible dibujada en la cortina. Ya las unidades, al igual que habían hecho conmigo, habían ido a buscarlo para llevarlo a su propio refugio, y en ese momento el magnético ulular de las sirenas rompió el silencio del acoso. Por segunda vez en la noche, el asesino percibió ese amargo sabor en su garganta. Era algo extraño. No sabía que aquella sensación era la química del miedo. Pero algo en la raíz de su atroz ingeniería sí fue consciente de ello, pues de pronto, sin que él lo deseara, el acero que lo mantenía aferrado al concreto recuperó la forma original de sus manos y el peso de su cuerpo lo proyectó hacia el vacío.

El impacto lo dejó aturdido sobre la humedad del callejón desierto. Quiso incorporarse, pero un dolor eléctrico laceró su estructura. Aquella sensación también era desconocida. Sin que pudiera evitarlo, algo semejante a un grito escapó de sus labios. Aquel pudo haber sido un instante aterrador, pero el ruido de las naves al alcanzar el edificio canceló ese placer subrepticio de la noche.

Las unidades que aterrizaron frente a la puerta del condominio vomitaron al instante un ejército de hombres armados. Un par de reflectores se encendieron para iluminar la majestad de la fachada. Voces de estática giraban órdenes confusas a través de los intercomunicadores, al tiempo que un escuadrón se deslizaba hacia el interior, cubriendo cada rincón en posición de ataque. A una señal, uno de los hombres ganó las altas escalinatas y alcanzó el segundo nivel del lobby, en donde halló a un anciano en ropa de cama que ensayó un gesto lívido al descubrir el cañón del largo fusil. Con un grito se le ordenó tirarse al suelo, pero el anciano, asustado, apenas consiguió ponerse de rodillas y comenzó a gritar los motivos de su histeria. La voz en los intercomunicadores reprodujo el relato. Sólo después de unos instantes de tensa confusión, uno de los oficiales al mando ordenó soltar los rastreadores. De la nave principal emergió un puñado de esferas de apenas el tamaño de pelotas de béisbol. Los insectos se mantuvieron un momento suspendidos en el aire y un segundo más tarde salieron expulsados en dirección a los costados en penumbras del edificio.

Ajeno a su propia cacería, aunque algo semejante a la intuición se la anunciara, el asesino se fue desplazando con dificultad por el laberinto de mierda de los canales subterráneos. El golpe casi mortal había bloqueado la comunicación entre su cerebro y los filtros ópticos que permitían su visión nocturna, así que sólo el instinto le dictaba el camino en medio de la profusa oscuridad. Se detuvo un instante para recomponer las formas descompuestas de las ventosas que sus manos, indecisas, apenas habían conseguido simular para ayudarlo a mantener el equilibrio. Entonces percibió el zumbido cada vez más cercano del insecto rastreador que lo buscaba. De espaldas al muro, ideó un arma. Pudo haber sido la desesperación, o quizá la suerte, pero esta vez la piel de su antebrazo parió el largo trozo de acero que su imaginación había fraguado. El filo de aquella saeta cortó el aire y se hundió derrotado en el hedor de las aguas negras. Merced a ese ataque, la esfera diminuta, invisible para el perseguido, encontró la posición de su objetivo y escupió una ráfaga de láser. El rayo impactó el muro e iluminó por un instante el perfil del hombre que nuevamente apuntaba. Su disparo esta vez dio en el blanco: la filosa punta de la flecha rompió al insecto, electrizando el aire alrededor. Sabía que vendrían otros, así que no perdió el tiempo y corrió, o intentó correr, buscando el posible resplandor de alguna salida. Lo encontró algunos metros más adelante. Se aferró como pudo a la escalinata herrumbrosa y ascendió, presa de un dolor insoportable. Años de lodo habían soldado la pesada tapa de aquella cloaca. La mano derecha del hombre se plegó en sí misma y se rehizo bajo la forma de un enorme mazo de acero que golpeó el rectángulo de hierro que bloqueaba la salida, arrojándolo a un par de metros de distancia. Ese esfuerzo lo devastó. La lenta figura que surgió del agujero en la esquina de la 22 y la 40 se arrastró con dificultad hasta alcanzar la pared que le sirvió de apoyo mientras oteaba el aire en busca de movimiento. Era una noche solitaria, pero cualquiera que lo hubiera visto ahí sentado bajo la lluvia habría pensado que se trataba de un mendigo. Nadie podría saber que esas manos de fieras cuchillas que a ratos se reblandecían bajo la textura de una piel lodosa y curtida habían fallado en confeccionar el penúltimo eslabón de una cadena de muertes que no habían llegado a su fin.

Waber me dejó a la entrada del refugio, donde un par de oficiales me recibieron para conducirme al interior. Sé por los diarios de aquella época que no regresó a las calles, sino que volvió a la jefatura y se entretuvo durante horas revisando los archivos del caso.

El reportaje que refiero, uno de los pocos que hicieron eco de los asesinatos, apareció en la sección policiaca de un semanario editado en las colonias. Por aquel tiempo, las políticas que restringían la salida del planeta para todo ciudadano que padeciera alguna enfermedad hereditaria o degenerativa eran objeto de debate, y la opinión pública en el exterior esgrimía el menor pretexto para reforzar las medidas de seguridad que permitieran continuar con el proyecto de una nueva sociedad, libre de las plagas de los últimos siglos que el hombre contaminado seguía sembrando en las ciudades.

Transcribo parte de ese trabajo, cuyo autor, un tal Emerson R. Palmer, publicó en el Independent una mañana de martes:

Mientras el humo de las factorías vulnera el aire enrarecido que los habitantes de las grandes urbes consiguen llevar a sus enfermos pulmones, dos nuevos tipos de contaminación han despertado en medio del caos y la sobrepoblación: el crimen tecnológico y la negligencia de las autoridades. Durante varias semanas, la policía de Los Angeles siguió la pista de un asesino de ex empleados de la Corporación Tyrrel. El homicida, según nos informan fuentes al interior del departamento, empleó una violencia extrema y espeluznante en contra de sus víctimas. Hasta el momento se desconoce el móvil de los asesinatos; sólo se ha conseguido descubrir -por medio de exhaustivas investigaciones forenses- que los cuerpos fueron desmembrados utilizando herramientas de alta tecnología hasta hoy pertenecientes a proyectos secretos del gobierno en colusión con el monopolio de industria militar en que se ha convertido la propia Corporación Tyrrel, cuyo desvirtuado avance científico ha iniciado ya el camino de su auto inmolación.

Al creciente número de víctimas del
asesino tecnológico se sumó la del detective Bob Waber, cuyas pesquisas para atrapar al asesino se encontraban ya muy avanzadas al momento de su muerte. De acuerdo con nuestra fuente, la negligencia fue la principal causa del deceso del ex militar y miembro honorífico del cuerpo policiaco, cuya prisa y quizás el ansia por un nuevo nombramiento lo llevaron a atender en solitario una llamada de auxilio que lo condujo directamente a las manos del asesino. Y nos preguntamos: ¿actúa la policía en la Tierra por impulso y no bajo los rigurosos esquemas de los que tanto se presume?, ¿le ha ganado al vicio de la corrupción la estúpida carrera por alcanzar logros personales que coloquen a los individuos en posición de acceder a las colonias, pese a demostrar con ello síntomas claros de un desequilibrio emocional que pondría en serio peligro la sobrevivencia de esta nueva sociedad que usted y yo nos hemos esforzado en construir?

Tedio y nicotina, esas eran las únicas palabras que Bob Waber tenía en mente cuando el teléfono timbró la noche de su muerte. Largas horas de intimar con los archivos del caso lo habían ido depositando en un sopor casi comatoso, pero eso no le impidió comprender que la imagen borrosa por la estática le estaba contando una historia que pocas veces había escuchado en sus años de servicio.

Hacía pocos minutos, el guarda nocturno de una fundidora de acero había despertado en medio de los golpes insistentes en la puerta principal. Alarmado, fue a ver qué ocurría. A pocos metros del lugar descubrió que el portón, de dos pulgadas de grosor, había sido cortado como una lata de sardinas y aquella figura enorme se estaba introduciendo. Sus ojos, como lunas menguantes de neón, lo encontraron. El guarda levantó su arma y accionó el dial de las luces de emergencia. Las arañas de potente voltaje iluminaron el pasillo y obligaron a aquella cosa a cubrirse el rostro y replegarse contra la pared como un animal herido. Nunca en su vida había visto a un hombre como aquel, imponente, casi totémico, majestuoso a pesar de la apariencia lastimera de los andrajos que le cubrían parcialmente el cuerpo. Fue lo último que el guarda pudo ver, pues el intruso extendió de pronto los brazos hacia el techo y un par de proyectiles -no estaba seguro de que lo fueran- rompieron la estructura de las altas lámparas. No supo a qué hora el arma había escapado de sus manos; sólo comprendió que su vida dependía de la velocidad de sus piernas, que en segundos lo llevaron hasta la salida posterior. A muchos metros del lugar, descubrió con alivio que aquella cosa no lo estaba siguiendo. Y no, no pretendía regresar, esperaba que la policía hiciera algo para atrapar a aquel ladrón antes de que hallara la caja fuerte de la oficina.

Waber conocía el sitio. De un golpe canceló el cobarde recuento, se calzó el soporte del láser, le informó al oficial de guardia en la salida que tenía algo importante y se dirigió a la nave. En el trayecto llamó a Stolt, pero no obtuvo respuesta. La lluvia del verano sacudía al Volvo que seccionaba el viento sobre las azoteas agrietadas. En minutos, el vehículo aterrizó en la zona de descarga del ala sur de la fundidora. Antes de abandonar la nave, Waber recordó las directrices de su oficio y pidió refuerzos, pero nunca estuvo seguro de que llegarían a tiempo, no en una noche lluviosa como esa. Conteniendo su respiración agitada, se dirigió al lugar.

Tal como el hombre al teléfono lo había descrito, el ancho portón parecía haber sido roto de un solo tajo. No era muy corpulento, así que penetrar por aquella ranura dentada fue algo fácil. Buscó a tientas su lámpara de emergencia, pero descubrió con incomodidad que la había olvidado en la nave. Pero el tiempo operaba en su contra, así que desenfundó el láser y agotó a ciegas los primeros corredores. Poco a poco su vista se fue adaptando a la oscuridad. Pensó fugazmente en el casco de lentes infrarrojos, y aborreció la prisa que lo había obligado a abandonar la jefatura desprovisto de equipo. Fue entonces cuando escuchó el rumor cansado al fondo de lo que parecía ser una amplia bodega. Se acercó lentamente, el arma en la mano derecha, la helada piel de las paredes como una repentina obsesión de su hombro izquierdo. A lo lejos, las sombras adoptaron de pronto la forma de un hombre que se erguía, que parecía tensar todo su cuerpo al descubrir el láser que le apuntaba. Un destello se dibujó a la altura de su pecho y un brazo o lo que sea que haya sido también pareció señalarlo. ¿Fue un silbido o el susurro de la lluvia que se filtró hasta él lo que el infortunado oficial alcanzó a escuchar? Un bautizo de sangre, de su propia sangre fluyendo numerosa de su vientre, fue la respuesta.

En sus años en el frente, Bob Waber había visto hombres heridos soportar por días el asedio de la fiebre y el frío aletazo de la muerte acechando su sueño; vio incluso a un soldado demediado arrastrarse en busca de auxilio, incapaz de resignarse a su fin. Aquellos recuerdos acudieron a su encuentro cuando se supo inmovilizado por el fuego del hierro que lo había traspasado para incrustarse en el muro a sus espaldas. Comprendió por qué la carne de sus compañeros de guerra se negaba a fenecer: nunca era demasiado tarde para levantar el láser y buscar compañía en la hora de la muerte. El haz invisible surcó el aire y estalló a un costado del asesino, que se detuvo con un grito y rodó por el suelo para ser tragado por las sombras. Waber disparó en repetidas ocasiones, ya sin tino, y el rincón de la nave industrial se iluminó instantáneamente de artificio. Un momento después, el arma se le escurrió entre los dedos mientras el índice insistía en accionar un gatillo invisible. Sus piernas se entregaron repentinamente al cansancio y el peso de su cuerpo sobre el hierro le desgarró el pecho. El asesino ya estaba frente a él. Oyó que respiraba con dificultad. Quiso ver su rostro, pero el filo de los sables, nítido en el silencio, le negó para siempre esa curiosidad insana.

Stolt arribó al escenario sólo para atestiguar el ocaso del espectacular despliegue de las fuerzas especiales, inútiles ya. Algún subalterno lo reconoció y se acercó para indicarle un sitio al fondo del corredor. El veterano oficial asintió en silencio y encendió un cigarrillo mientras cruzaba el umbral ahora iluminado de la fundidora. A lo lejos, los peritos copiaban las siluetas del cadáver: una de ellas sobre el piso; la otra, en la base del muro. Pero la imagen del insoportable rompecabezas en que se había convertido su compañero no le hizo mella. Al menos, la dureza en su expresión no lo denotó. Dejó atrás el cadáver cercenado y llevó sus pasos hacia el fondo, en donde parte del equipo tomaba muestras y holoescáneres de lo que parecían ser las huellas de la batalla en la que el joven oficial había sido abatido. Los restos de una sustancia corrompida por la grasa y los solventes que humedecían el piso sugerían que el homicida había resultado herido. Sea lo que sea, meditó el forense cuando el detective se acercó, esto no es sangre humana. Stolt, con gesto taimado, confesó que lo sabía. El médico lo interrogó con inobjetable sorpresa. Se trata de una “piel”, murmuró el policía. Los fiambres eran todos antiguos ingenieros de Tyrrel; uno de ellos se salvó de morir gracias a que los muchachos llegaron a tiempo. Los rastreadores persiguieron al sujeto por las alcantarillas; tomaron este fotograma -y le mostró al forense la pantalla de su intercomunicador, que exhibía la imagen en baja resolución del hombre hundido a medias en las aguas negras. Esto no tarda en llegar a oídos de los federales -Stolt abarcó el lugar con la mirada. En ese momento un oficial se unió al grupo para informar que el rastro del asesino se dirigía hacia el oeste. Tenemos poco tiempo, dijo el detective, si queremos llegar primero. Bueno, siempre después de Bob, por supuesto.

Reducido a una masa informe, temerosa y exhausta, el que antes había ejercido la tiránica muerte sobre las cosas vivientes sentía con horror cómo el remedo de carne que protegía la sofisticada arquitectura de su cuerpo se resignaba a su propia consumición. El deterioro repentino y gradual de sus manos lo tenía desolado. Ahora más que nunca ansiaba el sueño, pero ese estado mental era territorio exclusivo de los hombres; a él solamente le había sido dado el recuerdo, o más bien la fría imitación de los procesos de la memoria que un esquema de laboratorio había instalado en su cerebro. Así que jugó a recordar: la sensación de la hierba en su mejilla, el dulce olor a almizcle de una puta que le ofrecía su piel, el hielo sobre los lagos del norte, la soledad del bosque y una cabaña de viejos robles en donde aquel hombre lo encontró después de la tormenta. Nunca reconoció a la lenta figura que ascendía, hasta que llegó a su puerta y se descubrió el rostro. Sí, soy yo, se anunció el recién llegado. Mírame de nuevo: es a mí a quien esperas. Ha llegado el momento de que dejes de esconderte. Es la hora de los hombres, del fin de su asquerosa carne. Es tiempo de que paguen por inventar la muerte. Y no dijo más. Se dio la media vuelta y se alejó, una silueta cada vez más débil, borrada por el blanco de la nieve que se extendía hasta el horizonte. Pero aquellas palabras habían sido la orden que esperaba y sólo aguardó al anochecer para abandonar su refugio y volver a la ciudad que años antes había dejado atrás.

Y ahí estaba, derruido, observando en silencio cómo la metamorfosis de sus manos ensayaba un sinsentido de acero. Entregado a sus minutos finales, se resignó por fin a la inminente llegada de aquellos cuyas armas, menos falibles que las suyas, confirmarían su derrota inapelable. Y éstos no tardaron: el viento se agitó a su alrededor cuando las primeras naves sobrevolaron la zona. Acostumbrados a las sombras, sus ojos se rindieron a la intensa luz de los reflectores que comenzaron a bañar las calles a escasos metros de donde él se encontraba. Como ajenos a su voluntad, los garfios resurgieron en medio del rechinido de la maquinaria herida. Se incorporó de un solo impulso y se abrazó a un poste de energía eléctrica para preparar el ataque. Ese movimiento lo delató: los ojos luminosos de las unidades aéreas se volvieron hacia él.

Desde lo alto de una de las naves, la voz de Stolt, magnificada por la potencia del altavoz, le ordenó rendirse. El asesino comprendió que no sería fácil escapar y ensayó el primer acto de su defensa: la materia de sus manos titubeantes mutó en ganchos de hierro, cuya fuerza venció el poste que lo resguardaba, arrastrando consigo una telaraña de cables de alto voltaje. Como llamados a la vida, aquellos látigos eléctricos chasquearon peligrosamente cerca de las unidades que habían tomado tierra preparando la captura. Inmóviles francotiradores, apostados en las azoteas aledañas, aguardaban la orden de fuego. Pero ésta no llegó, no en el momento en que un trozo de concreto derribó una de las naves, proyectándola hacia el grupo de hombres que, enmudecidos, perecieron bajo aquel tonelaje imprevisto. Los vehículos que aún permanecían suspendidos en el aire rugieron al retroceder o elevarse, previendo un nuevo ataque. Una larga saeta rompió la expectación y penetró el pecho de uno de los oficiales en tierra. Aquello bastó para que otro grupo de francotiradores, sin una voz de por medio, abrieran fuego. Pero el asesino tenía la ventaja de una mirada plural que acaso el miedo había reactivado en sus terminales nerviosas, y sólo tuvo que arrojarse al piso para evitar la andanada. Otro policía fue alcanzado en el cuello por una cuchilla circular. Los hombres que se encontraban a su alrededor gritaron aterrados al ver el brillo del casco rodar por el suelo mientras que el cuerpo, aún de pie, lanzaba densos chorros de violenta sangre. Al instante, un enjambre de afiladas esquirlas de hierro los privó para siempre de esa atroz visión. Desde el aire, Stolt vio el escenario de hombres caídos y, sin pensarlo, cogió el arma con su extremidad metálica y apuntó, siguiendo con precisión los movimientos de la danza macabra que el asesino ensayaba en medio de su infausta obra. Alcanzada por el láser, la diminuta figura se dobló por un costado y comenzó a arrastrarse hacia las sombras de un callejón. Para el orgulloso detective, ya era sólo cuestión de tiempo.

El dolor en el muslo era indecible. Estaba perdiendo mucha sangre -si es que aquella sustancia lo era- y la vista se le había comenzado a nublar. Pensó que si acaso tenía alguna oportunidad de escapar, sería a través de las sombras del edificio en ruinas cuyo umbral cruzó en medio de los primeros espasmos. El ruido de los pasos de sus perseguidores crecía a cada segundo. Alcanzó como pudo el cubo de la escalera, pero el peso de su cuerpo rompió las cuarteaduras del frágil concreto. Deseó los garfios para asirse a los muros y ascender, pero la acción de sus manos había enmudecido. No, ese no podía ser el final. Su mirada encontró el vacío de una puerta. Tambaleante, la cruzó. De un rápido vistazo analizó la geometría de aquel cuarto solitario. Los restos de una lámpara pendían del alto techo; los ojos del asesino persiguieron una línea imaginaria y se detuvieron al fondo, en un punto exacto del muro que se hallaba exactamente en el lado opuesto. Arrastrando la pierna herida alcanzó ese lugar. Con desesperación juntó ambas manos, extendió los brazos para rozar la humedad del muro y concentró todas sus fuerzas en una imagen precisa del acero. Al principio indeciso, a la postre se fue revelando el perfil de un rotor puntiagudo que en cuestión de segundos acabó por concretarse a la orilla de sus extremidades. La punta de la maquinaria comenzó a romper la pared, desnudando poco a poco la urdimbre de cables y finos conductores de energía. El ruido atrajo al grupo de hombres que presidía el acoso. A través de los lentes infrarrojos, sus azorados ojos presenciaron el estallido de los cables cuyos extremos incendiados el hombre enloquecido introducía en su herida. Las armas se alzaron dispuestas a abatirlo, pero el fulgor del baño azul eléctrico que envolvió al asesino cegó a los hombres por un instante. Dispersos, apenas recuperando la visión luego de despojarse de las lentes ya inservibles, supieron que se hallaban a merced del hombre invisible entre las sombras.

Stolt, aún en la calle, encabezaba al segundo grupo. Los reflectores de la nave de reconocimiento que cubría el despliegue iluminaron la entrada de la fábrica abandonada por la que los primeros hombres habían ingresado... y de la que jamás saldrían, pues eran eliminados uno a uno en medio del fragor de los ciegos disparos y de los alaridos surgidos del hierro que laceraba su carne. Asaltado por un vago sentimiento de impotencia, el detective reordenó a su equipo y se decidió a entrar.

El eco de los cuartos vacíos reproducía los gemidos de dolor de los hombres moribundos. Stolt y su equipo invadieron la sala iluminada por el falso verdor del baño infrarrojo y avanzaron evitando tropezar con los restos de sus compañeros, cuyos lamentos se iban apagando. Entonces descubrieron el boquete en la pared del fondo, y la sombra fugaz que lo trascendía. A una señal, uno de los hombres se desplazó hasta el sitio y arrojó una granada sónica a través del agujero. El estallido amortiguado cimbró el cuarto contiguo y agrietó las paredes de la construcción, que vibró por momentos y luego se entregó al silencio. Expectantes, los hombres esgrimieron los fusiles láser y se fueron acercando uno a uno. Al otro lado, en una esquina del cuarto devastado, la figura borrosa del asesino se retorcía entre gemidos y estertores. Hacía falta rematarlo. Stolt detuvo al oficial que se adelantaba a su gloria y se introdujo, ignorando las fuertes vibraciones de alerta de su brazo postizo. El cuerpo que yacía en el piso, a escasa distancia, había dejado de moverse. El arma tembló entre los dedos nerviosos de su mano izquierda, pero aún así se acercó para mirarlo de cerca. La pesadilla que lo esclaviza cada vez que despierta a la inutilidad de su paralítico cuerpo inició cuando aquel rostro abrió los ojos y, mirándolo fijamente, le confió un odio que no era humano. Stolt, sorprendido por un terror innominable, disparó una vez. Y falló. La cuerda de acero que el asesino fraguó en el instante final de sus días silbó en la oscuridad y atenazó al detective, que sintió -fue la última vez que sintió- cómo ese abrazo metálico le rompía la espalda.

El casco salió expulsado de su cabeza cuando el cuerpo del detective se estrelló contra el piso. Así que para él, lo que siguió al dolor ocurrió entre las sombras: el fuego preciso del láser que desgarró la piel convulsa del asesino, la silueta del hombre que le oprimió el cuello con los dedos para interrogar su pulso, las voces distorsionadas por la estática de los intercomunicadores, el ingreso atropellado de los hombres de blanco, la expresión adolescente, casi infantil de uno de ellos y luego ese otro rostro, tan cercano, que desde su muerte ya consumada no cesaba de mirarlo.

El guardia en la puerta me anunció que era momento de partir. Salí al patio del refugio, en donde un vehículo me aguardaba. Horas después, la noche había madurado en las calles y sólo el viento posterior a la lluvia arrastraba algunos ruidos hasta la ventana de mi departamento. Quise dormir, pero no lo conseguí, envuelto por los rostros fantasmales de las víctimas que el asesino había ido cincelando en mi memoria. Los primeros colores del alba me encontraron en la espesa ebriedad del insomnio. Abandoné la cama de un salto, cogí el abrigo y salí a la madrugada.

Tyrrel me recibió, aún en bata, detrás del escritorio de su imponente oficina, su anciana silueta recortada contra la imagen de la ciudad temprana que se filtraba a través del muro de cristal. Una joven, cuyo hermoso rostro era nuevo para mí, se acercó para servirnos el café y se quedó de pie junto a nosotros, extrañamente inmóvil, casi inexistente. Luego, Tyrrel le ordenó que nos dejara solos.

¿A qué se debía mi presencia a esa hora de la mañana? La respuesta ya estaba entre mis labios: quería saber si estaba al tanto de los asesinatos. No sé si él esperaba esas palabras, lo cierto es que me observó durante algunos segundos con un aire melancólico y giró un poco para dejar que sus ojos se posaran sobre el paisaje a sus espaldas. Los asesinatos, escuché que susurraba casi para sí mismo. Luego se volvió para entregarme la fragilidad de sus ojos, y entendí que su mundo había cambiado para siempre.

El Nexus 4 era un prototipo secreto, el más alto logro de la ingeniería genética que el hombre había concebido jamás. Para la comunidad científica -incluido tú, Sebastian-, se había diseñado un eficaz obrero, dotado de extremidades capaces de transformarse en innumerables herramientas a partir de un simple impulso. Para la industria militar, que había solventado el proyecto, el Nexus 4 era el guerrero perfecto, la vanguardia en las tareas de preservación del imperio. Su mente, un poderoso computador, lo mismo tomaba decisiones que abdicaba en favor de la decisión de terceros. Y lo más importante: su cerebro estaba libre de la disociación de pensamientos que había engendrado “la duda” en algunos de sus predecesores, aquellas unidades que los cazadores estaban retirando debido a que habían huido de sus sitios de trabajo, presas del tormento existencial. Todo marchaba conforme a lo planeado, hasta que un dictamen del Senado exigió que se les practicara el test de Voight Kampf. Cinco de ellos pasaron la prueba, pero el sexto sufrió una leve dilatación de las pupilas durante las últimas preguntas del cuestionario. A pesar de la resistencia de los militares, el fallo del gobierno fue inapelable: la cancelación del proyecto. El buró científico de la Corporación, no obstante la oposición por parte del propio Tyrrel, decidió que aquel elemento debía ser destruido. Se fijó una fecha; mientras tanto, con objeto de finalizar la etapa de observación, aún inconclusa, no se le privó de sus libertades de acción dentro de las instalaciones, únicamente, como marcaban las leyes, se le extrajo el mecanismo que permitía la mutación. Pero se había cometido un error imperdonable: el sujeto con la falla, asignado a tareas de laboratorio, tuvo acceso a los expedientes del proyecto.

Se supone que todos ellos eran seres superiores, así que su contacto con el mundo debía ser lo más cercano posible a la realidad y no sólo ser sometidos a esquemas de instrucción en aulas acondicionadas para tales propósitos. El androide, ya disminuido en sus funciones motrices, interrogó los archivos y de súbito comprendió su verdad. Me cuesta imaginar el tormento psicológico que aquel conocimiento engendró en su mente. Por supuesto, entró en crisis, pero su intelecto, íntegro aún, le aconsejó disimular. Sin que el área biopsiquiátrica pudiera detectarlo, se entregó con pasión a las tareas de siempre -pero ese “siempre” le pertenecía a otro, y el rencor de saberlo se fue transfigurando en el odio que hoy tiene a la muerte por sustento. Mientras tanto, las horas que lo distanciaban de su fin inminente las ocupaba en urdir la venganza. Así, una tarde cualquiera a la hora del descanso, cuando sabía que la seguridad se relajaba y grupos de hombres sonrientes se dirigían al comedor y a las áreas de esparcimiento, se introdujo en los laboratorios y reprogramó a uno de los replicantes en proceso. Conocía las claves de acceso a la computadora matriz, así que al final del sabotaje accionó el temporizador cerebral de la unidad en reposo y al caer la tarde huyó de las instalaciones desactivando el chip de reconocimiento incrustado en su piel. Nadie supo lo que había hecho hasta que, a la mañana siguiente, la unidad corrompida despertó en medio de la confusión general. En su huida, sembró de cadáveres el laboratorio.

Voight Kampf tenía razón: la principal semejanza entre un hombre y una máquina creada por él mismo se encuentra en el inevitable contagio de las propias limitaciones del ser humano. En la fría soledad de la sala de documentación, el Nexus 4 condenado a muerte, enfrentado de pronto a ese destino de vacío, sólo acertó a rebelarse, como el hombre lo habría hecho, en contra de su creador. Pero el ciego ejercicio de su blasfemia no tenía por motivo el renegar de la vida que se le había otorgado, sino el hecho de que aquel indeseable regalo le hubiese negado el privilegio de ignorar el momento de su muerte, el haber cancelado para siempre el placer de esa vana esperanza.

Las primeras víctimas de su atroz venganza habían pagado con sus vidas el alto precio de creerse los dioses de una ciencia imperfecta. Pero esos hombres eran, de alguna manera, inocentes: el diseño del Nexus 4 había terminado para ellos en el esbozo de un proyecto, que otras mentes más jóvenes desarrollaron años más tarde. Aquellos no se merecían los excesos de ese rencor, sino los otros, los que aplican actualmente el conocimiento en el interior de esa carne que se pretende humana. Acaso yo mismo ignoraba que trabajaba sometido a los impenetrables desequilibrios de un imperio, pero saberlo, hoy, no me exime de culpa.

No bien Tyrrel guardó silencio, comprendí que sabía que aquellas muertes eran sólo el principio. Sus temores tenían fundamento: del acuerdo secreto con los militares dependía el futuro de la Corporación, de los avances alcanzados en otras áreas ajenas a los afanes belicistas.

El proyecto seguía en marcha.

Así que el resto de los Nexus de última generación seguían activos, expuestos a las formas que podría adoptar la venganza que el otro, en libertad, seguirá persiguiendo mientras viva. ¿En dónde están ahora?

La pregunta se quedó para siempre en mi garganta, pues en ese momento la joven que había estado antes con nosotros abrió la puerta de la oficina y carraspeó para anunciar su presencia. Tyrrel me dio nuevamente la espalda para contemplar cómo el sol de la mañana era eclipsado por el gris de las nubes que poco a poco iban tomando el cielo sobre la ciudad.

De reojo, con un vago sentimiento de horror, vi cómo la mano derecha de aquella chica se plegaba en sí misma para renacer en la forma de los finos garfios de acero que en instantes se extendieron hacia nosotros... sólo para proveerse de la comodidad necesaria para alcanzar las tazas vacías y depositarlas sobre la repentina charola de aluminio en que se había convertido su antebrazo izquierdo.

Sin poder evitarlo, busqué su mirada. Ella, simplemente, me sonrió. Fue, he de reconocerlo, un gesto enigmático: la delgada línea de sus labios como un conjuro aquietante, el brillo de sus ojos pleno de hallazgos, confiables, transparentes.

La vi cruzar ágilmente el vacío de la oficina; sus pasos, exactos, silenciosos, parecían hacerla gravitar sobre la alfombra.

Una vez en la puerta, se volvió nuevamente hacia mí. Pero ya no sonreía.

Con su permiso, señor Sebastian, dijo antes de salir.