martes, noviembre 23, 2004

En las horas de amargura, imagino bolas de zafiro, de metal. Soy dueño del silencio.

-A. Rimbaud

Ciudad en llamas, ciudad inabarcable. No basta la mirada para hallar tus fronteras. Pero estás en mis ojos, que reproducen fieles tus luces como una acuarela diminuta. Entiendo que tu reflejo debe ser fuego en la piel de mi rostro, pero no hay calor sino sólo la fría respuesta de tu eco. Y persisto: de pie en el balcón veo a lo lejos las naves de reconocimiento que te sobrevuelan en círculos como insectos hambrientos de inmundicia. ¿Qué buscan, si “el arribo” es apenas un vislumbre, una sospecha? ¿O sólo merodean para que la noche se vuelva en sí misma, se recoja, enlutesca de su propia muerte?

Aquí, de pie, de frente a la ciudad aborrecida. Las tempestades despiertan trayendo consigo a los ángeles eléctricos que bailan su danza fugaz sobre las calles y los altos edificios de concreto raído por los años y las guerras. Los niños del ácido pronto recobrarán sus ojos húmedos y sus pálidas mejillas de grises surcos descendentes. La tierra implorará por sus ancianas pieles cuya atroz condena es gotear la carne impaciente y puntual que es ya alimento de un siglo en el que la infancia es hoy un mito y mañana una mentira. ¡Bailen pues, roben, destruyan! Nada impedirá que sean muertos en vida, niños-cadáveres en bulliciosa procesión hacia el infierno que nunca se hartará de nutrirse de sus almas transparentes. O sueñen, pues; finjan que sueñan porque jamás despertarán y su dormir será eternizarse en la nada, que también los sueña. Es decir: la pesadilla. Es decir: el otro lado del paraíso.

El sonido de los relámpagos llega tarde a mis oídos. La ciudad se ilumina fugazmente. El viento juega a reconocerse en mi rostro. Siento cómo el aire se astilla y me hiere la carne, agita mis cabellos, se azota enloquecido contra puertas y ventanas. Las manos invisibles del viento me empujan a la orilla, pero no caeré, no esta noche: aquí me quedaré, sembrado al concreto que los hombres erigieron para coronar un sueño del que la muerte los desterró. Seré por unos minutos el firme estandarte de una generación que aborrece la historia porque sus páginas la excluyen, la escupen como a los huesos secos del último animal sobre la Tierra.

Y entonaré en voz baja, muy baja, casi en el nivel del pensamiento, la canción del exilio interior.

Entonces llegará la lluvia, y cabalgará en ráfagas sobre los campos de luto. Y seré el único, el mudo testigo de su vano intento por lavar la honra de mi especie.

sábado, noviembre 20, 2004

Hay algo que necesito aclarar: la soledad que me rodea no nació de mí; es el espectro de una ausencia.

Yo, como tú y como muchos, también quise a alguien. Este vacío tuvo un nombre. Y ese nombre ahora se esconde en algún lugar de la ciudad. Pero la ciudad es grande, demasiado grande para una sola palabra, una sola palabra que ama jugar a reflejarse en otros rostros pero que no se reconoce en ninguno. Rostros que me encuentran o que se dejan encontrar por mis ojos. Pero ese nombre que es un vacío también es un molde, y en él las mismas letras que lo conforman se incomodan, se quiebran, renuncian, porque sólo son semejanza, caricatura, sombra vana. Son nombres, no El Nombre; son mujeres, pero nunca la Mujer.

El Nombre y la Mujer son Fabiola.

Ella comenzó como un atisbo, apenas un guiño en medio de la confusión del patio escolar. La tarde se había arrastrado sobre el barrio de Mixcoac y ellos, mis compañeros de asaltos, habían llevado consigo un juego de binoculares. Se trataba de una broma, de una burla a las leyes que nos mantenían atados lejos de nuestros breves sueños adolescentes. Pero ese objeto le había robado un espacio a la realidad y era motivo suficiente para la celebración. Por aquellos tiempos creí ingenuamente que el nombre era Gloria, pero estaba equivocado: lo supe cuando reduje su figura al diámetro virtual de un acercamiento y exclamé ¡La tengo!, pero esperen... No es; ella no es. Porque la gloria no estaba en su rostro, sino en el otro, en el que se interpuso de pronto en mi historia. Por eso el esperen... No es; ella no es se quedó aquí, detenido como una primera página ebria de anécdota, ansiosa, deseosa. Pero esa tarde no sería, porque la noche nos cerró los ojos y las páginas y abrió las puertas del regreso a casa, de la merienda y el televisor y los videos musicales, los partidos de futbol, las imágenes que el barrido invisible del juego de luces transformaba en otras historias y en otros rostros que fueron cubriendo el recuerdo como capas de lo que sería un frágil olvido involuntario.

Hoy es 19 de noviembre del 2004, y parece que no lo es, o que es menos. Aquella noche es semejante a esta noche, como otras, como las miles que han nacido y han venido a morir a este sitio. Pero las recuerdo, las recordamos, erigimos un altar en su nombre y en nombre de todas las otras noches que alguna vez vinieron a postrarse ante mí con las manos vacías, derrotadas, fatigadas de seguir el rastro eterno, cansadas de recomenzar, agonizantes. Y en esta que está aquí y que muere a mi lado tampoco está ella aunque todo la nombre: la música, el recuerdo, el rumor de la ciudad. Yace el nuevo cadáver de la noche y su muerte alimenta la ausencia. ¿Cuánto, Dios maldito? ¿Cuánto tiempo más? Pero nadie responde. Y la soledad ocupa su lugar en esta página.

Aquella que fue la noche original, asistimos al universo febril de un pequeño departamento al sur de la ciudad. Cómo fue que lo hicimos es algo que he olvidado y no persistiré en la mentira de referir cientos de posibilidades de arribar a Plateros y reconocer un edificio que se había erigido en nuestra memoria con el caprichoso material de las palabras. Lo cierto es que la noche llegó antes que nosotros porque era su destino esperarnos a la entrada y bañar de sombras la figura de uno de ellos que asomó al balcón y gritó el grito que abrió el cuaderno y sopló sobre la blanca hoja inacabada: ¡Aquí es! Y arriba convergieron las miradas, todo un cuarto piso de miradas y de risas y de ropa que no es el gris y el verde y el blanco del uniforme escolar. Parecíamos diferentes. Eran ellos pero eran otros, y ambos son los mismos seres que la nostalgia señaló para obligarlos a repetir una y mil veces el alboroto al que nos fuimos sumando como los colores del ábaco a la cifra de las noches que me cuento este recuerdo: y dentro del alboroto estaba ella, la que no era y que de pronto lo fue para siempre...

Esa rara ciencia de acuñar un rostro sobre la superficie irregular de la nada: sortilegio propio del azar. Y ella que entonces se dibuja sobre sus mismos trazos, sobre esas líneas que los días habían pretendido ocultar y que emergieron al papel en medio de la música, de la canción cuyo título prefiero callar porque también a mí la vida me ha enseñado que las cosas se ensucian cuando las dices. Dejo pues que el lector -¡hipócrita lector, mi semejante, mi hermano!- elija la melodía que me acompañará al encuentro del nombre que ahora sé y que jamás podrá ser en otra: el Fabiola que se desprende de sus labios rojos de un tenue carmín, disfrazada carne que jamás besaré porque así me lo dicen los años que conducen a esta noche desde aquella noche en que ella baila. ¿Y tú? Sí, tú, tú le dices tu nombre y esas dos voces se eslabonan pero jamás se funden, simplemente se toman del brazo y se declaran una rara amistad perenne de la que ese que responde al ¿Y tú? será su esclavo, el silencioso atormentado por la fraternidad de esos dos nombres que nunca volverán a pronunciarse en voz alta, que cancelan para siempre el derecho de cualquiera a decirlos como una sola cosa: ¡búscate el eufemismo que más te acomode, pero no te atrevas a nombrarnos porque jamás seremos algo para ti! Pero aún no lo sabes y respondes al ¿Y tú? con un Oscar notoriamente menos trágico que el de hoy, 19 de noviembre del 2004. Y un instante más tarde la canción nos abandona y cede el espacio a otras canciones que también quieren ser parte del recuerdo aunque es difícil: con una basta. Pero las otras lo intentan: allí estamos nuevamente a mitad de la década, expuestos a los recuerdos de otros -no sé si dramáticos o cotidianos-, enfrascados en un baile que fenece y resurge minutos después, cada uno regido por un nuevo descubrimiento, por una nueva dosis de asombro por las cosas que las palabras nos dictan al oído cuando nos acercamos para decirlas, para evitar que el ruido de la música se las trague y las escupa en el basurero del olvido. Así que ahora sé que vives en el departamento contiguo, que tomas clases en el segundo grado, que tienes 14 años y que jamás alcanzarás los 15 porque así permanecerás para siempre en mi recuerdo, siempre de jeans y blusa sin mangas, el rostro brillante de sudor, y aunque protagonizarás otras imágenes en el transcurso de los meses siguientes siempre lo harás con esos 14 años que te verán recorrer el pasillo contiguo a los salones de la escuela y avanzar y detenerte un momento frente a mí para entregarme una carta que rescato de las garras de ellos que también están allí y que luego, ya a solas, extiendo tímidamente en mi pupitre. (Perdóname, Fabiola, pero he perdido esa carta y con mi descuido la he condenado a la leyenda, cuando hoy podría reproducir en negro el azul de sus palabras, tus palabras, que sutilmente convocaban al atrevimiento, a la acción que jamás llevaré a cabo y cuya inacción cimentó las raíces de esta noche. La primera, la única carta, y hoy sólo existe porque aquí la nombro.) Otras de las imágenes serán el ensayo para el baile escolar, o la llamada que me tomó por sorpresa, esa en la que no estaba tu imagen pero que tu voz en el teléfono me obligó a adivinar, o la última en el teatro de la Prepa 8, esa en la que recibes los aplausos y luego te separas del grupo pues me has visto, pero yo no busco esa orilla en la que te detienes a esperarme con una sonrisa que jamás descifraré, porque finalmente el círculo se estaba cerrando y no había cupo para mí, o sí lo hubo pero la fecha anunciaba su caducidad irreparable, así que abandoné, perdido entre la gente, salí del teatro sin volver la vista atrás y fui uno más entre el gentío, me abandoné a esta ciudad que las sombras dibujan en ámbar esta noche, fuera -no sé si para siempre- del círculo que se cerró a mis espaldas mientras los aplausos se iban apagando para nutrir al silencio y a la soledad y al vacío que hoy me pertenece, la única cosa que la vida jamás logrará arrebatarme.

Cierro el diario.

No sé por qué hoy he vuelto a él. Precisamente hoy que por un momento me he sentido dañado por la soledad. Quiero pensar en ese hombre, y en la otra, Fabiola, pero no puedo. No puedo porque ninguno de esos rostros alcanza a resolverse en mi imaginación. Si todo lo que ha sido dicho en este viejo cuaderno fue verdad, creo entenderlo: yo guardo una historia semejante; también mi soledad se fue construyendo a partir de las decisiones que nunca me atreví a tomar.

Pero no la contaré.

Sería como andar sobre las huellas de otros.

La existencia no puede ser el gran misterio que hemos pretendido si las circunstancias se repiten una y otra vez.

No soy el único que ha llegado tarde a su vida.

viernes, noviembre 19, 2004

Incapaz de presentir la niebla, me fui sumando a las sombras. No sé qué intrincados pensamientos me ocupaban, pero cuando desperté de aquel embrujo ya los rostros del gentío habían adoptado su calidad de siluetas imprecisas. Fantasmas involuntarios, fuimos avanzando a través de ese misterioso vaho de la noche, casi a tientas, disueltos, titubeantes. Tropezábamos, deteníamos nuestro paso, intentábamos adivinar las formas cambiantes del camino, pero nadie renunció: el injusto esfuerzo de progresar entre la niebla era menos que el peligro de saber que el siguiente encuentro pudiera ser el último.

A cierta distancia percibí un portal de hierro. Mis dedos rozaron la herrumbre y sólo tuve que empujar un poco para hacer que el antiguo mecanismo cediera. Un largo pasillo se abrió ante mi vista. Hasta allí la niebla también se arrastraba, pero no había tomado aún del todo la oscura boca del edificio casi en ruinas. Me desplacé con paso lento, guiado por el débil resplandor de un doble ventanal que sugería los ojos cansados de un dios en el exilio. Hacía horas que no llovía, pero en la superficie irregular del suelo había charcos profundos y bancos de lodo de antiguos aguaceros. Mis pies indecisos fueron alterando el reposo del agua hasta que me detuve ante la puerta de madera corroída del departamento 03. Dejé que el eco de mis pasos muriera y entonces me animé a llamar. El rumor interior, que hasta entonces no había notado, cesó de pronto. La voz avejentada de una mujer al otro lado de la puerta preguntó mi nombre. Soy Sebastian, respondí, y no sé si mis palabras la alcanzaron pero durante algunos segundos sólo hubo silencio. ¿Qué quieres?, insistió. Ver a Ian, grité esta vez. Y de nuevo un pasmoso silencio. El rumor de una voz diferente se dejó escuchar. Hubo un intercambio de palabras que no alcancé a discernir y un poco después el sonido de un cerrojo anunció que me habían reconocido.

Aún oculto entre las sombras, la cosa Ian asomó por la rendija de la puerta entreabierta. Pasa, me dijo, dejando un espacio apenas suficiente para que pudiera introducirme. Entonces pude verlo claramente: las formas de su cara habían mutado y lo habían transformado en un remedo de reptil con la piel tamizada y escamosa. Vestía lo que parecía una vieja gabardina militar. Iba descalzo, sostenido en pie por el filo de sus talones, lo que a todas luces indicaba que no estaba preparado para recibirme. Pero no parecía sorprendido: su mirada penetrante me confió que él también sentía curiosidad de mi rostro. Cerró la puerta tras de mí y me condujo a la estancia. El falso azul del neón iluminaba apenas la húmeda habitación de viejos y rotos muebles. Desde el rincón, una anciana me miraba. Siéntate, me dijo Ian; aquí, si te parece bien, para que podamos conversar. Por ella no te preocupes -Ian la señaló-, no sabe quién eres, pero no es necesario que se lo digas: mañana lo habrá olvidado. Sufre esa variante del Alzheimer... ¿cómo es? Tú debes saberlo. Alcé los hombros. ¡Al diablo!, dijo Ian, yo debo de estar padeciendo lo mismo. Qué más da: en mis condiciones, sería como tener una gripe. Se sentó en un sucio diván, justo frente a mí. Ha estado aquí desde hace meses, señaló mirando a la anciana, que ya había cerrado los ojos. Es clarividente. Adivina el futuro. Dice que hay otros como yo y que llegarán en oleadas. “El arribo”, así le llama. ¿Tú sabes algo de eso? Negué con un movimiento de cabeza. El dijo: Ha predicho algunos sucesos: enfermedades, muerte de políticos, la devastación de Haití. ¿Sabes?: ahora tengo una terminal ahí dentro; la robé en el último motín de los orientales. Ella me lo anunció. Así que salí a escondidas y estuve en el momento justo en que comenzó todo. Aquello era un infierno: explosiones, linchamientos, naves que se precipitaban a tierra, chinos que se autoinmolaban en nombre de no sé qué leyenda que seguramente ya nadie recuerda... Fui de los primeros en iniciar el saqueo. Ya sabía lo que buscaba. Y allí está, funcionando a la perfección. Sólo así puedo leer los periódicos; por eso me enteré de que todo lo que ella decía había resultado cierto. Pero después ha fallado. Dejé de creerle. Ayer me dijo que vendrías. Y mira: aquí estás. Ahora sé que sus facultades siguen intactas. Pero, ¿no recibiste mi carta?, pregunté, sorprendido. Ian soltó una carcajada. Nadie entra en este barrio, hombre, ¿no te diste cuenta? ¡Ni siquiera sé cómo llegaste con vida! Ayer hubo un asesinato, justo aquí, frente a mi puerta. Asuntos de drogas. Por la madrugada el cadáver de ese hombre yacía desnudo. Y al amanecer, ya había desaparecido. No se conforman con los órganos vitales; deshollan los cadáveres y les extraen hasta los huesos. ¿Qué hacen con los huesos, Sebastian?

La pregunta me incomodó; yo sé lo que hacen con ellos: se les aplica un tratamiento y se plastifican; en el mercado negro se venden como estructuras sintéticas. La industria subterránea los utiliza como prótesis, pero la química del cuerpo los destruye y el individuo es tomado por una especie de gangrena silenciosa que poco a poco se apodera de todo el cuerpo. No hay droga contra el dolor. La gente se arroja de los edificios en medio del sufrimiento. En los hospitales se les encarcela, porque en ellos se lucha contra la muerte y eso es lo único que puede evitarles el suicidio. Supe de una mujer que duró meses en esas condiciones. Su hijo sobornó a un guardia y la mató a tiros. Debió morir agradecida.

¿Experimentos?, la voz de Ian me sacó del marasmo. No precisamente, le dije; no querrías saberlo.

La anciana murmuró un par de frases ininteligibles y se sumió en el sillón. Al poco tiempo se encontró presa de una especie de coma: su cuerpo inmóvil parecía sin vida, reducido, informe. Está en el proceso, explicó Ian, restándole importancia. Al rato se despierta y suelta su discurso; a veces se revuelca y habla con algo o con alguien; nunca con la misma persona. Pero basta: ¿a qué vienes? Introduje una mano en la chaqueta y extraje el sobre con el sello del laboratorio. Ian abrió mucho los ojos, pero se mantuvo en un silencio expectante. Lo puse en su regazo. Tenías razón, confesé sin más trámite: es irreversible.

El lo sabía, pero igual recibió mal la noticia. Sus células mutaban sin sentido, nunca en la misma dirección. Ahora reptil, mañana un felino. O ambos. Su cuerpo acabaría por convertirse en un simple envoltorio de órganos inútiles. La forma que adoptaría su muerte era impredecible; su resistencia, admirable. Hacía poco más de un año que lo había visto por última vez, cuando llegó rogando a mi taller por un último examen, y el brillo de sus ojos seguía siendo el mismo de cuando lo conocí, una década atrás, al despertar en una plancha de laboratorio, parido por las urgencias de la industria militar. Se le concibió para que fuera un genio, el primer Nexus de la historia. Acaso fue la mente más brillante de su generación, y ahora estaba siendo destruido por su propia ciencia.

Lo intentaron todo, le dije, un poco a manera de consuelo. Tyrrel dispuso lo mejor que tenía a la mano para intentar detenerlo. Tú sabes lo que es eso: un año de pruebas inútiles dedicadas a salvar a un solo individuo cuando allá arriba están en guerra. Es demasiado.

Ian seguía en silencio. Ignoro qué ideas pasaban por su mente, pero me atrevo a afirmar que tenían que ver con su pasado, con su carrera señalada por un solo error, con la mujer que despertó una mañana bañada en sangre, su propia sangre, y la vida que se le escapó como un susurro por el pecho abierto en canal, las manos de lo que ahora era Ian aún rígidas por la excitación, la visión insoportable de su nuevo rostro en el espejo. Una pesadilla que lo habitaría para siempre.

Se hace tarde, dijo de pronto, como si me hubiera estado esperando en algún lugar de sus pensamientos. No querrás quedarte a ver el espectáculo de la abuela, ¿verdad? Bastante tienes con el bisturí y las pieles esas, para ver que los humanos tampoco son dueños de sus propios actos...

Salí a la fría noche cuando ya la niebla se había ido. Unos pocos noctámbulos merodeaban por las calles de aquel barrio olvidado cuando alcancé la avenida. Unos metros adelante encontré una estación de taxis. El conductor recibió la orden y elevó el vehículo con presteza. No acepté el cigarrillo que me ofreció. Hace bien, me dijo a través de la pantalla, esto es veneno y mata a miles diariamente. Rio un poco. Lo consume a uno. Yo ya casi lo he dejado. También a mi mujer -y volvió a reír. Nunca me perdonará lo que le hice, pero ella no es Dios, ¿verdad?

miércoles, noviembre 17, 2004

Mentí acerca de los poetas: yo tengo en mente un rostro de mujer que está hecho de palabras. ¿Y cómo decirlo? No soy hombre de letras; darle forma sobre la blanca piel de una hoja de papel es algo que está fuera de mi alcance.

He salido a caminar las calles con la esperanza de encontrar el gesto que se acerque a esa imagen. Tomé los corredores del centro comercial; vagué entre el gentío de la plaza de mercado; ocupé una mesa en un café céntrico y observé mi derredor: nada, ni siquiera un guiño, ni un intento de sonrisa, ni un parpadeo. Me aterra pensar que ese rostro se pierda en la noche, mientras duermo, que se escape para siempre y me condene a la asfixia permanente de solamente recordar que alguna vez estuvo aquí, detrás de mis ojos.

Más tarde volví a casa, no sé si derrotado. Hurgué en los cajones hasta encontrar los registros de tareas del pasado. Los archivos me mostraron un catálogo de rostros femeninos aún sin vida, fríos e inexpresivos, pero hermosos, henchidos de una belleza casi melancólica. Siempre que diseño uno de ellos parto de una idea, de una anécdota, de un sueño; no es exactamente que los haya visto, es el sentimiento general de lo que he vivido lo que me induce al trazo y a conducir mis herramientas por la carne aún sin forma. Muchas de esas vivencias me vienen a la mente ahora que repaso cada holograma, pero he de confesar que incluso algunos diseños se niegan a hablar de su pasado aunque mis ojos insistan sobre las líneas de sus pómulos, la carne sosegada de sus párpados, la misteriosa geografía de sus labios. Barajo aquellos archivos, ya sin el interés que me llevó a desenterrarlos del olvido, y de pronto encuentro uno que atrae a mis recuerdos: le pertenece a Narda.

Su nombre me llegó por casualidad, una tarde en la oficina de la Corporación. Yo había permanecido allí más tiempo del acostumbrado. No recuerdo las razones que me llevaron a hacerlo, lo cierto es que paseaba a través de las sombras inmóviles de las desiertas galerías de arte antiguo cuando me detuve a mirar un óleo de finales del siglo 20. Absorto como estaba, jamás la oí llegar. Tengo el registro de una fugaz exhalación perfumada, nada más. En vano intento recordar cómo iniciamos aquella charla, sólo sé que cuando cruzamos el umbral que marcaba la salida de aquel sector, supe que no era humana. Es difícil de explicar incluso para mí que he despertado cientos de rostros como el suyo de un inanimado sueño de piel sintética; sólo entiendo que me basta con tenerlos cerca para saberlo. Pocos han logrado cruzar esa sutil frontera, y el miedo los devasta. Son réplicas casi perfectas, y los hombres no soportan mirarse a sí mismos. Yo soy diferente: mi vejez prematura es una máscara que alimenta la distancia, excepto para ellos, para los replicantes, que acaso perciben en mis ojos su propia soledad. Así que dejamos atrás la gélida majestad de las galerías y agotamos los pasillos hasta alcanzar una sala de descanso.

Me invitó una bebida, que rechacé. Luego encendió un cigarrillo y exhaló el humo con profundo placer. Le pregunté desde cuándo fumaba. Entonces me habló de su juventud en el este, en los suburbios de Nueva York; la tensión de los exámenes escolares, las reuniones, las fugas nerviosas, el alcoholismo de sus padres y el tedio de un domingo cualquiera. Comenzó a hablar de un hombre, y su mirada se fundió con las sombras cercanas. Aquel era un buen chico, alto, esbelto, de cabellera rubia y movimientos precisos. Su familia era propietaria de un rancho camino de Buffalo, y los fines de semana en aquel lugar se fueron convirtiendo en un hábito de su relación. Cabalgaban por las mañanas sobre bestias casi extintas y almorzaban a la orilla del río. Se bañaban juntos. Nunca olvidará la sensación de la tibia caricia del agua mientras él la besaba.

Hizo una pausa. Ahora sé que había otros recuerdos que prefirió guardar, no sé si por pudor o por conservar la magia de esa realidad alterna… que sin embargo jamás le perteneció.

¿Qué pasó con él?, la interrogué unos minutos después, menos por interés que por impedir que llevara aquellas sensaciones al límite. Nada, dijo, todo terminó; él se fue a vivir al Canadá. Nos escribíamos largas cartas llenas de promesas. Me aseguraba que regresaría por mí, pero nunca volví a verlo. Un buen día la correspondencia cesó, así, simplemente. Yo entré en la universidad, conocí a otras personas. Nunca me di cuenta de cuándo todos aquellos años se convirtieron en nostalgia. Es extraño, pero me resulta difícil evocar los detalles del tiempo que pasé en la facultad, sólo tengo una memoria general de la época, como un resumen; por momentos es como si lo hubiera leído en un libro del que sólo pudiera recordar la trama. He olvidado incluso muchos de los nombres de mis amistades; de algunos conservo únicamente la imagen de su rostro, pero aun de eso desconfío: a veces me parece que quisiera inventarlos para no sentir que nunca pasé por sus vidas. ¿Me entiendes?

Acepté con un gesto. Un poco titubeante le aseguré que era algo normal, que la memoria de hechos lejanos era más intensa que los recuerdos que pudiera tener de, por ejemplo, esa misma mañana. Es verdad, dijo ella, ahora que lo mencionas, ni siquiera podría decirte qué comí por la tarde. Es ridículo cómo puede una olvidar algo tan reciente. Debe ser la preocupación del viaje. ¿Qué viaje?, le pregunté. A las colonias, se apresuró a responder, y en sus ojos había un brillo de emoción. Estoy asignada a tareas de oficina militar, ya sabes: logística, organización, todas esas cosas. El curso de un año termina esta misma semana y parto el lunes por la noche. Califiqué con honores; estoy capacitada para ello.

Orgullosa, encendió un nuevo cigarrillo. Vi sus manos perfectas, la húmeda simetría de su boca cuando se llevó el filtro a los labios y aspiró con un leve chasquido. Se hundió un poco en el asiento y cruzó las piernas. ¿Y tú? Nada, mentí, mi vida no es tan interesante como la tuya: también soy empleado de oficina; hoy cubrí el turno de un compañero enfermo. Estaba a punto de salir cuando nos encontramos. Tus recuerdos, dijo de pronto, incorporándose un poco para mirarme fijamente, ¿son vívidos? Fue entonces que lo noté: la duda había germinado en su cerebro, y eso no significaba otra cosa que su fin inminente. Sin embargo, fingí desinterés; alcé la vista en un ademán que pretendía ser evocador y torcí la boca, esperando que el sentimiento que había originado su pregunta se desvaneciera. Pero ella insistió: ¿Sabes? Hoy tuve una idea inquietante: me sentí como una máquina, no sé, despersonalizada, vacía. Los especialistas nos han dicho que es algo común en las personas enclaustradas, y no dudo que se trate de una depresión pasajera. Lo más raro del caso es que a partir de ese momento me he estado observando: cómo cruzo el salón de juegos, la expresión que uso al saludar y al despedirme, cómo tomo el cigarrillo siempre de la misma forma, ¿ves?, y mi cuerpo: no importa cuántas veces intente lo contrario, siempre acabo adoptando la misma postura.

No había dejado de mirarla, y en mi gesto había preocupación. Seguramente lo notó, pues de inmediato apagó los restos de su cigarrillo y se acercó a mí con ánimo confidente. Anoche, dijo en un susurro, llegué temprano al laboratorio de informática. La terminal del profesor estaba encendida y yo tenía mucho tiempo de espera y nada por hacer, así que por pura curiosidad me senté en su lugar y pulsé cualquier tecla. La pantalla holográfica se encendió y me di cuenta de que el sistema estaba en funcionamiento. Avancé algunas páginas y vi que se trataba de una enciclopedia virtual. Había imágenes de cosas que jamás me imaginé que pudieran existir; seres que pueden vivir en el agua y en la tierra, absurdas figuras que se desplazan a la orilla de los pantanos. Ya no estoy segura de si lo que vi era cierto; a lo mejor era una forma de arte de vanguardia. Si era eso, me asusto nada más de pensar en las cosas que pasan por la cabeza de los artistas. Fíjate, había algo rarísimo, arácnidos creo que le llamaban…

Fue la primera y la última vez que hablé con ella. Fue también, así lo creo, la primera vez que una curiosidad insana motivó mis deseos, pues algunas semanas después registré los archivos de la compañía y fue entonces como me enteré de que había sufrido un ataque de ansiedad horas antes de partir a las colonias. La bitácora detalla cómo se hallaba en el gimnasio cuando comenzó a gritar que había algo debajo de su piel, algo que parecía correr a través de sus venas y que la obligaba a tener pensamientos ajenos a su voluntad. Los que estaban cerca de ella se quedaron perplejos y el instructor pulsó el botón de urgencias. Cuando el equipo de seguridad por fin llegó al lugar, su histeria era total: gritaba que el alma se le estaba saliendo del cuerpo y que todos los allí presentes intentarían robarla. La salida de emergencia se abrió de pronto y todos los alumnos fueron obligados a abandonar el gimnasio, que finalmente fue sellado. Gracias a ello, nadie pudo ver una escena que habría despertado la inquietud colectiva: el cuerpo retorcido en una postura imposible; los dedos como garfios que se arrancan los ojos y rasgan sus mejillas, el fluido que tendría que ser sangre pero que no lo es, porque brota tumultuoso de la cuencas dejando un charco de gris, espeso y metalizado.

Dicen que la muerte se anuncia como un tráiler cinematográfico de escenas entrecortadas en las que los protagonistas son hombres y mujeres que han dejado una huella profunda en nuestras vidas. Sé que en el laboratorio se ha querido imitar ese proceso, ignoro si con algún éxito. Sólo deseo que las últimas imágenes que ella pudo recrear hayan sido fieles a los hechos de esa entrañable novela de aventuras juveniles que Tyrrel conserva como libro de cabecera y que por algún capricho decidió que serían los recuerdos de esa cosa artificial que ya no existe y que por algunos días se creyó mujer.

Narda, así se llamaba.

sábado, noviembre 13, 2004

Hoy vi morir a un hombre, y ese hombre no merecía la muerte. Pero, ¿quién no merece la muerte cuando ha nacido en un siglo de derrotas? Él nunca pudo suponer que esa noche la punta de un láser lo aguardaba entre el gentío, por eso mantuvo un paso firme cuando se decidió a cruzar la calle como los demás lo hacíamos; por eso miró el reloj pulsera con un movimiento mecánico y apretó el periódico bajo el brazo; por eso se redujo al anonimato. El arma le apuntó a la frente cuando alcanzó la otra acera, y él la vio. Ese instante de frío silencio debió representar el resumen de su vida, tan apresurada, tan densa, abierta como tantas al sinsentido que te abraza cuando despiertas cada mañana y comprendes que las horas siguen ignorándote cuando pasan a tu lado. Pero esta vez la vida lo miró de frente, y le habló, y le dijo que había llegado el momento. Una extraña alquimia de los sentidos lo indujo a moverse y la línea invisible que lo buscaba sesgó la noche para reconocerse en un muro lejano, que asimiló el impacto y escupió un estrépito hecho de trozos de concreto. Aturdido, el hombre en el piso alzó la vista y reconoció a su verdugo, cuyo pulso recobró el dominio del arma y le apuntó nuevamente. Pero ya la víctima corría entre la gente, se abría paso a empujones con tempranos jadeos y gritos incoherentes, mientras el ejecutor (todos supimos que lo era cuando esgrimió su placa ante los cientos de ojos histéricos) se daba a la tarea de recorrer sus huellas acortando velozmente la distancia. La memoria de estos hechos dilata los segundos y difumina los detalles de la persecución, pero quienes fuimos testigos sabemos que todo ocurrió en instantes: ese hombre ya estaba muerto y tal vez su cuerpo así lo entendía, porque tropezó y cayó de bruces y jamás recuperó el equilibrio. El nuevo impacto lo alcanzó en un costado, pero no fue definitivo: aún tuvo tiempo de incorporarse un poco y ver de frente la representación de su propia desgracia. El láser del tercer disparo le reventó el pecho y lo arrojó de espaldas contra la pared. Quienes rodeábamos la escena esperamos en silencio esa última descarga que terminaría por borrarlo, pero ésta nunca llegó: no era necesaria. No fui el único que llevó entonces la vista hacia el origen de ese destino atroz: la mano firme que apaciguaba el arma al dirigirla al suelo, de alguna manera satisfecha. Luego regresamos a la imagen de aquel títere maltrecho que se sacudía en espasmos como dicen que ocurría con las bestias en el ruedo de una era que creíamos salvaje. Fue así que lo noté: el fuego de aquel arma había devastado carne y tejidos que parecían humanos; las entrañas que asomaban por primera vez a la noche de Los Angeles parecían haber madurado en el interior de un ser humano. Me acerqué un poco, movido más por el instinto que por una curiosidad insana. Era verdad.

Quise gritar, pero me contuve, acallado por el murmullo de una multitud que no entendía que aquella ejecución era injusta. Ahora a la distancia entiendo que el victimario se había sumido en las mismas cavilaciones que a mí me torturaban, pues de pronto volvió a despertar el arma y trazó con ella un amplio círculo de miradas incrédulas. Ya no se detuvo a corroborar si sus ideas eran ciertas; retrocedió con pasos ágiles y emprendió la huida, dejando atrás los ojos expectantes y el rumor de las naves de reconocimiento que empezaron a alterar el viento muy por encima de quienes lo veíamos incorporarse a las sombras de un callejón cualquiera.

Abordé el metro y me uní al paraje de rostros desgastados. Fijé la vista en el piso y así permanecí, vacío de pensamientos por horas o minutos, no sé decirlo. Sólo hasta que el tren frenó de improviso pude darme cuenta de que viajaba en un vagón semivacío, acompañado por un puñado de seres sombríos y borrachos tendidos en un coma de alcohol y ocultas depresiones. Recordé, no sin dificultad, los versos de un antiguo poema en el que la soledad busca a los hombres que duermen para ensayar la muerte. Cerré los ojos y una silenciosa procesión de rostros fue transcurriendo en la incierta oscuridad de mi memoria: eran aquellos seres cuyas facciones mis manos habían ido detallando con el paso de los años; los mismos rostros que más tarde envolverían pasados ficticios, sueños imposibles, falsas ilusiones inoculadas en el laboratorio de una empresa que jugaba a imitar la creación. Hombres de artificio, sin infancia, aquejados por una adolescencia de victorias y desencuentros que jamás les habían pertenecido aunque los asaltaran de vez en cuando como destellos de imágenes que eran capaces de recordar, no obstante que algunos, sólo algunos, creyeran necesario preguntarse por qué en la sensación de aquel primer beso juvenil no había resquicios de algún antiguo sentimiento. Y esa pregunta desencadenaba su caos interior. Y entonces despertaban de alguna noche sin sueños y la duda era ya una sustancia espesa adherida a su entendimiento. E indagaban. Y encontraban su Verdad. Y nada había en el mecanismo de sus razonamientos que los hubiera preparado para el horror de saber que no eran. Guerreros diseñados para vencer los obstáculos que se inventaba el imperio, su destino era la violencia, y de ella se valían para tratar de convencer al mundo de su derecho a existir. Esa era la falla que los hombres de ciencia no habían podido corregir, y recurrían a las armas para enmendar sus errores. Y ni el padre de familia, ni el oficinista, ni la vendedora de animales, ni el conductor de vehículos de carga, ni la pareja que busca la oscuridad de una sala de cine, ni la enfermera asomada a la ventana, ni la jovencita que tiñe de vaho el cristal de un aparador en el centro comercial, ni el anciano que espía detrás del espejo de un cuarto de hotel, ni el mendigo, ni el escritor, ni el violador, ni el crítico de arte, ni el suicida que lo intenta nuevamente en la tina del baño, ni el niño que ansia acariciar un holograma de dibujos animados, ni el adolescente que mira extasiado el sexo abierto en flor de una puta, ni su padre que lo aguarda orgulloso al otro lado de la puerta, ni la joven que ha esperado toda la noche un rostro en el videoteléfono, ni el hombre que te ha dicho que te extrañaría y que sufre un fin de semana sin ti: ninguno de ellos sabe que allá afuera se libra una batalla silenciosa que busca acallar a los seres que reniegan de la creación, que reniegan de su creador.

Esta noche alguien como tú y como yo lo supo. Sabio entre los hombres, la muerte le aconsejó guardar ese secreto.


Nadie a tu lado.
Anoche maté a un hombre en la batalla.
Era animoso y alto, de la clara estirpe de Anlaf.
La espada entró en el pecho, un poco a la izquierda.
Rodó por tierra y fue una cosa.
Una cosa del cuervo.
En vano lo esperarás, mujer que no he visto.
No lo traerán las naves que huyeron
Sobre el agua amarilla.
En la hora del alba,
Tu mano desde el sueño lo buscará.
Tu lecho está frío.
Anoche maté a un hombre en Brunanburh.


-Jorge Luis Borges

viernes, noviembre 12, 2004

Hace algunos años estuvo de moda en las colonias el comercio de diarios personales, reales y falsos. Las antiguas bibliotecas y librerías del centro de la ciudad fueron practicamente tomadas por asalto: cerradas por décadas, seres anónimos se apresuraron a reclamarlas. Los anuncios clasificados de los periódicos se saturaron de oferta y demanda por esas libretas cuyos dueños originales seguramente jamás imaginaron que su valor pudiera rebasar el terreno de sus propios sentimientos. Nadie se explicaba el auge repentino de esos objetos, hasta que la policía hizo un descubrimiento escalofriante: al allanar el departamento de un Nexus 2, los agentes encontraron una colección completa de esos diarios con anotaciones al pie de las páginas y trazos incomprensibles que los estudiosos develaron como intentos de esquematizar la conducta humana. Luego vino el silencio. Las páginas de anuncios de los periódicos volvieron a las ofertas cotidianas y los programas de análisis ignoraron el tema repentinamente. Entonces se comenzó a traficar con aquellos objetos, y con el tráfico vino la falsificación: los diarios ficticios se producían en serie. Las redadas a los barrios de comercio informal comenzaron a ser asunto de rutina, y el decomiso incluía degeneradores de material sintético, química básica, folletería antigua de establecimientos comerciales. Había mucho escritor fantasma creando falsas nostalgias en torno a vidas que jamás existieron. Alguno de ellos tuvo éxito trasladando aquel auge a la literatura y creó un género de culto.

Uno de esos diarios está en mis manos.

Me encontró en alguna callejuela, durante el regreso a casa. Un pordiosero me lo ofreció por unas cuantas monedas. Movido por la curiosidad, aunque no sin repugnancia, decidí aceptarlo. El hombre me brindó una sonrisa carcomida y desapareció en las sombras. Sé que es original porque puedo diferenciar a la distancia una piel humana de una piel sintética. No soy amante de las antigüedades, pero desde entonces he admirado su arquitectura, la reducción de ese objeto a la estructura primigenia, la oscura intimidad de sus confesiones.

A veces me gusta repasarlo, aunque ciertas líneas ilegibles hacen difícil seguir las narraciones. En particular, me llama la atención un poema que parece expresar añoranza, no sé si de una mujer o de toda una década. No soy historiador; no sé de qué lugares habla ni me he detenido a investigarlo. Creo que la magia que me provoca radica en ese misterio.

La libreta tiene un título: Los cuadernos de Fabiola. Este es el poema del que hablo:

Miente la noche:
esa melodía que se asoma a mi ventana
no es aquí ni es ahora
Es en 1983

Es un niño que es un adolescente que es un hombre
que aguarda
-a ella, que camina hacia él

No se detendrá: hoy, después de tanto tiempo, lo sé.
Pero su mirada
que alguna vez fue suficiente
lo registra

¿Sabes, Fabiola?: en tus ojos-melodía
caben
Argentina humillada
la era Reagan
el Grammy que mereció ganar el Sinchronicity
cientos de noches con la ciudad al fondo
madrugadas de videos musicales
otra mujer que no se parece a ti
la explanada de la escuela en oscura progresión
el Live Aid
rostros que te eran familiares, de pronto tan ajenos
el disco de A-Ha que no consigue olvidarte
Jazz FM, Kosmoestéreo 103
una mañana cualquiera en el mundo con 8.1 grados richter
el antes y el después de la Colonia Roma
libros apergaminados, polvo, paseos por el Centro
el cadáver de Borges
las tardes de San Angel
lluvia sobre el mármol de Bellas Artes
la belleza de Lorena, tan distinta
el tarot en Tlatelolco, que no te nombra
las confesiones de una noche de niebla en Coyoacán
perderse en la Condesa, beber, amanecer a mediodía
la NASA lanzando fuegos artificiales de millones de dólares
tu voz por última vez en el teléfono
el muro que cae al igual que la noche sobre esa década

y la línea que en el último segundo se detiene

allá, de ese lado, 1990 nos aguarda
nos mira lo miramos:
medusa de las horas
nostalgia de las piedras

todos esos instantes detenidos
mientras aquella mujer pasa y se aleja
-siempre se está alejando
en esa noche de 1983.

Aquí concluye la mentira
la máscara está en mis manos y allá afuera
las calles te ignoran.

Descreo de la resurrección, pero
esta noche el cuaderno se quedará abierto:
si acaso eras verdad y despiertas a la sombra de este poema
será tu privilegio regresar al olvido.


Hoy que lo he leído nuevamente, he sentido pena por él, por los poetas. Porque los rostros que hay en su mente se resuelven en palabras, pero tú nunca sabrás lo que ellos imaginan o han visto, o quisieran ver.

A mis manos, en cambio, les bastan unas cuantas herramientas para darle a la piel que habita mi taller ese gesto que entreví una tarde en soledad.