lunes, septiembre 26, 2005

1.
Actuó con la Compañía Carnegie Hall y estuvo algunas semanas en el West Side Theatre, en un musical mediocre. Desempeñó un papel menor en Snow Goose al lado de Glenda Blackfield, pero interrumpió su participación al recibir un llamado de la Seventh House Opera, en la que sustituyó a Deborah Moore en el Tomorrow’s whisper, que fue agriamente criticado por su notoria apología de la rebelión y apenas se mantuvo una semana en cartelera. (Fue durante los años del desembarco en Centroamérica, cuando los salvadoreños iniciaron la sangrienta revuelta de San Diego). Luego de la cancelación, se unió a un oscuro proyecto teatral independiente que montó un par de obras sin éxito; entretanto, consiguió algunas noches en Kino’s, un cabaret sin renombre del Soho angelino. No hubo anuncios en prensa, apenas algunos carteles y una mención en el billboard flotante de la Cuarenta y tres; no obstante, el lugar se llenó. Muchos acudieron a la cita porque creían recordarla, y ese recuerdo le había dado forma a una suerte de hermandad de secretos estetas de la pornografía que estallaron de júbilo durante las presentaciones, pasando por alto las fallas en el audio y en la iluminación que le restaron brillo al espectáculo, por otra parte magnífico. Todo comenzaba con un juego de luces que derivaba en su figura perlada y fantasmal. Con suaves movimientos señalados por la cadencia de la música, su cuerpo se iba descubriendo ante la mirada hambrienta. Una larga anaconda aparecía en un rincón: el mórbido animal se deslizaba lentamente hasta rodear a la mujer desnuda, febril, erotizada. Poco a poco, el reptil se enroscaba en ella, haciéndola suya a su manera, reclamándola. Finalmente, cubierta por la lubricidad de aquella piel escamada que parecía próxima a asfixiarla, su cuerpo se incendiaba: falsas nubes de humo envolvían el escenario y el enorme reptil se transformaba, merced a un sofisticado truco visual, en un hombretón musculoso que se aprestaba a poseerla con una violencia casi arquetípica. Pero la fascinación de la concurrencia ávida de sexo no derivaba del acto en sí, que era real, sino del hecho de que el hombre, de más de dos metros de estatura, era un mutante con dos miembros naturales de grandes proporciones. La boca experta de la mujer tornaba en hierro los groseros trozos de carne blanda y luego, jadeante, se dejaba penetrar durante casi cuarenta y cinco minutos ininterrumpidos de agitación y humedad seminal. Imposible sustraerse al frenesí de imágenes de aquel espectáculo, prueba de ello es que durante el tiempo que transcurría entre los primeros escarceos y la consecución del acto, la multitud guardaba un silencio respetuoso, casi irreal, apenas interrumpido por los gemidos apagados de algunos hombres que, incapaces de soportar el deseo, aprovechaban las sombras para entregarse a la tarea de una torpe masturbación apresurada, secretamente convulsa.

La segunda noche la esperé afuera del local. Una hora después de terminada la función, cuando el cabaret ya casi se había vaciado, ella apareció por la pequeña puerta lateral que daba al callejón. Me miró a lo lejos -mi figura disminuida era lo único que se había movido en el entorno- y pensé que me reconocía. Pero ella desvió la mirada y se encaminó por la avenida desierta. La alcancé unos metros más adelante, justo cuando se esforzaba por encender un cigarrillo en medio de la tenue resistencia del viento que antecedía a la lluvia.
-Lulu -la llamé, aminorando el ritmo de mis pasos.
Ella volteó de nuevo hacia mí, y el sincero brillo apagado de sus ojos me confesó que mi rostro no estaba en su memoria.
-Soy Sebastian, ¿no me recuerdas? -insistí, pero ella dejó escapar una primera bocanada de humo y negó con un movimiento de cabeza.
-¿Trabajas con Natan? -me preguntó, arrugando la frente.
-No, Lulu. Soy Sebastian, Tony nos presentó hace tiempo.
-Tony, Tony -repitió, jugando con el nombre entre sus labios-. ¿Es un actor?
-No, él dibujaba, te hizo algunos retratos. Tienes que recordarlo.
-Lo siento, no conozco a ningún Tony -afirmó categórica-. Buenas noches.
-Espera -le dije, tomándola del brazo-. Acuérdate: nos presentó en la zona de tolerancia; fuimos a su departamento; luego enloqueció...
-Darling -me interrumpió, mostrando una sonrisa de sensualidad enigmática-, sé directo: sólo dime a dónde quieres que vayamos y ya. Son quinientos por una hora, tres mil por una noche. No sé si quieras saber la tarifa por un fin de semana.
-Te equivocas -la atajé-. Lo único que quiero es hablar contigo, saber dónde has estado. Sólo te pido que me aceptes un café. Serán unos cuantos minutos, no te quitaré mucho tiempo.
Lulu me estudió por algunos segundos, perfilando una sonrisa que no parecía ceder incluso ante la extrañeza. Luego dio una nueva fumada a su cigarrillo y miró la hora en su Cartier imitación diamante, que brilló en la oscuridad.
-Un café... -meditó-. ¿Por qué debo aceptar?
-Porque hay algo que nos une: es una historia que no puedes haber olvidado.
-¿Sabes cuántas historias he escuchado en mi vida? -Fumó un poco; el humo que escapó de su boca develó la dirección del viento-. ¿Sabes cuántas de ellas son ciertas?: ninguna, honey; pero todo juega a ser verdad cuando el sexo está de por medio. Todos los hombres te aman cuando están a punto de venirse...
-No te he buscado por eso -me defendí-. Sólo quiero conversar contigo.
Lulu, fingiendo un fastidio que estaba lejos de sentir, miró a uno y otro lado de la calle solitaria. Entonces volvió a sonreír.
-Voy a aceptar tu invitación, pero en realidad no sé por qué lo hago, creo que es porque hay algo en ti que me inspira confianza. Conozco a los hombres, y sé que tú no serías capaz de hacerme daño. -Guardó silencio un momento, como si analizara mi reacción-. Tiene que ser en un lugar concurrido, ¿me oyes? -dijo finalmente-. Nada de alcohol ni apartamentos. Bebemos el café, conversamos y nada más. ¿Está bien?
-Con eso basta -le aseguré.
Pero estaba equivocado.

Pedimos dos americanos y un nuevo paquete de cigarrillos. Luego nos miramos en silencio y ella ensayó otra vez esa sonrisa que al parecer era hábito de un rostro acostumbrado a intimar con desconocidos. Ese gesto -que reconocí de inmediato, porque yo mismo lo había fraguado- fue suficiente para saber que la mujer frente a mí no era Lulu; o sí lo era, pero no aquella que había estado a punto de morir en la plancha de un laboratorio casero, sino el ente artificial parido por la Corporación que ahora ocupaba el hermoso cuerpo de mujer que el ansia me había obligado a diseñar a partir de los platónicos retratos de Tony en su camino a la locura. De muchas maneras orgulloso, yo también sonreí: su rostro era perfecto, de angulados rasgos delicados, y su cuerpo era una máquina de movimientos precisos, felinos, hermoso en medio del aura de magia que envuelve a la piel moldeada por el ansia de saberse deseada. Tal como la concebí. Inútil hubiera sido plantear las preguntas que habían alimentado mis noches desde el primer día que hallé su nombre en la marquesina del teatro. Inútil, también, habría sido pretender que recordara un pasado que ignoraba, aunque le perteneciera. Por eso callé y me abandoné a esa contemplación silenciosa, ensimismada y, por qué no, plena de admiración.
-Muchos pagan por verme desnuda, pero hasta ahora nadie por hacerlo detrás de una mesa. De hecho -sonrió, divertida-, nadie paga ya con granos de café: el trueque fue abolido hace muchos siglos. Así que, señor misterioso, dime exactamente qué es lo que quieres.
Decidido, le hablé de mí, de mi trabajo. También le conté que sabía qué era ella, de cómo los cuerpos eran “algo” y un instante después ya eran “alguien” con un pasado, con un presente, con un futuro, a veces efímero, a veces duradero. Sé que no debí hacerlo, pero algo en mi interior me aconsejaba corresponder a su confianza. Ya el mundo le había mentido lo suficiente, no sería yo quien colaborara para mantener en pie esa farsa.
Su expresión, al principio de una obvia perplejidad, pronto se tornó seria. No era para menos.
-¿Tú me hiciste? -preguntó de súbito, mirándome como lo haría un alma el Día del Juicio.
-No exactamente -le respondí-. Fui parte del proyecto, pero hay más gente involucrada. Cómo te lo explico... Mira: no necesito verte sobre el escenario para saber cómo es tu cuerpo, ¿me entiendes?
Afirmó con un leve gesto. Luego pareció sumirse en profundas cavilaciones.
-Creo que debería darte las gracias -comentó luego de un rato-: vivo de mi físico, y vivo bien. Imagino que hiciste un buen trabajo.
No supe qué decir.
-Ese Tony del que hablabas, ¿qué tiene que ver conmigo? ¿Es también... una máquina?
Inquieto, carraspeé. Pero ya no había mucho que ocultar, no luego de esa confesión tan definitiva.
-Esa es la historia...
Me interrumpí al ver que la mesera había llegado. Dejó entre nosotros las tazas de café, los cigarrillos y un cenicero metálico. Nos miró a uno y a otro; se fue en silencio.
-Tony -proseguí-, mi amigo, perdió a su mujer en un accidente. La amaba. Tanto que quiso recuperarla; no a ella precisamente, sino a la idea de una belleza que había sido suya. Para ello buscó a una mujer, una cuyo físico guardara todas las semejanzas posibles con la mujer que había perdido. Se dedicó a ello durante años. Finalmente, la encontró. Entonces aparecí yo. Hacía tiempo que no nos veíamos, así que cuando supo a qué me dedico, pretendió que lo ayudara a consumar esa ilusión que lo llevó a la locura. Para hacerlo, para hacer que su esposa volviera junto a él, aquella mujer tendría que morir. No ocurrió: la policía llegó a tiempo para liberarnos a todos de esa pesadilla.
-No quiero, no logro entender qué tengo yo que ver con todo eso.
-Esa mujer eres tú.
No era algo fácil de digerir, pero Lulu se lo tomó con calma, mucha más de la que yo hubiera imaginado. No hubo tensión en su rostro, ni nerviosismo en sus manos. Era una máquina perfecta, el equilibrio ideal entre la belleza exterior y la paz interior. Pura genética neuronal. La naturaleza relegada a un nivel de simple espectador. La ciencia en el tope de su evolución. Tuve que reconocer que al fin lo habían logrado.
-Y esa mujer... -Lulu canceló el viaje de la taza hacia sus labios-, ¿está viva?
-Hasta donde creo saber, sí lo está, aunque no sé su paradero. Creí que eras tú, por eso te seguí a todas partes donde te presentabas, esperando el momento de poder hablarte.
Dio un sorbo a su bebida, se apoyó en el respaldo de la silla sin perder ni por un momento la elegancia de su figura imponente, llevó su vista hacia la calle apenas transitada, guardando un silencio reflexivo, como si tratara de reordenar un mundo que de cualquier manera siempre le hubiera parecido frágil, inaprensible. Finalmente, se volvió de nuevo hacia mí y me dedicó una mirada de franca preocupación.
-¿Es igual a mí?
-Lo es -le respondí-. No son idénticas, no pueden serlo, pero es apenas por unos pequeños detalles: los lóbulos de las orejas, por ejemplo; cierto relajamiento en la expresión... -enrojecí de pronto. Ella lo notó.
-Es mi cuerpo, ¿no es así?
-Perdona -me disculpé-. Es la primera vez que hablo del tema.
-Dímelo, anda, ¿qué puede ser tan vergonzoso?
-¿Vergonzoso? Nada...
-Es mi vello púbico, ¿verdad?
Tuve que desviar la mirada.
-Debí haberlo sabido -murmuró, sonriendo, mirando a todas partes-. Siempre me pareció extraña esa forma triangular. Jamás he tenido que rasurarlo...
-No sigas -le pedí, en verdad apenado.
Su sonrisa, que creí eterna, se desdibujó en un instante.
-Todo tiene un porqué -reflexionó.
-Ahora lo sé.
No era una metáfora, sino una certeza, cruel, inapelable.
-Tú puedes ser perfecta -le dije-, pero el mundo no lo es: si ella aparece, si sabe de ti, si se entera de que de alguna manera has estado usurpando su lugar, puede ejercer acción legal en tu contra.
-¿Qué tipo de acción legal?
-Puede solicitar tu eliminación.
Imaginé su cuerpo desnudo, inanimado, su inútil hermosura yaciendo en un rincón sucio y oscuro de una bodega desconocida, sellada su piel por el hierro al igual que los otros cuerpos sin vida a los que se habría sumado para siempre. Eliminada.
-¿Quieres decir... mi muerte?
No respondí. Vi su rostro, su belleza de pronto oscurecida, sus labios de carnosa lujuria que se abrieron para dejar escapar la pregunta que ya esperaba:
-¿Por qué entonces me crearon? ¿Por qué lo hicieron si sabían que ocuparía el lugar de una mujer que aún existe?
Prolongué mi silencio. En realidad, cualquier cosa que pudiera responderle no le ofrecería consuelo, no después de saber que su vida no era más su vida, que su residencia en este mundo dependía de las decisiones de otros.
-La verdad -le dije, buscando las palabras adecuadas para no lastimarla más de lo que lo había hecho-, no entiendo qué haces en la tierra, si tu lugar está en las Colonias. Fuiste diseñada para ofrecer placer, pero no aquí, no en este mundo enfermo, sino allá arriba, donde se ha gestado una vida plena, perfecta. Por eso lo eres también, para que te correspondieras con ellos.
No mentía, el encargo había sido específico: una generación de mujeres dóciles, cuyo principal atributo era la belleza, la disposición, la entrega. ¿Qué había ocurrido entonces? ¿Qué fase del proceso había fallado para que ella no arribara a su destino? Pensé que sólo Tyrell tendría la respuesta.
Lulu había dejado a un lado el café y fumaba, demasiado absorta en mis palabras para darse cuenta de que su sonrisa no acertaba a concretarse en sus labios.
-De algún modo siempre lo supe -dijo de pronto, sus ojos fijos en la superficie nacarada de la mesa, aunque su mirada parecía perdida en un complicado laberinto de imágenes que tenían lugar en su interior-. Una tarde, mientras estaba en la sala de descanso, un hombre se me acercó. Nunca lo había visto, aunque vestía de uniforme, como todos los demás. Me dijo que tenía que acompañarlo. Me llevó al laboratorio, me sedó un poco y cortó parte de mi piel, aquí -se descubrió el hombro para mostrarme la cicatriz de una herida en la suave carne de su axila-. Extrajo algo, no supe qué, sólo me dijo que eso ya no era necesario pues era tiempo de que saliera a cumplir con la tarea que se me había asignado.
Incrédulo, le pregunté cómo era ese hombre. Me respondió que no lo recordaba: era extraño, siempre había tenido muy buena memoria, pero ese rostro se le escapaba aunque tuviera la certeza de que existía, igual que cuando se intenta recordar a una persona que alguien hubiera descrito a la ligera.
-Ni por un momento dudé de sus palabras. No tenía por qué hacerlo: estoy aquí para obedecer, ¿no es cierto?
Me explicó que ese hombre la había llevado a un departamento, amueblado, elegante. Le dijo que era suyo, que la Corporación lo pagaría, que no debía preocuparse. Le dejó algún dinero y se marchó. Antes de irse le entregó los documentos que avalaban su inscripción en una especie de asociación de actores y productores de teatro. Fue así como inició su carrera. Siempre le había parecido raro descubrir que había gente que decía conocerla de algún sitio, pero lo atribuía a su físico. Todo lo que era estaba en su cuerpo.
-Luego empezaron a llegar aquellos hombres a mi casa. Decían que él los había enviado. Por eso no titubeé cuando me propusieron..., tú sabes: tener sexo con ellos. Además, pagaban bien.
-No tienes por qué darme explicaciones. -Me incliné hacia ella para hablarle en voz baja-. Lo importante ahora es encontrar a ese hombre para saber qué es lo que se propuso al obligarte a salir en secreto de la Corporación.
No bien pronuncié esas últimas palabras, todo cambió. Fue uno de esos instantes que nadie parece advertir pero que todo mundo puede recordar más tarde, cuando se reflexiona en los pormenores que dieron pie a una desgracia: Lulu, que también se había inclinado sobre la mesa para escucharme, alzó de pronto la vista y la sorpresa asomó a sus ojos. Primero creí que mis palabras o algo en mi rostro habían originado esa expresión de miedo, de terror absoluto, pero entonces supe que no era a mí a quien miraba, sino a alguien a mis espaldas.
-Quédate quieto -me ordenó una voz anónima- o saldrás herido.
Desobedecí, y no lo hubiera hecho, pues al volverme descubrí el cañón del arma que apuntaba hacia nosotros como una extensión de aquel desconocido cuyos rasgos me negaban las sombras.
-Usted -le dijo a Lulu-, levántese, lentamente, con las manos separadas del cuerpo.
Sé de la agilidad del androide, pero nunca había visto a uno que no fuera un guerrero actuar con la rapidez con que lo hizo Lulu al recoger el pesado cenicero de metal para, en un mismo y fugaz movimiento, arrojarlo a la cara del hombre. El objeto surcó el aire a centímetros de mi cabeza e hizo contacto con la frente de aquel tipo, produciendo un ruido de algo que se rompe. Al mismo tiempo, el arma se disparó, abriendo un boquete humeante en el cielorraso de la cafetería. Eso bastó para que el local se convirtiera en un infierno de gritos, carreras y sillas que alcanzaban el piso con estrépito.
-¡Corre! -me dijo Lulu tomándome de la mano.
Salimos a la calle ocultos entre la multitud y tomamos un rumbo cualquiera. Corrimos sin mirar atrás. Doblamos una esquina y luego otra; cruzamos un par de calles, esquivando vehículos terrestres, y entonces nos detuvimos un segundo, indecisos. Finalmente optamos por un callejón desierto, nunca tan oportuno. En silencio, cómplices de las sombras, descubrimos que nadie nos seguía.
-Lo ha hecho -exclamó Lulu recobrando el aliento-. Esa mujer de la que hablabas, ¡la muy puta lo hizo y ahora quieren matarme!
-Cálmate -le pedí-, déjame pensar...
-¿Pensar qué? ¿Acaso no lo viste? ¡Iba a dispararme!
-Lo sé: era un cazador de pieles. Lo más extraño es que estaba solo, y esos hombres actúan en grupos. Quiero pensar que no te buscaba, sino que te encontró por casualidad...
-Solo o como sea, estuvo a punto de matarme. -Echó un vistazo al derredor-. ¿Sabes en dónde estamos? Tengo que ir al departamento...
-No puedes ir ahí -le dije-: ese será el primer lugar en el que buscarán, si no es que ya lo han hecho.
-Pero no tengo a dónde ir.
-Ven conmigo: nadie te buscará en mi casa.
Salimos, cautelosos, y caminamos lentamente hasta llegar a una esquina concurrida. Allí detuve un taxi y le di instrucciones. No estábamos lejos. Lulu quiso arreglarse el cabello en un gesto de incomprensible vanidad, pero entonces descubrió que había olvidado su bolso en el café. Creo que estaba a punto de romper en llanto, pero yo sabía que no era algo que pudiera hacer.

Horas después le pedí que se alejara de la ventana, que nadie iría hasta ahí para hacerle daño. No dudó en obedecer. Quise ofrecerle palabras de consuelo, pero ninguna de ellas vino a mí. Yo sabía perfectamente que esos hombres tenían el conocimiento y el equipo necesario para hallarla, no importaba que se escondiera en el fin del mundo. Eran sabuesos, máquinas diseñadas para matar. No descansarían hasta verla aniquilada; sólo era cuestión de tiempo.
Sentí, como nunca, la impotencia, la falibilidad del ser humano. Y la tristeza me embargó. Porque entonces entendí que mi interés por ella iba más allá de la ciencia. Que cada una de esas noches transcurridas en el anonimato de las salas de teatro yo mismo me había engañado al pretender que sólo quería saber de ella. Que me mentía a mí mismo, porque en realidad lo que deseaba saber era si algo de mí aún estaba en sus ojos, en su memoria, en su corazón.
Lulu se paseó por la habitación, levantó algún objeto, lo analizó sin demasiado interés. Finalmente tomó asiento en mi cama revuelta y acarició con una mano las sucias cobijas. Sentí vergüenza. Por primera vez en mi vida, encontré que había momentos en que olvidaba que esa mujer no era un ser humano. Como llamada por el ansia de mis ojos, que no la abandonaban, se incorporó y lentamente comenzó a desvestirse.
Conocía, como ella, cada rincón de su cuerpo, pero así y todo la perfección de aquellas formas me dejó pasmado. No sin cierta incomodidad supe que al fin había caído en el encanto de mi propia magia, tibiamente alojada en la suavidad de esa piel intensamente blanca, imantada. Y Lulu, ignorante de mis sutiles tormentos, se tendió de espaldas y recogió una de sus piernas mientras se apoyaba en su codo izquierdo para mirarme.
-Ven aquí -me dijo, extendiendo delicadamente su brazo-. No sé recibir nada sin entregar algo a cambio. Y esto -se acarició la piel entre los senos- es lo único que tengo.
Pensé en Tony, en sus sueños, en su imaginería trastocada por el desequilibrio que, de alguna forma, esa noche, en el claroscuro de una habitación totalmente ajena a sus enfermos delirios, cobraba al fin sentido.

Y asistí. Sediento, irreparable.

2.

Una vez que descubres que el mundo entero cabe en el cuerpo de una sola mujer, todo lo demás se desmorona sin remedio. Lulu, jadeante, soportando el peso de mi éxtasis, me confió durante horas las formas de una pasión que su cuerpo había ensayado en otros hombres. Más tarde, resignados al amanecer, nos desprendimos poco a poco de esa máscara de lujuria que nos había disfrazado para redimirnos de la hipocresía que alienta al ser humano. O al menos, yo me desprendí de ella. Minutos después, su silueta, detrás del cancel de la regadera, se entregó a la tibia caricia del agua para dejar que mi sudor resbalara de su piel, nunca exhausta. Ya con el sol entre nosotros, aceptó una taza de café, que bebió en el silencio que anuncia las raíces del rencor. Entendí que así debía ser; por eso decidí callar. Ella terminó su bebida y encendió el primer cigarrillo de la mañana.
-¿Qué va a pasar conmigo?
No quise responder.
-¿Hay alguna manera de evitarlo?
Sonreí agriamente: la muerte era algo inevitable.
-¿Qué pasa si vuelvo a la Corporación?
Al fin me decidí a hablarle. No era algo grato tener que descorrer el velo de sus falsas esperanzas. Pero tenía que hacerlo.
-Es ilegal -afirmé-. La ley prohíbe la coexistencia de dos seres semejantes. Una vez hecha la denuncia, el proceso es irreversible. La Corporación a esta hora debe hallarse bajo extrema vigilancia.
Lulu suspiró: había comprendido que ya era una fugitiva.
Comenzar a contar las horas que te distancian de la muerte no es un asunto sencillo. Lulu bajó unos instantes la mirada, pero de inmediato se repuso: una idea, repentina como todas, se dibujó en su mente.
-Reconstrúyeme -dijo de pronto.
Mis ojos, surcados por la flaccidez de las arrugas, debieron abrirse desmesuradamente.
-No puedo hacerlo -balbuceé-, no aquí.
-¿Dónde, entonces?
-En los laboratorios de la Corporación. Sólo conectada a una máquina puedes soportar el límite máximo de hibernación que necesitaría para sustituir la piel de tu rostro, que es lo único que podría hacer: el resto de tu cuerpo y tus entrañas son una y la misma cosa.
Ella me miró expectante. Pero no había mucho más que decir.
-Entrar en la Corporación es imposible.
El sonido del videoteléfono se dejó escuchar de pronto, sobresaltándonos. Su tono era inconfundible: Tyrell llamaba. Fui hasta el aparato y lo cambié de posición para evitar que la lente enfocara el área del comedor, en donde se encontraba Lulu. El rostro apareció en la pantalla.
-La encontraron -dijo él a manera de saludo.
-No entiendo -respondí, aferrándome a esa pausa para sobreponerme.
-A la unidad extraviada. Ayer por la tarde una mujer hizo la denuncia. Parece que la vio en un cabaret. La policía registró el local, revisó las grabaciones de las cámaras de seguridad. No había duda: era ella.
-¿Lograron aprehenderla? -El eufemismo provocó el sarcasmo en la sonrisa de Lulu, que a la distancia atestiguaba la conversación.
-Estuvieron a punto de hacerlo, pero la réplica atacó al oficial que la encontró; estaba en un café. Los testigos aseguran que iba acompañada.
Un súbito escalofrío me recorrió la espalda.
-Logró huir -continuó Tyrell-. Pero no tardarán en capturarla: todo el equipo anda tras ella. Y dije todo: ahora se le acusa también de asesinato.
-¿Saben ya quién era su acompañante? -El temblor de mi voz no debió pasar desapercibido. No para Tyrell.
-Nadie lo sabe, pero creemos que es el hombre que la ayudó a escapar de aquí.
Hice un gran esfuerzo para no desviar la mirada hacia Lulu, que al parecer se había derrumbado sobre su asiento, presa de la desesperación. Todas mis estúpidas ideas acerca del equilibrio entre la mente y el cuerpo se vino abajo junto con ella.
-¿Qué puedo hacer, Tyrell? Quiero decir, si me llamaste, es por algo...
-Así es. Un grupo de los equipos especiales acaba de interrogarme. Pidieron copia de los expedientes. Saben que tú colaboraste en su diseño. No deben tardar en llegar a tu casa.
Nervioso, esta vez no pude dejar de buscar la mirada de Lulu. Tyrell lo notó.
-¿O ya están ahí?
-No... No han llegado todavía. -Tosí para desviar su atención-. No entiendo para qué me quieren, si todo está en los documentos.
-Es lo mismo que les dije, pero argumentaron que no están dispuestos a dejar escapar ningún detalle. ¿Pasa algo?
Estuve a punto de confesarlo todo. No sé por qué me detuve, acaso fue el recuerdo de la noche anterior, acaso fue simplemente un gesto de humanidad. O de cobardía. Lo cierto es que dejé que los segundos se acumularan alrededor de mi silencio y, finalmente, decidí que se quedaran allí.
-Muy bien, Sebastian, tengo que dejarte. Sólo te pido que colabores con esos hombres; es la única manera de que te dejen en paz.
Interrumpí la comunicación sin apenas despedirme. Lulu, de pie frente a la ventana, encendió un nuevo cigarrillo, que agotó en poco tiempo.
-Está claro que no tengo salida. -Su voz era frágil, ajena por completo a la seguridad que de ella emanaba hacía apenas unas horas-. Tal vez sea mejor que me entregue. No sería justo que sufrieras por mi culpa.
Me puse de pie y fui hasta ella. La abracé por la espalda, acaricié sus brazos, la estreché contra mí. No sabía, no podía saber que en ese momento estaba dispuesto a morir por ella. A morir de ella. Porque había comprendido que la amaba, que la había amado desde la primera vez que entreví su cuerpo en ese juego de sombras que era el retrato entre mis manos la noche que la otra, que ella misma, aún sin nacer, había estado a punto de morir. Era una paradoja extraña: Lulu, la auténtica Lulu tendría que haber muerto aquella vez para que su espíritu renaciera en su propio ser perfeccionado, llevado al límite de su belleza. Y ahora la otra, la mujer de carne y hueso que al principio creí amar, había venido a reclamar su existencia, su lugar en un mundo en el que yo no existía como en ese momento, sino sólo como el recuerdo de quien la había salvado, sí, pero a quien sólo le correspondía la estima y tal vez el cariño que no podrían jamás ser suficientes. Nunca más.
Lulu, la que era mía, si es que esa ilusión pudiera ser tangible, pareció participar de mi angustia, pues de inmediato se volvió hacia mí y me besó con esos labios que mis manos habían detallado en una noche solitaria sin creer que algún día me buscarían el rostro para beberse mis lágrimas.
De nuevo pensé en Tony, en aquellas palabras que en su momento consideré paridas por el desajuste de su mente enferma. Si algo no era justo en ese instante, era que él pagara con su encierro la locura de la que yo ahora mismo me estaba alimentando.
-Llora por mí -me susurró ella al oído-. No pares de llorar. Yo he querido hacerlo desde hace mucho tiempo, pero no puedo. Algo aquí me lastima, pero ese malestar despierta y vuelve a dormirse en mi pecho sin saber que no tiene sentido. No entiendo cómo pueden hacer que el sentimiento se aloje en una máquina sin darle la oportunidad de que alguna vez se muera. Tal vez debería ir al baño y mojarme un poco el rostro -sonrió ligeramente, pero la línea entre sus labios fue más bien una herida-: así sabré qué siente una mujer cuando llora ante el espejo.
El timbre de la puerta principal nos abortó de esa magia.
-Deben ser ellos -le dije, desesperado, soltándome del abrazo-: nadie más me visita.
-Déjalos que entren -murmuró, y en el tono de su voz había algo más que resignación-. Diles que te obligué a tenerme aquí, que vine para buscar que me reconstruyeras. Así no mentirás. Y ellos jamás podrán saberlo.
-No puedo hacerlo -reclamé-. ¿Acaso no lo entiendes? Ahora mismo sé que ya no puedo vivir sin ti. No podría soportar ver lo que ellos harán contigo; te matarán apenas abra la puerta...
Lulu se me acercó despacio. Su rostro, como una mano que se abre, perdió todo rastro de angustia. Entonces de sus labios escapó la frase que resolvía el misterio, las palabras que de alguna manera lo reducían a una realidad casi palpable:
-Tú sabes perfectamente que soy un cadáver.

Acudí al teatro la noche que A blue dream & a lie alcanzaba las 100 representaciones. El foro, lleno a su máxima capacidad, estalló en aplausos cuando el fantasma de Jean (un juego de hologramas en tercera dimensión) encontraba la muerte al filo de la espada que durante más de dos horas había inquietado su presencia. Yo mismo me puse en pie y confieso que lloré un poco cuando las densas cortinas se abatieron sobre el escenario para cancelar la imagen de su derrota.
Fui de los primeros en abandonar el local. La lluvia había finalizado cuando salí a la noche. Los charcos a la orilla de la calle repetían ese nombre incesante que presidía la alta marquesina iluminada. Me alejé algunos pasos y finalmente me detuve; mis ojos, humedecidos, no dejaron de insistir en esa palabra silenciosa.
Al cabo de una hora, la espera terminó: su rostro, limpio ya del maquillaje espectral, apareció tras el cristal de la puerta como una sonrisa que despierta. La vi venir entre la gente, gravitando en medio del acoso, regalando besos, estrechando manos anónimas que codiciaban su piel, que reclamaban entre gritos, aunque fuera fugazmente, un poco de la luz de su mirada.
El Jaguar se posó delicadamente sobre el asfalto. Sus puertas se abrieron, un hombre descendió y rodeó el vehículo para recibirla. Pero ella le pidió aguardar: una mano, anónima entre el gentío, se extendió para ofrecerle una pequeña tarjeta, cuyos rasgos quiso descifrar ayudada por el fulgor de los lejanos anuncios de neón. No sé qué fue lo que encontró en ese mensaje, lo cierto es que giró el cuello en el inútil intento por recuperar el rostro que le había sonreído irónicamente al entregárselo. En medio de esa breve confusión, descubrirme al otro lado de la calle fue inevitable. Ignoro si fue capaz de reconocerme; a veces me gusta pensar que mi cara puede llegar a ser inconfundible.

Aquella noche paladeé durante horas el recuerdo de su rostro, callado y oscuro como las huellas de su propio enigma, asomado a la ventana cuando la nave tomó distancia con el piso y se perdió más allá de la niebla.

Me quedé un rato más por ahí. Inquieto. Pensativo.

Más tarde las luces del teatro se apagaron y las cuatro letras de aquel nombre, cinceladas en rojo sobre la enorme marquesina, volvieron de nuevo a las sombras.

jueves, septiembre 15, 2005

De pie en la esquina de Water Falls con la Sexta, sus ojos recogieron la escena: el Albatros surgió de entre los autos para romper la cadera del hombre que cruzaba la calle. Era su punto de equilibrio. Como un péndulo invertido, su perfil izquierdo se estrelló contra el cristal del parabrisas, astillándolo. La nave lo arrastró algunos metros y se detuvo de improviso con un horrísono sonido de neumáticos. El cuerpo inerte se deslizó sobre el toldo y en segundos alcanzó el piso. Ya los ojos curiosos bordeaban el escenario de esa muerte cuando los hombres descendieron del vehículo. Los disparos hicieron saltar el cadáver y luego todo se redujo al silencio. Steve no quiso quedarse a ver el resto: dio media vuelta y se fundió con las sombras del callejón desierto.

Volvió al cuarto de alquiler. No se tomó la molestia de encender la luz. Absorto en las atroces imágenes de la cacería, se tendió de espaldas sobre el camastro revuelto y encendió un cigarrillo. El blanco cilindro de tabaco se fue consumiendo entre sus labios mientras sus tristes ojos de refugiado se cerraban poco a poco para imitar el sueño, que en él era una suerte de hibernación matizada por una silente y profusa oscuridad. Así, inmóvil en medio de esa farsa, no sintió cómo la lenta madrugada agotaba las horas. Sólo cuando los golpes en la puerta lo abortaron de esa magia supo que había amanecido. Una voz lo llamó desde el otro lado:
-Señor Steve -era la dueña de la casa de huéspedes-, el desayuno está servido. ¿Hoy tampoco piensa bajar?
Se incorporó lentamente, escupió el filtro endurecido, reconoció su rostro fatigado en el espejo. Porque aquel era su rostro, pero a la vez no lo era: manos ajenas lo habían confeccionado a partir de una foto o un recuerdo. No, esa piel no se había desarrollado a partir de un embrión. Su célula primigenia jamás fue inoculada en un organismo durante ningún acto carnal. Peor aún, su carne jamás sufriría el deterioro que los años ejercen sobre los hombres; nunca conocería el cansancio de los días; nadie lloraría su muerte. Pero ésta sí ocurriría. Tarde o temprano su organismo se apagaría, sin ceremonias, sin agonías. Así, sin más. Luego sobrevendría la nada, la nada absoluta, el no ser, el eterno vacío.
Nuevos golpes en la puerta lo expulsaron de su marasmo y lo obligaron a acudir al llamado.
La anciana lo miró de arriba abajo como si deseara encontrar en su maltrecha presencia las señales del alcohol o de la droga.
-Debería usted bañarse antes de que la comida se enfríe -le dijo-. No tarde, los demás ya se han sentado a la mesa.
Cerró la puerta y fue a la ventana. Afuera, un grupo de mendigos hurgaba en el depósito de los desperdicios. Los negocios comenzaban a abrir. Una joven en traje deportivo cruzó la calle y se perdió en la esquina. Para el mundo era el amanecer de un día cualquiera; pero él sabía que una de esas horas que habían iniciado ya su escalada hacia la noche podía ser la definitiva, la última. De nuevo, como cada día que había pasado en esa sórdida habitación, algo parecido a la angustia se alojó en su vientre. Ver a toda esa gente reiniciar su vida envuelta en los actos cotidianos era algo que lo llenaba de celos, de una envidia que no era pasajera porque sabía que nada en ese mundo podría sustituir jamás la ausencia de esperanza, el ansia de trascender más allá de la muerte.

No era algo justo. Pero “era”, y nada podía evitarlo.

Alguna vez ese hombre estuvo entre mis manos. Yo detallé la expresión de su rostro. Yo quise que el ancho de sus hombros presidiera la atlética simetría de su cuerpo magnífico. Yo mismo elegí el verde cristalino de esos ojos que algún día registrarían las formas que adopta la existencia mientras ejecuta esos sencillos milagros que para los hombres son un simple hábito de la mirada. Orgulloso, lo entregué a la Corporación. No sabía, no podía saber que las frías salas del laboratorio le habían deparado un destino de sangre.

Su ficticio andar despreocupado lo llevó esa mañana hasta la plaza. Vio los toldos multicolores de los puestos ambulantes, y las multitudes que encaraban a otros rostros desconocidos en su ir y venir apresurado. Lentamente se fue sumando al gentío. Los cuerpos chocaban, el ruido de cientos de voces era como una masa uniforme, un raro calor que persistía a su alrededor. Racimos de brazos se alargaban para ofrecer su mercancía, las miradas inquietas viajaban de un lado para otro y luego se posaban en algún objeto, en algún fruto exótico, y un nuevo par de manos se dejaba reconocer en esas formas inciertas, estudiando su consistencia, sopesando una madurez para él incomprensible. Aquellos ojos, aquellas voces ensimismadas en su propio devenir pero ajenas a la tragedia que a él lo acosaba, no hacían más que avivar su recelo. Y lo ocultaba, se escondía detrás de una falsa curiosidad y luego se esforzaba por mantener el curso de sus horas gastadas, lentas, inobjetables. Pero nunca se alejaba de ellos, de los otros, que pasaban a su lado ignorantes de esa enemistad inapelable. Dios sabe que amaba estar entre los hombres.

La noche que señalaba el fin de su existencia, Steve pasó algunas horas delante de una taza de café. Temeroso del cristal que lo mismo permitía la vista al interior que al exterior tomado por la lluvia, ocupó una mesa en un rincón del bar y allí se mantuvo en silencio. Cualquiera diría que meditaba. No lo hacía: la blanda maquinaria que lo sustentaba había iniciado ya la espasmódica expulsión de sus reservas de energía. Para él era un cansancio repentino, una languidez irreparable que lo obligaba a fijar la vista por lapsos prolongados en cualquier sitio, en este caso, en los caprichosos reflejos que nacían y morían sobre la superficie del café, que a esa hora estaba frío. Por un instante, el proceso que tenía lugar en su interior lo entregó a una espesa noche, a una oscuridad de ojos cerrados, en la que paulatinamente se fueron concretando las largas paredes de un pasaje sin fin. Una súbita sensación de vértigo lo tomó por sorpresa. Asumir que el peso de su cuerpo cedía a la ingravidez fue inevitable. En segundos, se vio flotar hacia el vacío, primero lento, luego, poco a poco, a una velocidad inmensurable, como una flecha que rasgara el silencio en su camino hacia la muerte. Porque estaba muriendo, y el resplandor al fondo lo llamaba. Entonces, ¿no era cierto? Si en su hora final había hallado la luz que anticipaba el infinito, si esa voz inesperada que le pedía asistir le anunciaba su ingreso a la ansiada eternidad, ¿no era verdad que el artificio culminaba en la extinción, en la implacable caducidad de su organismo?

Nada justificaba ya ese fiero resistirse a la agonía, ese agobio, esa envidia fatal hacia los hombres. Y comprendió, o así lo quiso, que ellos también eran sus semejantes. Y se escuchó llorar, sintió incluso cómo esas lágrimas fluían numerosas de sus ojos, y amó ese instante, el único por el que había esperado todo ese tiempo. Porque esa voz disfrazada de intenso fulgor seguía llamándolo. Porque finalmente había esperanza.

Pero abrió los ojos, y vio que el hombre uniformado que había estado llamándolo apagaba por fin su linterna.
-¿Está usted bien?
Ojos, docenas de humillantes ojos lo miraban.
-¿Cómo se siente? -El policía se inclinó para mirarlo de cerca-. ¿Sufre usted alguna clase de epilepsia?
Se llevó las manos al rostro. No eran lágrimas lo que humedecía sus mejillas, sino el líquido extintor que exudaba su organismo para evitar que el sobrecalentamiento lo incendiara. Su piel ardía, pero no era ésa la causa, sino la dolorosa herida que la realidad le estaba inflingiendo.

Conmocionado, alterada su psique por el desequilibrio de saberse de nuevo una máquina predestinada a la derrota, se arrojó sobre el oficial y comenzó a azotarlo contra el piso.
-¡Dime que no es cierto! ¡Dime que no soy un pedazo de nada!
La gente, cuya fuga tumultuosa obstaculizaba la entrada, no impidió que otro oficial se abriera paso hasta el lugar de la escena. Steve, al descubrirlo, soltó al hombre en el piso y se abalanzó sobre él. No era un ataque, sino un acto nacido de la desesperación. Pero el policía no estaba al tanto de la historia: con mano firme agotó la carga del láser sobre el cuerpo de ese sujeto enloquecido, seguramente enardecido por los estupefacientes, a todas luces peligroso.

Supe del caso por la documentación que Tyrell me entregó a la semana siguiente. Los códigos internos de la Corporación me obligan a descifrar esa maraña de tecnicismos narrativos que alimentan los folios en los que se detalla la extinción de cada unidad, sea por caducidad o por eliminación. Se supone que me ayude en mi trabajo, pero a veces sólo obtengo de ellos una incómoda sensación de arrepentimiento. No quiero prolongar con mi relato el sufrimiento de Steve, sólo diré que nació como parte de un experimento que buscaba obtener pistas sobre el comportamiento de réplicas corruptas por la “falla”. El defecto se generó en el propio laboratorio. Se empleó por primera vez el uso de escáneres y transmisores de ondas cerebrales cuya información era decodificada por la computadora matriz. Así, Steve despertó en una calle cualquiera, en su mente la semilla de la duda y la desesperanza. Como era de suponer, la paranoia lo obligó a esconderse, a robar, a asesinar para obtener el dinero suficiente para hallar un refugio. No importaba quién muriera: el perfeccionamiento de los esquemas de persecución así lo precisaba. Por eso los hombres que lo seguían a la distancia, acaso por sistema, acaso hartos de los meses transcurridos al acecho, se negaron a impedir el escándalo en el bar, que resultó en la muerte de un oficial de la policía y el final del experimento, que, según consta en las actas, fue todo un éxito.

Lo que Steve vio en sus instantes finales -se lee en una página del documento- fue una burda imitación de los procesos de la mente a punto de colapsar, eso que la religión confunde con el camino hacia la eternidad, el llamado del creador, la luz al final del túnel. Así fue concebido el proyecto. Esa era la pulsión que lo conminaba a no renunciar.

A final de cuentas, su esperanza de una vida después de la muerte no fue menos ilusoria y artificial que la nuestra.

lunes, septiembre 12, 2005

Un hombre en el octavo piso, tentado acaso por el vuelo inaccesible de ángeles oscuros, hizo que la gravedad ejerciera esa fuerza progresiva que lo condujo al piso de la calle, donde en instantes ya era una cosa más del mundo. Una mujer en ese mismo edificio, devota de un dios alienado por asuntos menos escabrosos, pensó en el arma oculta en el armario y decidió que ya era tiempo de que su atormentado cerebro asomara al frío de la noche. Otra mujer, la del 416, se procuró por última vez la soledad que en otros días le había parecido insoportable; ató una soga a la viga del tejado y pateó la silla que sostenía su precario equilibrio, pero el nudo cedió y sus rodillas se rompieron contra el piso: la muerte, tantas veces puntual, la encontró hasta el amanecer, cuando ya el dolor le había cincelado ese rictus de agonía en el rostro. Un adolescente (nadie podría asegurarlo, pero es el único que sobrevivió) esperó a la medianoche para abrir las llaves del gas y dejar que el silencio ensayara su falsa eternidad sobre los cuerpos de sus padres que, no está de más decirlo, amaban a ese, su único hijo. Los vecinos lo hallaron por la mañana, incrédulo al pie de la escalera, y sólo al aporrear la puerta y no recibir respuesta decidieron introducirse a la fuerza para impedir que aquellos cuerpos entrelazados bajo las sábanas soñaran en paz su sueño infinito, que a pesar de todo continuó. Incluso la pareja que encontró al joven soñó a la noche siguiente que unos guantes de fina piel se obsesionaban con sus cuellos desnudos. Sólo uno de ellos despertó para saber que un fragmento del sueño había escapado a la realidad de ese rostro en la penumbra que se fue desvaneciendo, no tan lentamente como hubiera deseado, sí para siempre.

Nadie habló de esas muertes; nadie las recuerda. Excepto yo, que una noche de insomnio fui testigo de cómo esas mismas formas oscuras que cancelaron su existencia les brindaban, con sus cuerpos, ajenos pero de algún modo idénticos, una nueva oportunidad para vivir.

Los vi llegar en medio de la noche: primero una pareja alegre, que más que regresar de la muerte parecía arribar a casa luego de una larga fiesta; después, el hombre que había sesgado el viento en su camino hacia el vacío, ahora con un andar despreocupado y esa tonadita pegajosa entre los labios; más tarde, la mujer del arma, intacto su cráneo debajo de un peinado de salón de algunos cientos de dólares. Las llaves tintinearon al salir de sus bolsillos, las luces iluminaron las ventanas, algún televisor se encendió. Voces, risas, reclamos. Y los ojos que descubrieron mi silueta inmóvil detrás del cristal de la ventana: sólo el fisgón del edificio de enfrente, un masturbador trasnochado, un solitario. Eso debí parecerle. Entonces las manos se unieron para cerrar las cortinas y confinar al secreto los ensayos de un teatro inmortal que apenas estaba comenzando.

Oí a un hombre contar esta historia: cierta noche, un amigo salió del bar y fue a casa. En el camino se detuvo en una cabina telefónica para llamar a una novia o a una amante. Distraído o envuelto por los destellos de gozo de su embriaguez, marcó su propio número. Esas cosas ocurren, pero nunca eres tú mismo el que contesta. Confundido, aún sin ser presa del miedo que más tarde lo convertiría en un asesino, verificó el número en la parte inferior de la pantalla, que era un espejo en el que veía reflejados sus propios rasgos extrañamente sonrientes. Sí, era su propio número. El hombre se miró a sí mismo en los ojos del otro y sólo acertó a preguntar si aquél se había dado cuenta de que eran una y la misma persona. Fue una pregunta estúpida, lo sabía, pero aún la más atroz irrealidad debe tener su parte de lógica. Ignoro cuál fue la respuesta y en qué términos transcurrió la conversación que aquel hombre pudo haber tenido con el doble; la voz que contó esta historia no se detuvo en los detalles de la charla. Lo cierto es que cuando el hombre salió de nuevo a la calle, el devenir de su mundo había comenzado a cuartearse.

Quiso, en un principio, acudir a la policía, pero finalmente recapacitó: el oficial en turno seguramente lo escucharía predispuesto a confirmar una locura cualquiera. Sus amigos vivían al otro extremo de la ciudad; inútil buscarlos a esa hora de la noche. Meditó, si es que el horror permite esa pausa en un espíritu atormentado, que lo mejor sería enfrentar al impostor, hacerle ver que esa vida que pretendía ocupar ya tenía dueño, que sus días, sus proyectos, incluso el recuerdo de sus breves infamias no requerían el apoyo de un alma gemela para subsistir. Así que echó a andar hacia su casa, incluso se detuvo a comprar unos cigarrillos, y unos minutos después ya se encontraba de pie en mitad de la calle, observando la débil silueta que se impacientaba detrás de la cortina que daba a la recámara. Decidido, cruzó el zaguán, subió las escaleras e introdujo la llave en la cerradura, pero la puerta estaba abierta: el otro lo esperaba. Lo vio venir caminando descalzo sobre la alfombra gastada. Se había puesto su bata de dormir; traía en la mano el Shakespeare maltratado que presidía sus noches; por cierto que en su expresión se adivinaban el cansancio y los vestigios del alcohol que no le correspondían.
-Pasa -le dijo-, mi casa es tu casa. O lo era.
Entró. Quiso echar el cerrojo, pero aquél lo atajó:
-No es necesario: este es un barrio tranquilo.
-Lo sé -respondió-. Aquí nací.
-Entonces, es justo que aquí mueras.
Esa sentencia, que a cualquiera habría devastado, a él le pareció una simple banalidad de su nueva circunstancia. Por eso alzó los hombros, pasó frente al hombre y fue a tomar asiento en el calor de la estancia.
-Perdona que no te invite una copa, pero ya he bebido bastante.
-Vaya que sí -le respondió el recién llegado, quitándose los zapatos, menos por comodidad que como una muestra de que aquel espacio aún era su territorio-. Esos químicos japoneses sí que saben de lo que el hombre necesita.
El otro reflexionó en el sentido de aquella frase; luego, como si pretendiera estar de acuerdo, levantó un poco la ceja izquierda en un gesto que sólo su autor pudo reconocer como de completa ignorancia.
-Quizá estés deseoso de ver a Magda -le dijo, aprovechando su confusión-. Si no lo has olvidado, ella me espera... te espera mañana para desayunar.
-Claro, quedamos de vernos en... ¿Cómo se llama ese lugar? -Pero el titubeo había sido evidente.
-En Rickson’s Bistro, entre la 32 y Huxley.
-Ah, sí. Ese es el sitio.
El original, si es que podemos entender así ese oscuro juego de alteridades, supo que tenía en sus manos la ventaja de haber llegado más temprano a su propia vida. También supo que el hombre que lo miraba desde un par de metros de distancia había leído ya ese secreto en sus ojos. Pero ese conocimiento no lo privó de asumir con horror las palabras de su imitador, que ya había dejado el libro en un rincón para adoptar a sus anchas una actitud de hartazgo:
-Ya me cansé de esta comedia. Si no te molesta, antes de tomar posesión de tu vida, me harías más fáciles las cosas si me dices la combinación de la caja fuerte. Discúlpame, pero tú bien sabes que “tenemos” muy mala memoria, y creo que la he olvidado.
-Claro, claro. Ahí está el dinero, los documentos, todos los papeles que te justifican.
Al hombre no le cayó muy bien ese sarcasmo. Con un ademán amenazante lo invitó a incorporarse. Él lo hizo sin objetar. Caminó desconfiado, apenas reprimiendo el impulso de salir corriendo, y fue al muro en donde estaba el cuadro que disimulaba el pequeño compartimiento.
-¿Quieres anotar la clave o deseas que la abra por ti?
-Ábrela ya. Sólo necesito ver que lo haces.
Pulsó la combinación de números. El indicador cambió de rojo a verde y un chasquido interior confirmó que el cerrojo había sido destrabado.
-Ya está. Ahora sólo tienes que oprimir este botón y la puerta se abrirá sola. Así. -En segundos, sin dar tiempo a que el otro reaccionara, extrajo el arma. La forma del acero se amoldó a su mano; el cañón del láser apuntó al rostro del imitador, que, sorprendido, sólo acertó a retroceder unos pasos.
-No sé qué o quién seas, pero voy a matarte si no me dices cuál es tu juego. ¿Qué es lo que pretendes? ¿De qué maldita pesadilla provienes?
Como quien abandona la partida, el hombre bajó los brazos y sonrió; luego su rostro se fue relajando y sus facciones se desdibujaron paulatinamente: los ojos, el entramado de las cejas, el filo prominente de la nariz, toda su anterior morfología se fue transfigurando hasta convertirse en un retrato en piel difuminado, informe, apenas el atisbo de un algo que debería estar ahí, pero que los ojos del que apuntaba con el arma ya no conseguían descifrar.
-Puedes eliminarme -oyó que le decía-, pero tarde o temprano otro vendrá a sustituirte. Para ese entonces, ni todas las armas del mundo evitarán que te vayas al infierno. Eres nada más que carne y sangre que sueña con la inmortalidad. Pero nosotros la hemos visto y somos capaces de alcanzarla. Sólo estás prolongando el fin.
El primer golpe del láser lo arrojó contra la mesa de centro, que se astilló con un ruido ensordecedor. La réplica se batió en espasmos y, como llamada por algo semejante al instinto de supervivencia, trató de arrastrarse hacia la puerta. El segundo impacto le partió la columna vertebral, de pronto vuelta una flor de sangrientos y desordenados filamentos. Derrotado, humeante, el Nexus quedó tendido a mitad del corredor.

¿Cómo culpar a un hombre de haber asesinado a una cosa sin vida? Los agentes de la unidad especial tenían un par de respuestas para esa interrogante. Pero el homicida, aún con el arma en la mano cuando ellos lo encontraron, jamás las supo. Mientras el equipo limpiaba los restos del Nexus, el hombre fue conducido a otro sitio en un vehículo sin vista al exterior. Lo convencieron, como a otros, de que aquello nunca había ocurrido. A cambio de su silencio, el gobierno le proporcionó una suma importante de dinero, residencia en una ciudad que nadie más sabría, un cambio radical de identidad.

Finalmente, dejó de ser él mismo.

Su amigo, el que me contó la historia, prometió callarla hasta el día de su muerte. Ocurrió hace un par de meses. Una llamada anónima lo confirmó. Días más tarde, recibió una invitación sin remitente para los funerales. Por alguna razón sentimental, de pie frente a su tumba, decidió que no hablaría jamás de todo aquello. Pero algo ocurrió que lo obligó a incumplir esa promesa: hace unos días, mientras bebía un café en el centro, lo vio pasar por la calle. Atónito, dejó un billete en la mesa y fue tras él. Lo persiguió por varias calles. A punto de alcanzarlo, el alto del semáforo le impidió seguirlo más allá de cierta avenida. Cosa extraña: el hombre, ya en la otra acera, se dio la media vuelta y lo miró, como queriendo reconocerlo. Por la mirada de aquel hombre, tan idéntico, supo, o intuyó, que no había registros de él en su memoria. Luego lo vio perderse entre la gente.

Desde donde lo espío cada noche, el edificio parece abandonado. Pero sólo yo sé que ellos están ahí. Los he visto salir, solos o en parejas, y volver cuando la madrugada despierta. Pasan semanas enteras sin que apenas el silencio persista en la piel de esa fría mole de concreto. Y entonces, a una hora cualquiera, alguien nuevo aparece. No es distinto de los otros: en su andar se percibe la desenvoltura ensayada del androide.

Anoche soñé que volvía a casa luego de dar un paseo, que en la realidad de aquella farsa mental había sido satisfactorio. Abordaba el ascensor, sentía incluso el vértigo de la elevación que a mi memoria también debe parecerle un hábito necesario. Un instante después ya estaba en el departamento. Me vi colgar el abrigo en el perchero, abandonar las llaves en la mesita del lobby, comprobar la temperatura de la calefacción, realizar todos esos actos que la repetición traduce como una costumbre. Entonces entré en el taller y encendí la unidad para revisar los diarios de la tarde. Se me oía exhausto, aburrido, aletargado. El sillón rechinó y unos momentos después debí quedarme dormido, porque a partir de ese momento sólo se escuchó el zumbido de la máquina expectante. Quise, detenido como estaba en el umbral, cerciorarme de que la postura en la que me había entregado al sueño fuese la adecuada, pero me conozco y sé que una intervención inoportuna derivaría inevitablemente en otra noche de insomnio. No sin melancolía decidí volver sobre mis pasos y cerré con cuidado la puerta antes de abandonar mi propia vida.

viernes, septiembre 02, 2005

Quedé con Tony en un local del centro. El taxi me acercó a los alrededores de la zona de tolerancia y se elevó entre el gentío. Era viernes por la noche. Sobre la calle bañada por el neón multicolor el tránsito humano era lento y confuso. La atmósfera, hostil. De los umbrales custodiados por guardias de aspecto amenazante se dejaban escuchar los ritmos cadenciosos de la música nocturna. A la distancia vi algunos hombres solitarios cuya lascivia era evidente al buscarte la mirada, atentos a tu reacción, a lo que seguramente suponían una súbita correspondencia. Tardé en decidir el rumbo y al final bajé por una callejuela angosta. Unos pasos más adelante, temeroso de internarme más allá de las luces ámbar del alumbrado público, me atreví a preguntar. Una joven de lastimera elegancia, recargada en la humedad de un muro, me señaló la esquina a mis espaldas. Agradecí con un gesto y volví sobre mis pasos. Los borrosos caracteres de falsa inclinación oriental sobre la entrada señalaban el sitio. Un hombre enfundado en un sucio karategi me cerró el paso. Dije la contraseña; él me estudió con la mirada y luego de algunos segundos me dejó entrar.

Hallé a Tony sentado a una mesa a la orilla del escenario. Atento al espectáculo de clara tendencia lésbica, no sintió mi presencia.
-Tony -le dije, rozando su hombro.
Al principio no pareció reconocerme. Luego sus ojos, buscando protección detrás de mi silueta recortada contra los reflectores, encontraron los míos. Sólo entonces supo que era yo quien le hablaba. No por mi apariencia. No por las arrugas de la vejez prematura que surcan mi rostro. Fue por los ojos. Estoy seguro. El silente lenguaje de su brillo no cambia con el tiempo, a menos que la muerte empiece a asomar en ellos.
-Sebastian -exclamó con una sonrisa sincera-. Creí que nunca llegarías.
-Es difícil dar con el lugar -me disculpé.
-Siéntate -me invitó-, esto acaba de empezar.
Llamó al mesero con un gesto. Luego se inclinó un poco para verme de cerca.
-Así es el Matusalén -le expliqué, acostumbrado a ese tipo de análisis visual.
-La piel se te derrite...
-La está llamando la tierra. A destiempo.
Un hombre puso entre nosotros una botella de vino barato. La sed me obligó a aceptar la copa que Tony me ofreció con exagerado entusiasmo.
-Bébelo -me dijo-. Aquí es más fácil que te parta el láser de un borracho a que mueras por culpa del alcohol. -Dio un trago a su bebida-. Vaya, es casi idéntico al original.
Dejé mi copa sobre la mesa sin apenas haberme mojado los labios.
-Así que es aquí en donde te refugias.
Tony miró a su alrededor.
-Es un lugar como cualquier otro. La única diferencia está en las mujeres: son las mejores de la zona.
-¿Te inspiran?
-Algo así. Por eso quise que vinieras. Pero vamos, bebe un poco, disfruta el espectáculo. Esas pieles son estupendas, un poco más reales de las que caen en tus manos -me guiñó un ojo cómplice-, tienes que reconocerlo.
A Tony lo conocí en el liceo universitario durante los inicios de la guerra. Muchos de nuestros compañeros fueron reclutados, pero él y yo nos salvamos de morir en el frente debido a nuestras carencias físicas: él sufría de epilepsia; yo había comenzado a mostrar los primeros síntomas del Matusalén. Las aulas se vaciaron y no fue difícil fundar una amistad basada principalmente en la soledad individual y el tedio de las horas muertas. Fue en aquel tiempo cuando me mostró sus primeros dibujos: solamente rostros de familiares, de personajes ficticios, esbozos de la ciudad al caer la tarde, imágenes rescatadas de sus sueños. Reconozco mis limitaciones para todo lo que tiene que ver con el arte, pero sé que en cada uno de sus trabajos se podía adivinar el infrecuente don de la fascinación. Luego de graduarnos, tomamos diferentes rumbos. Al principio nos encontrábamos de vez en vez para tomar un café en el centro y conversar. Él me mostraba sus avances; yo le hablaba de mis tardes en la Corporación, de proyectos que nada tenían que ver con mi actual oficio. Poco a poco el trabajo me fue absorbiendo y empecé a cancelar las citas. Con el tiempo dejamos de vernos. Pasaron los años y sólo volví a saber de él a través de los dibujos de juicios a puerta cerrada que publicaba un diario matutino de escasa circulación. Accedí al sitio del periódico en la red y me enteré de que ya tenía cierto renombre en el ámbito artístico de la ciudad. Conseguí su número y lo contacté. La mirada del hombre en la pantalla del videoteléfono había perdido el brillo de la juventud, pero igual mantenía esa sonrisa de melancolía soterrada del artista. Lo felicité por sus trabajos; no hubo orgullo en su respuesta: los retratos no eran de su autoría, se trataba de una deuda de amistad con el editor. Sin embargo, cuando le hablé de mi labor en la Corporación, se mostró sumamente interesado. -Tengo algo que mostrarte -me dijo-. Es algo ajeno a lo del periódico; se trata de mujeres, dibujos de mujeres, cuerpos, morfologías diversas. Cosas que pueden servirte para tus “creaciones”.-Así que no has perdido el feeling -le comenté con sincero entusiasmo. Entonces, su expresión cambió. Lo noté repentinamente ensombrecido, como si algo, un recuerdo, un dolor añejo hubiera vuelto a lacerarlo. -Es eso de lo que quiero hablarte -confesó al cabo de un instante-. Hay algo que he perdido, y sé que tú puedes ayudarme a recuperarlo.

Sobre el escenario, un par de mujeres, completamente desnudas, se había trenzado en una danza de triste connotación erótica. A su alrededor, cientos de manos ansiosas les rendían tributo mientras luchaban por alcanzarlas en medio de silbidos y palabras obscenas.
-La trigueña es Amanda -la voz de Tony, clara a pesar del escándalo, me expulsó de aquella farsa-; la pelirroja es Karen.
Pero el juego de luces sobre sus cuerpos aceitados hacía difícil distinguir esos rasgos.
-Tony -le dije, volviéndome hacia él-, tú no me hiciste venir hasta aquí por un par de tetas.
Pero él apenas me miró, extasiado como estaba con el frote genital que tenía lugar frente a nosotros.
-Ayer hablaste de un proyecto -seguí, tratando de llamar su atención-. Creí que tenía relación con tus dibujos, ¿no es así? -Pero no era fácil imponerse al escándalo.
-Tony, amigo, cuéntame algo de tu vida; tenemos años de no vernos...
Un hombre, completamente ebrio, consiguió trepar al escenario. Una de las mujeres le hundió la aguja de su tacón en la mejilla. La sangre que empezó a manar enardeció al público. El hombre herido se palpó el rostro. Enfurecido por el alcohol y la vergüenza, agitó los puños en un vano intento por golpear a la agresora. Un par de negros surgió de entre las sombras y lo sometió a golpes. La música se interrumpió. El estallido de una botella lanzada desde el anonimato irrumpió en la escena. La voz de un animador pidió calma mientras el borracho era expulsado a empujones del escenario.
La música recomenzó. Al principio indecisas, las mujeres, que se habían mantenido al margen cubriendo sus genitales con un pudor que se antojaba absurdo, pronto empezaron a ensayar una danza ya desangelada.
Tony, frente a mí, reprobó todo con un gesto, pero en ningún momento las perdió de vista.
-El diámetro de sus senos es perfecto -dijo, acercándose a mi oído, ensimismado-, pero el plexo, obsérvalo: hay cierta flaccidez que sólo se percibe al tocarlas. En cambio, en sus hombros se advierte una posible perfección. Mira cómo se ajustan al perímetro de su cuello: con equilibrio, con soltura. Sin embargo, en Karen, las líneas de la espalda que derivan en sus caderas la pervierten, la desfasan. Para el ojo profano, Amanda tendría el mismo problema, pero todo se resuelve en la brevedad de sus nalgas, que justifican la delgadez de sus piernas. Podría hablarte de sus pies, pero míralos tú mismo...
No, no estaba mirando la pretendida gimnasia sensual que habían retomado aquellos cuerpos: estaba observando a Tony, quien, sumido en esa extraña geometría verbal, había comenzado a parecer alienado, ajeno a sí mismo y al entorno, como si las imágenes que estaba describiendo no estuvieran delante de sus ojos sino al fondo, en medio de un paraje desconocido de su mente.
Por un momento deseé que fuera sólo un juego de la mente intelectual, tan dada a la sorna y al exhibicionismo, así que deslicé un comentario que pretendió ser divertido, pero él, sin abandonar el énfasis que había estado apoyando su monólogo, insistió:
-Míralas. ¿Ves lo que te digo? En ambas está presente esa expresión helénica, pero siempre hay algo que termina por ensuciarlas. Un vacío, ¿me entiendes?, una zona oscura que seguramente proviene del alma. Si las vieras más de cerca, si me acompañaras para ver sus cuerpos tendidos y en medio del silencio, sabrías de qué te estoy hablando. Algo grave debe estar ocurriendo en este mundo para que la perfección se obstine en ese inquieto disimulo, en ese sugerirse apenas sin detallarse del todo.
La perplejidad acabó por asomarse a mi rostro. Pero me lo tomé con calma. Si en algún momento había estado seguro de que me estaba embromando, ahora, al ver sus ojos que parecían posados en algo que no estaba teniendo lugar frente a nosotros, no supe decidir.
-Tony -le hablé, pero el ruido de una rechifla general opacó mi voz: había concluido el espectáculo, y las chicas corrían de un lado a otro para recoger los billetes dispersos sobre escenario. El volumen de la música disminuyó de pronto y el animador se puso al micrófono para tratar de tranquilizar nuevamente a la concurrencia, que había estallado en gritos de desaprobación.
-Tony -insistí, viendo que había girado un poco la cabeza para comprobar el contenido de la botella, casi íntegro-. Todo esto que me has estado diciendo, ¿tiene que ver con tu trabajo, quiero decir, con tu arte?
Él me miró de soslayo, pero se mantuvo en silencio.
-Imagino que a mis ojos se les escapan todos esos detalles de los que hablas. En serio: nunca había visto el cuerpo de una mujer como tú lo describes. Y créeme que he visto muchos, no tal reales como esos, es verdad...
Vi que sonreía. Se sirvió un nuevo trago; se llevó la copa a los labios, pero apenas bebió. La dejó sobre la mesa y entrelazó las manos sobre su regazo.
-Así que no has comprendido una sola palabra.
Tenía razón.
-No eres el único -sus ojos se apagaron-. De hecho, eres la segunda persona a quien le hablo de esto. La otra es Lulu, otra bailarina -señaló el escenario con la mirada-. Ella no actuará aquí esta noche. Está allá afuera, con los sádicos, al otro lado de la calle.
Se incorporó un poco para tomar la botella. Pretendió servirme, pero desistió al ver que el contenido de mi copa estaba intacto.
-Perdona que no entienda -me disculpé, haciendo lo posible para que se diera cuenta de que en verdad me interesaba el tema-, es sólo que me has tomado por sorpresa.
-Descuida -dijo él-. A lo mejor es cierto: por un momento dejé atrás todos esos años que no nos hemos visto. Nuestros días en común pasaron hace tiempo; tal vez sea mejor que nos pongamos al corriente y luego ya veremos la forma de abordar nuevamente todo esto.
-Bien, Tony -acepté-. Me parece lo correcto.
Pero no supe qué más decir.
Tony entró al quite:
-Hará unos tres años que frecuento este lugar, me siento en esta misma mesa, me bebo unos tragos. Luego regreso a casa...
-¿Alguna vez te casaste?
Vi su mirada de pronto ensombrecida cuando alzó los ojos y las palabras se le quedaron dormidas entre los labios.
No había querido importunarlo; de hecho, ni siquiera entendía el porqué de aquella súbita incomodidad. Era una pregunta de cortesía, nada más. Pero al ver la opacidad de su expresión, comprendí que mi cuestionamiento lo había lastimado.
-Sí, me casé -dijo luego de un momento-. Era una mujer hermosa, pero ahora está muerta.
-Perdona, Tony, en verdad no lo sabía. -Estiré una mano para apoyarla en su antebrazo-. Espero que ya lo hayas superado.
Esta vez su mirada pasó del dolor al nerviosismo, pero no tuve tiempo de indagar la razón, pues ya una nueva striper había saltado al escenario, repartiendo saludos y agitando las nalgas apenas cubiertas por una breve prenda ante las miradas ávidas.
-Mejor vámonos de aquí -dijo al cabo de un rato-. Nos espera un larga noche y ella -señaló a la mujer- no tiene lo que necesitamos.
Nos abrimos paso entre la gente y salimos. Tony caminaba tan de prisa que apenas podía seguirlo. Él pareció notarlo y se detuvo un momento.
-El proyecto -dijo-. Necesito hablarte de él. Vayamos por un trago.
Nos dirigimos a un bar a un par de calles de allí. Su sordidez sólo era comparable con el tufo a orines y humo rancio que nos envolvió al entrar. Tony fue a la barra e intercambió algunas palabras con el barman; luego deslizó un billete y regresó con una botella de whisky.
-Está limpio -me dijo, mostrándome la etiqueta-. Sólo es un poco fuerte.
Sirvió los vasos; no toqué el mío. Tony lo agotó de un solo trago y estuvo listo para hablar.
-Brenda murió en un tren a Michigan, en el atentado a la estación central, no sé si lo recuerdes.
-Sí, lo vi en las noticias. Un hecho lamentable.
-Fue un golpe muy duro para mí. Teníamos muchos planes: una familia, fundar un negocio. Aquel día, todo se fue con ella. Vendí la casa y los muebles. No era una gran suma, pero me ha permitido vivir holgadamente. Me mudé a un departamento en el centro, cerca del barrio latino. Comencé a dibujar. No es que hubiera dejado de hacerlo, pero ya no era como antes, como en la juventud. Cuando la conocí, dos años antes de su muerte, descubrí que ella encerraba todos los secretos que siempre había estado buscando a punta de grafito. Su cuerpo... Dios mío, nunca había visto algo tan perfecto. Ni siquiera me atrevo a describirla por temor a que mis palabras traicionen su recuerdo. Su piel era blanca, de una tersura enigmática. Con decirte que a veces quería acariciarla, pero no lo conseguía: mis dedos gravitaban a milímetros de su piel, como si mi tacto no pudiera permitirse el lujo de esa carne inmerecida. Así que, decía, nuevamente comencé a dibujar, a dibujarla, más precisamente, a dejar que el filo del lápiz se entregara al trabajo de reproducir su rostro, las líneas de su cuerpo, todo lo que recordaba de ella. Trabajaba durante horas, incluso sin importarme que la llegada de la madrugada me incitara al sueño. Quería llenar ese vacío, documentar su ausencia, rendir un homenaje póstumo a su belleza, a su inútil belleza. Entonces ocurrió algo extraño: con el paso de los días, no era a ella a quien imitaba ya sobre el papel, sino a otra, a una desconocida. No sé si lo entiendas: tenía tan presente su imagen, tan claro cada detalle de su rostro y de su cuerpo, que me resultaba difícil entender mi súbita incapacidad para plasmarlos en la hoja en blanco. Así que rompía aquellos dibujos y volvía a comenzar; pero no importaba cuántas veces lo intentara, al final siempre se revelaba el esbozo de la misma mujer extraña.
-Es algo normal -lo interrumpí-: su muerte generó en ti una imagen idealizada que no necesariamente debía corresponderse con la real.
-No lo entiendes -Tony se acercó tanto a mí, que encontré en sus ojos las inequívocas señales de la droga.
Así que era eso: los cambios en su semblante eran producto de su intoxicación. Y eso hacía imposible saber cuánto de todo aquello era verdad. En otras circunstancias me habría levantado para retirarme con cualquier excusa, pero Tony era mi amigo y necesitaba que alguien lo escuchara. En ese momento ignoraba lo que ocurriría aquella noche, así que decidí quedarme y animarlo a continuar.
-Hacía meses que Brenda había muerto, pero su imagen estaba aquí -se tocó el pecho-, tan viva en mí, que a veces despertaba creyendo que la encontraría a mi lado. Imposible confundir su cuerpo, sus formas, sus detalles. Tenía que ser algo más.

“Una tarde abandoné el trabajo y salí a comprar vino y algo de comer. De vuelta al departamento me encontré con una joven que esperaba en una esquina. Tendría 18, 19 años, pero en su rostro había una madurez cálida y fascinante. Primero me pidió la hora; luego, que la ayudara a encender su cigarrillo. Me preguntó mi nombre; ella me dijo el suyo. Con cierta sonrisa cómplice y divertida descubrimos que llevábamos el mismo rumbo. Una vez en la entrada del departamento, la invité a entrar. Aceptó. No soy estúpido: sabía que era una puta y que poco le interesaba parecer lo que yo quisiera siempre y cuando tuviera dinero suficiente para pagar su actuación. Se puso a mirar los dibujos y a fingir que le interesaban mientras yo servía unos tragos y ponía algo de música. En minutos ya se había desvestido. Fue allí donde comenzó todo: a la tenue luz de las lámparas, descubrí que su desnudez era la imagen profana que mis manos se habían estado empeñado en imponer sobre el recuerdo de mi esposa muerta. Debí haber enloquecido en ese momento para cancelar con ello todo ese tormento. Pero no: le pedí que se tendiera sobre las sábanas revueltas y comencé a dibujarla, dispuesto a convertir aquel enigma en una simple coincidencia. No fue así: al final de la sesión, las formas sugeridas por el carbón resultaron ser idénticas a las de los anteriores dibujos.

“Y sí, supones bien: a partir de aquel día se hizo mi amante. No fue el simple deseo lo que me atrajo, sino las ganas de enterrar aquel misterio con la esperanza de que se fuera borrando a la par de todas esas ideas extrañas que me daban vueltas en la cabeza y que, según yo, tarde o temprano acabarían por bloquear mi creatividad. Me equivocaba: con el paso del tiempo, ese misterio se trasladó a su cuerpo. Ahora no se trataba de saber por qué mis manos la conocían desde antes, sino de indagar cuál era la finalidad de aquel embrujo. Al principio le pedí que posara; luego le tomé un estudio fotográfico para sustituir con esas imágenes las horas de su ausencia. A ella nada de eso le importaba: recibía su paga puntual y se largaba no bien la calma volvía a nosotros. Luego el sexo dejó de bastar: la quería allí de tiempo completo, pero sólo para dibujarla, para dejar que mis dedos arrastraran el lápiz y concluyeran por fin esa ficción, si es que lo era. Fue en ese momento cuando todo cambió: el devenir de los trazos sobre el papel ya no hablaba de ella, por más que me empeñara en traducirla, cada vez más impotente, cada vez más confundido. Cierta noche me puse tan furioso, con ella, conmigo mismo y con toda esa circunstancia enferma, que pretendí golpearla. Se asustó tanto que huyó, salió corriendo semidesnuda y jamás volví a verla. Tampoco me importó: yo seguí aferrado a sus últimos retratos, dispuesto a rescatar de mi mente esas formas que la rebasaban.

“Conocí a otra mujer. Salvo algunos pormenores que yo mismo ya he olvidado, todo lo demás pareció una mala representación de ese pasado inmediato. Su cuerpo, no tan joven, aunque dócil, como adiestrado en la costumbre del sexo ocasional, sobrevivió apenas a un par de retratos. A ella no tuve que pedirle que se fuera: mi obsesión por recuperarla en las figuras desconocidas que asomaban al papel terminó por alimentar poco a poco la distancia entre los dos. Ni siquiera recuerdo su nombre. Es más, no sé si alguna vez me lo dijo.

“Ya no era sexo lo que buscaba en esas otras mujeres que comencé a frecuentar durante mis paseos nocturnos. Sólo precisaba ver sus cuerpos, llenarme de ellos la memoria, fragmentarlos, para luego reunir todo aquel material en mi cabeza y buscar concordancias con las formas que exigía el perfil del último dibujo, que se negaba a resolverse más allá de mis ansias. Fue así como llegué a este rincón de la ciudad y al lugar en donde nos encontramos. Allí las mujeres son capaces de exhibir su desnudez sin el temor de estar a solas con un extraño de pulsiones fetichistas que les ruega descubrirse únicamente un seno, o extender el brazo contra la luz durante horas. Los primeros meses solamente ocupé una mesa y me quedé allí cada noche hasta que cerraban el local. Luego aquello no bastó: comencé a pedir bailes privados, a ver el detalle de los cuerpos de las desnudistas, a descartarlas. Entonces llegó Lulu. Era la atracción europea de la noche. Cuando saltó al escenario, muchos supimos que aquella mujer de cabellera corta y ropaje antiguo rematado en perlas no podía ser verdad. Era una suerte de fantasma del celuloide, una Louise Brooks vuelta a la vida por un desconocido sortilegio de la carne y de la sangre, que se paseaba ante nosotros para engañar a nuestros ojos de pronto infieles a una realidad que jamás nos volvería a ser suficiente. Pero no quise quedarme a verla; no quise manchar la magia de aquel descubrimiento formando parte de esa masturbación plural y anónima. Así que me escabullí entre la gente y me adelanté a todos: pagué el doble por un espectáculo privado y la esperé en la alcoba.

“Alguien debió hablarle de todo ese montón de dinero, porque ni siquiera esperó a estar frente a mí para mostrar su cuerpo: cuando entró en la habitación, sólo traía puesto el collar de perlas. Seguramente ya lo has comprendido: todos esos años de trazar inútiles formas sobre el papel se redujeron repentinamente a un ensayo del instante en que tendría frente a mis ojos al modelo definitivo. No pude evitar el llanto. Ella vino a mí y me estrechó contra su pecho para susurrarme no sé qué palabras de consuelo. Le pedí que se alejara un poco y se dejara mirar. Ella me obedeció sin que asomara a su expresión el menor rastro de fastidio. Esa noche llegué a casa, me refresqué la cara, tomé el lápiz y el papel y acometí el dibujo que había creído decisivo. La madrugada me encontró en esa magia. No sé si fue la calma de creer que todo había finalizado, lo cierto es que el cansancio me derrotó ahí mismo, sobre la mesa de trabajo.

“Si alguna vez has sentido cómo las pesadillas sobreviven al alba, reconocerás mi infierno. En cuanto abrí los ojos para deshacerme de las imágenes del sueño, descubrí con horror que el rostro que presidía esa copia exacta del cuerpo de Lulu no era otro que el de Brenda, mi difunta esposa. Y ese rostro sonreía con una mueca idéntica a la que antecedió su último adiós. Entonces lo comprendí todo: su muerte, que yo había visto como una pérdida fatal, era apenas la señal que me pedía iniciar la búsqueda que hoy me tiene aquí, que hoy nos tiene aquí a los dos.”

Azorado, sin reponerme del todo de aquel enfermo relato, me atreví a preguntar:
-¿Cuál es esa búsqueda, Tony?
-La perfección.
Quise huir. Ahora sabía que aquella muerte repentina había sellado el destino de mi amigo. Que su locura, ya inobjetable, nos había negado para siempre el talento de uno de los artistas más brillantes de todos los tiempos.
Me incorporé lentamente, dispuesto a salir de ahí sin más explicación, pero él se aferró a mi brazo y me obligó a quedarme.
-Y sólo tú puedes ayudarme a alcanzarla.

Salimos del bar cuando una lluvia fina había empezado a tomar las calles. Corrimos entre la gente, eludiendo charcos y puestos ambulantes. Soy débil, lo reconozco, y más aun ante circunstancias adversas, por eso nunca pude desprenderme de la mano de Tony que sujetaba con fuerza mi antebrazo para obligarme a permanecer a su lado.
-Hay que darnos prisa -me dijo en cierto momento, mirando a todos lados con la sutil paranoia del sicótico-. Lulu nos espera.

Cuando estuve frente a ella, ante su belleza irreal, entendí el porqué de esa insana fascinación. Su brillante cabellera, recortada al ras de su nuca, era de una oscuridad animal. Y en su mirada, de muchas formas profunda, se adivinaba una rara melancolía poética. Estaba sentada en un ancho diván; su mano enguantada sostenía una larga y elegante boquilla que hacía intimar con sus labios merced a un suave movimiento que, supongo, debía ser propio de aquella actriz del cine mudo cuyo papel había asumido.
-Tú debes ser Sebastian. -Su voz era un susurro aterciopelado, imposible de olvidar una vez que te nombraba.
Asentí con un gesto. Ella me miró en silencio y luego entrecerró los ojos para dar una nueva calada a su cigarrillo.
-Él nos ayudará -intervino Tony-. Lo hará esta noche.
Lulu meditó unos instantes, mirándonos a ambos.
-Tendría que cancelar mi actuación, honey. Larry no tarda en venir por mí.
La angustia asomó en la humanidad de Tony. Mesándose el cabello, empezó a pasearse ansiosamente por el camerino. Supuse que no había contemplado ese contratiempo.
-No canceles, dile que volverás más tarde. Sólo te perderás la primera actuación -mintió.
-Larry perderá mucho dinero. Yo también. -Lulu agitó los restos de su cigarrillo sobre un cenicero de plata que mantenía sobre su regazo-. Eso tú lo sabes, Tony.
-Y tú sabes que si vienes conmigo ganarás el doble.
Me sentí estúpido en medio de aquella negociación. De hecho, hasta ese momento ignoraba qué papel jugaba yo en todo aquello. Las cosas habían ocurrido tan rápido, que ni siquiera me había atrevido a preguntarle a Tony qué era lo que pretendía de mí.
-Quieres el triple, te daré el triple.
Lulu se incorporó ligeramente, apenas lo suficiente para cruzar las piernas con una sensualidad ajena a mi desesperanza. Fue apenas un instante, pero aquel movimiento fijó en mi mente la imagen breve e insoportable de la tersa vellosidad de su entrepierna. Y sonrió: sabía lo que había hecho; sabía que ese gesto era más que nada una promesa.
-¿Cuánto tardaremos?
Tony hizo cálculos mentales.
-Dos horas. Tres a lo mucho...
La puerta se abrió de golpe y un hombre en traje, de rostro ajado y sudoroso, se introdujo. No pudo ocultar su sorpresa al encontrarnos ahí; nos estudió por un momento y luego miró a Lulu con una expresión entre curiosa y enfadada.
-Son mis amigos. -Lulu se puso de pie con un ademán felino-. Tony y Sebastian. -Y sin dejar de mirarlo-: Él es Larry.
El hombre soltó el picaporte de la puerta y se acercó a Lulu, ignorando nuestro saludo.
-Ya casi es hora. ¿Estás lista?
-Creo que esta noche no actuaré. No al menos en la primera función.
El rostro de Larry se tensó, y esa tensión pareció salirse de sus ojos para inundar la habitación.
-¿De qué estás hablando?
-Tengo que salir, prometí acompañarlos. Volveré en un rato, si no tienes inconveniente.
-Cariño -el hombre frunció el seño-, tú no puedes hacerme esto. Ya el público ha pagado. Ellos han venido a verte. Sólo tienes que salir y hacer lo tuyo...
-La dama dijo que no, amigo -la voz de Tony fue firme-. Busca quien la sustituya.
-Contigo no estoy hablando.
-Vamos, vamos -Lulu avanzó un par de pasos para interponerse entre los dos-, no es algo que esté a discusión. Ya decidí que iré con ellos y luego regresaré a tiempo para el segundo espectáculo. Tú sabes cómo entretenerlos, Larry. Saca a tus mascotas, ofréceles algo loco, Diana siempre ha estado dispuesta a fornicar con ese galgo tuyo, ¿cuál es el nombre...?
Larry estaba de una pieza. Era obvio que había un acuerdo secreto entre ellos, algo que le impedía obligarla a actuar. Indeciso, retrocedió unos pasos y se perdió en el pasillo, no sin antes barrernos con una mirada asesina.
-¿Nos vamos?

Avanzamos a través del bosque de luces que anunciaban espectáculos de toda índole: locales que prometían el sórdido ensueño de la zoofilia y el sadismo; hembras humanas que se dejaban penetrar por húmedas serpientes; andróginos mutantes dispuestos a la perversión; hombres sodomizados por perros de inusitadas proporciones; caballos masturbados por manos anónimas capaces de pagar hasta 200 dólares por alcanzar ese raro éxtasis. Al pasar por la verja antigua de un edificio en ruinas, un hombre oculto en la penumbra me invitó en un susurro a ser testigo de una violación real. Agitados por la prisa y el andar veloz de Tony, pronto alcanzamos la frontera de la zona de tolerancia. A partir de ese punto, la gente había abandonado las calles, sumergiéndose en las oscuras cuevas de los prostíbulos secretos que simulaban ser salones de baile, en la hostilidad de bares subrepticios y en la ilegalidad de las casas de apuestas. Ya eran más notorias las siluetas que se ocultaban cuando nos veían venir, las mujeres de diversas razas que en dialectos irreconocibles ofrecían sus cuerpos derrotados por la vejez, los grupos de hombres enfundados en trajes elegantes que exudaban el agrio olor de la impostura. Un anciano prematuro, una princesa europea y un desquiciado de andares desgarbados no parecían algo demasiado fuera de lugar en medio de ese ambiente mórbido, que, he de decirlo, tampoco nos justificaba. Luego todo fue quedando atrás. Poco a poco nos fuimos internando en calles que parecían envueltas por el alivio del ajetreo cotidiano.
Lulu, esforzándose por mantener el ritmo apresurado de sus pasos, no perdió ni un solo instante su majestad luminosa.
-¿Falta mucho, Tony? Estoy cansada...
Pero él no respondía; sólo se limitaba a mirar al frente, entornando los ojos como si quisiera cincelar los muros que nos cerraban el camino.
En cierto momento hice una pausa para recobrar el aliento. No tengo el hábito de la paranoia, pero algo me obligó a mirar a mis espaldas en el instante justo para ver que un hombre a la distancia también se detenía. Más adelante volví a verlo, esta vez en el reflejo del cristal de un comercio cerrado. Quise decírselo a Tony, pero fue imposible: lejos de aminorar el paso, él había decidido que debíamos ganarle al tiempo esa loca carrera hacia la nada.

Finalmente llegamos a su departamento. Un hombre adormilado, mirándonos con ensayado disimulo, nos abrió la puerta. El lujo en el interior de aquel complejo habitacional me sorprendió. Cegado por el sórdido ambiente que rodeaba el lugar de nuestra cita, supuse erróneamente que el ámbito de Tony era discreto. Nada más lejano a mis humildes proyecciones: el silencioso y elegante elevador que nos condujo al penthouse del edificio se abrió para mostrarnos una estancia amplia e iluminada desde cuyo ventanal al fondo se dominaba gran parte de la ciudad.
-Es un lugar hermoso -exclamó Lulu dejando que sus pies se posaran en el mullido pelo de la alfombra.
-Lo es ahora que por fin estás aquí -le dijo Tony abandonando su chaqueta de piel en el respaldo del enorme sofá.
Pero mi situación no daba para observaciones sutiles, así que lo encaré, decidido a terminar con esa farsa.
-Tony, tengo que hablarte...
Pero él ni se inmutó.
-Siéntense, pónganse cómodos, en un momento estoy con ustedes -y abandonó la estancia perdiéndose por un oscuro corredor.
Pensé de nueva cuenta en largarme para siempre de su vida, pero entonces recordé que al salir del elevador, él había accionado un mecanismo que al parecer lo bloqueaba. Seguramente era sólo una precaución; después de todo, las puertas se abrían directamente al departamento. No obstante, la idea me incomodó.
Me di la media vuelta y vi que Lulu había tomado asiento; vi también -no sé cómo no lo había notado- que el piso a su alrededor, inmerso en un raro otoño, estaba tapizado con hojas de diversos tamaños, cientos de bocetos a lápiz, todos ellos de figuras femeninas en distintas poses y matices. Recogí algunos mientras me internaba en la sala. Era posible que las diferentes perspectivas desde las cuales habían sido creados me estuvieran engañando, pero, a simple vista, casi hubiera podido asegurar que se trataba del retrato de la misma mujer. Me habría gustado someterlos a un juicio más profundo, pero en ese momento Lulu se puso de pie para mostrarme uno de ellos.
-No sé quién sea, pero esta mujer es hermosa, ¿no lo crees, darling?
La figura en el retrato mantenía su larga cabellera echada hacia atrás, las manos entrelazadas detrás de la cabeza y las bien torneadas piernas ligeramente abiertas en una pose de innegable morbidez.
-Sí, es hermosa -reconocí.
-Seguramente has pintado a muchas como ella...
Miré a Lulu fijamente sin comprender sus palabras.
-Los artistas como tú siempre viven rodeados de grandes bellezas. He conocido a muchos; nadie me lo ha contado.
Su comentario me dejó atónito. Lejos de entender, sentí que cada vez me hundía más en esa circunstancia sin sentido. Supe que había llegado al límite de mi paciencia. Necesitaba saber de una vez por todas qué era lo que Tony pretendía, y que ella, a todas luces, también ignoraba.
-¿Qué se supone que sabes de mí? -le pregunté, demasiado incisivo para que pudiera evadirse.
-Nada -respondió ella con absoluta inocencia-: que vas a hacerme un óleo, que me vas a inmortalizar.
Dejé que los dibujos cayeran al suelo. Alarmado, busqué a mi alrededor. Entonces la encontré: apoyada al filo de la chimenea, enmarcada en bronce, la fotografía de cuerpo entero de una mujer desnuda, hermosa... y muerta.
La fotografía tembló entre mis manos. No había lugar para el error: ella era Brenda, la mujer que los cientos de dibujos repetían en una obsesiva espiral hacia el infierno.
Una ráfaga de frío me recorrió la espina dorsal cuando comprendí todo: yo era el único capaz de trabajar la piel para recuperar esas formas que el destino y la tierra se habían llevado para siempre. Pero, y Lulu, ¿qué tenía ella que ver en todo esto?
-Así que ya lo sabes -la voz de Tony a mis espaldas me abortó de aquel instante.
Se había puesto una bata de seda con adornos orientales. Sostenía en sus manos dos copas de algún licor transparente. Me ofreció una. A lo lejos vi que Lulu, de nuevo acomodada sobre el sofá, agotaba la suya.
-¿Qué es exactamente lo que pretendes?
-Ah, el buen Sebastian, siempre tan aprehensivo. -Me rodeó los hombros con un brazo y me condujo a un rincón-. No pretendo nada que no puedas hacer. De hecho, deberías sentirte orgulloso de haber sido llamado a participar de la obra más grande jamás creada.
-No sé de qué me estás hablando, pero necesito que me lo expliques ahora mismo...
Tony me interrumpió y con un ademán me pidió bajar la voz. Luego, señaló a Lulu con la mirada.
-Ella aún no lo sabe, pero mañana, cuando abra los ojos, renacerá en la obra más hermosa del arte universal, la misma a la que tú y yo, querido Sebastian, habremos dado vida.
Aterrado, di un par de pasos hacia atrás. Tony sonrió.
-Sé que es difícil asumirlo, pero yo, que he visto la gloria cada vez que la sueño, estoy ansioso por mostrársela al mundo. -Volvió su vista hacia Lulu-: ¿Cómo te sientes, querida?
El ruido del cristal al chocar contra la alfombra fue su única respuesta.
-¡La mataste! -exclamé, casi en un grito.
-No, ella no puede morir, no ahora. Sólo puse un fuerte sedante en su bebida.
Vi la copa que mi mano sostenía en la pose absurda del invitado a un coctel y me sentí amenazado. Estúpido y amenazado. La dejé sobre una mesa lateral.
-Tú puedes beber sin miedo. Esa champaña es una de las mejores que se pueden encontrar.
Tony ya caminaba hacia el títere abandonado que era Lulu. Tomó su muñeca para comprobar el pulso, luego le alzó uno de los párpados para ver que su ojo rehuía a la luz y finalmente la cargó sin dificultad.
-Vamos, Sebastian, no tenemos mucho tiempo. -Y se introdujo en el corredor, ahora iluminado.
No sé por qué lo seguí. Pude haber intentado salir de ahí, o llamar a la policía con el videoteléfono activo en una esquina de la sala. Pero, en cambio, me dejé llevar por el influjo de una curiosidad casi eléctrica que me exigía saber cuánto de aquellas ideas paridas por el desequilibrio de mi amigo se había fugado a la realidad. Y, sobre todo, cuánto de todo eso me pertenecía ahora.

Crucé la puerta entreabierta y el horror se instaló en mis ojos: aquello era un laboratorio, el típico laboratorio de reconstrucción genética que los años me habían enseñado a reconocer, con los estabilizadores de flujo sanguíneo, los compresores, las máquinas regeneradoras de piel, todo en total funcionamiento. Y al centro del cuarto, sobre las planchas de aluminio, dos figuras: una de ellas el esqueleto de entrañas artificiales de un replicante de última generación; la otra, el cuerpo ya desnudo de Lulu, cuyo organismo seguía luchando contra la química que la obligaba a la densidad de un sueño acaso eterno.
-¿Sorprendido? -Tony enredaba los dedos de una mano en el cabello lacio de su obra de arte en proceso. Lo hacía de una forma lenta, delicada, como quien prodigara tranquilizadoras caricias a una mascota a punto de ser sacrificada.
-¿De dónde sacaste todo esto?
-La sociedad deplora los oficios del mercado negro... sólo hasta que descubren lo útiles que pueden ser en determinadas ocasiones.
-Tony, creo saber lo que pretendes, pero déjame decirte que eso es imposible...
-Nada es imposible para un hombre de ciencia -me interrumpió-. Y tú lo eres. Ahora sólo necesito que apliques tus conocimientos y dejes de cuestionar las formas del arte, que tú sabes bien que te rebasan y que sólo a través de mí podrás alcanzar.
-Estás loco -le dije-, completamente loco. El esqueleto del androide rechazará la piel humana. Lo hemos experimentado, lo hemos venido haciendo desde hace más de veinte años y nunca ha funcionado. Las células del tejido primario enloquecen al no poder reconocer la química de la aleación en la que encarnan. Tarde o temprano empiezan a mutar. El cáncer aparece irremediablemente.
-No si lo proteges con una película molecular bioadherente -Tony se dirigió a un costado de la habitación y señaló una pequeña cámara refrigerante-. La han estado utilizando para contrarrestar la reacción negativa del calcio en los implantes fabricados a partir de huesos humanos. No finjas que no lo sabes.
-Eso bloquearía la irrigación de sangre y oxígeno hacia los vasos capilares. La piel se pudriría; es una certeza bioquímica.
Tony meditó unos instantes. Creí inútilmente que desistiría de aquel despropósito, pero un minuto después cruzó el cuarto para extraer de un anaquel un par de bolsas selladas al vacío que inequívocamente contenían pliegos de piel artificial.
-Puedes intentar mezclar esto con la piel de Lulu. Tengo aquí el equipo necesario.
-Tony, entiéndelo -le expliqué, jugando mi última carta-: no voy a desollar a esta mujer para disfrazar con su carne al monstruo que sólo está en tu mente. Ni ella ni la réplica sobrevivirán. No entiendo por qué no dejas que Lulu viva, si en su cuerpo has encontrado la perfección que tanto has estado buscando...
-Es que no es a Lulu a quien necesito a mi lado, sino a ella -Tony retiró el velo de una cápsula de congelación líquida para mostrar su contenido, un algo impreciso que en un principio me negué a reconocer.
-Acércate -me dijo, orgulloso de revelar al fin el secreto que desde hacía años lo había estado consumiendo.
No debí hacerlo, pero allí estaba, de frente al cuarzo transparente del recipiente portátil, rendido ante esa imagen indeseable que como un virus se alojó para siempre en mi memoria: envuelta en el coloide azul de las sustancias críoconservadoras, estaba la cabeza de Brenda, la esposa muerta, su larga cabellera rubia flotando como un molusco incierto y repugnante, sus ojos y su boca semiabiertos en el difícil sueño de la química y del ansia de eternidad.
Mis piernas se debilitaron repentinamente, a tal grado que tuve que asirme de la plancha de aluminio en la que descansaba Lulu para no caer. Soy un hombre débil, ya lo he dicho, y aquello era más de lo que podía soportar. Porque no es lo mismo, jamás será lo mismo crear ficciones de piel artificial, que intentar redimir el destino de hierro de la carne tomada ya por los efluvios inquebrantables de la muerte.
Tony pareció leer la angustia reflejada en mis ojos, pues, aquejado por una repentina impotencia, se aferró a mi frágil cuerpo y comenzó a sollozar.
-¿Ya lo ves, Sebastian? Ella era hermosa, y yo la amaba, la amaba como a nada en esta inmunda tierra, pero el dios maldito se llenó de celos y me la arrebató de las manos. -Alzó el rostro bañado en lágrimas y me tomó por los hombros para obligarme a mirarlo-. Necesito que me ayudes a traerla de regreso, ¿no comprendes? Quiero demostrarle a ese bastardo que las formas del arte son capaces de corregir sus estúpidos designios. Es la única manera que me queda para hacerle entender que su rigor ya no tiene lugar en este mundo...
Como pude me deshice de su abrazo y retrocedí ciegamente, chocando con los muebles, derribando las mesas de material quirúrgico, trastabillando en el desesperado esfuerzo por alejarme de aquel rostro tomado por el desequilibrio. Salí al corredor y me alejé dando pasos hacia atrás, viendo cómo Tony, preso de su propia desesperación, había caído de rodillas frente a la cabeza flotante de su amada, suplicándole en susurros que aguardara, que aguardara un poco más.
Trascendí el espacio de la estancia y pegué mi rostro al cristal de la ventana. Cinco pisos más abajo, apostadas frente al edificio, las inconfundibles naves de la policía bañaban de azul y rojo el ancho de la calle y los rostros curiosos de la multitud. Pensé en Lulu, en el profundo sortilegio de su mirada, en el suave contorno de sus senos perfectos, en el triángulo sedoso que como un bosque incendiado se había abierto ante mis ojos y que ya jamás tendría que imaginar. Y entonces agité los brazos. Y grité, pedí a gritos el necesario auxilio aunque sabía que aquel cristal imponía su silencio entre mi angustia y las miradas de los hombres de uniforme que, azorados, descubrían poco a poco mi silueta en el alto ventanal.

No está de más aclarar que la salvación llegó por accidente. El hombre de Larry nos había seguido hasta el departamento sin saber que, a su vez, la policía vigilaba sus movimientos. El dueño del prostíbulo había ofrecido a Lulu a cierto gángster venido a menos en prenda por cierta suma de dinero producto de apuestas fallidas. El cabecilla de la mafia estaba en la mira de las autoridades, no por sus delitos, sino porque algún oscuro mando policial había visto con recelo cómo las cifras de su cuenta bancaria habían dejado de crecer. Los agentes, seguramente haciéndose pasar por clientes del local, vieron a Larry dando órdenes a uno de sus esbirros. Ignorando que aquél, temeroso de la mafia, sólo quería asegurarse de que la mujer no huyera y saber su paradero, decidieron seguir al hombre confiados en que los llevaría a la guarida del anciano a quien el jefe quería vivo o muerto. Ocultos entre las sombras, lo vieron merodear en los alrededores del complejo habitacional. Cuando, merced a un soborno, el hombre se introdujo en el edificio, fueron tras él. Años de prisión habían afinado el olfato de nuestro perseguidor, quien, sin dejarse engañar por el porte civil de los agentes, recordó de pronto que si respiraba el aire libre de Los Angeles era gracias a su última y sangrienta fuga. De haber sabido que él no era el blanco de la operación, jamás habría abierto fuego contra aquellos hombres que abrazaron el suelo borrados por el láser. Más unidades ingresaron en el lugar. El criminal, en clara inferioridad numérica, fue abatido en los corredores del segundo piso. Ya la zaga del operativo había empezado a recoger su basurero cuando yo aparecí de pronto, mudo y agitado tras el cristal de la ventana.

Entre risas discretas, los agentes que escoltaron a Tony comentaron algo acerca de una película del Doctor Frankenstein que la televisión había transmitido la noche anterior. Los escuché al pasar mientras uno de los detectives al mando, sentado junto a mí en el sofá de la sala, me tomaba la declaración. El sujeto tenía mal aliento, pero el tono de su voz sabía ganarse tu confianza. Cuando terminó de interrogarme, apagó su grabadora y me explicó, encendiendo un cigarrillo, lo difícil que le resultaba asociar la blandura de la carne con ese confuso escenario de sofisticación tecnológica. No fueron esas sus palabras, pero eso dio a entender. Luego me dijo que podía irme a casa. Puso a mi disposición una de las unidades aéreas, pero me recomendó que no saliera de la ciudad. Me palmeó un hombro a guisa de despedida y se puso a coordinar otras tareas. Me incorporé, un poco más repuesto de la pesadilla que acababa de vivir, y quise ver a Lulu. Cuando entré en la habitación en que había sido montado el falaz laboratorio, otro de los detectives la interrogaba. Envuelta en una frazada que dejaba al descubierto la blancura imantada de sus piernas, la oí decir su nombre: Nora Smith Newbery, originaria de Kansas City. Ciudadana norteamericana. Luego, sus ojos me encontraron. Al igual que la primera vez que la vi, hacía apenas unas horas (aunque en ellas, pensé, fácilmente podría caber la eternidad), me sonrió. El hábito de la seducción, esa rara alquimia de la sangre.

Semanas después de aquella noche fui llamado a la jefatura para una última declaración. Fue ahí donde me enteré de que Tony había sido ingresado en un hospital psiquiátrico, que hasta la fecha no ha abandonado. Supe también, en voz del detective encargado del caso, que había pedido verme. No asistiré. Temo que el recuerdo de nuestra antigua camaradería, hoy corrompida por los acontecimientos, pueda traicionarme. Porque entonces tendría que confesarle que su sueño, menos real por el evidente artificio de la piel en que fue confeccionado a partir del dibujo que robé de su departamento, ya está siendo concebido en los laboratorios de la Corporación.