jueves, julio 17, 2003

Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.

-José Carlos Becerra.

martes, julio 15, 2003

Un vehículo sin luces flota silencioso frente a mi ventana. Me asomo, temeroso, oculto por las sombras; el vidrio alcanza a devolverme un fragmento de mi propia incredulidad.

Distingo algunos de los rasgos que prefiguran aquel rostro, pero no hay registros de él en mi memoria. Sus ojos, en cambio, no escudriñan: reconocen. La fachada del departamento, su ocre interior, las inmóviles siluetas de los cuerpos inanimados descubiertas a intervalos por las ráfagas de lluvia.

Ya no observo; intuyo que el vehículo se eleva eludiendo las telarañas de la antigua red telefónica y en instantes se funde con el caos de neón que remeda una ciudad que nunca es aquí sino en destellos, en fragmentos enfermos como el de esta visita inesperada que ya se aleja.

Antes de que la sorpresa irrumpiera en mi ventana, me hallaba inmerso en la tarea de confeccionar un rostro, que ahora quedará inconcluso: no deseo contaminar sus facciones con las semillas de un temor que aún no le corresponde.

lunes, julio 14, 2003

Resuelvo, confundido, que la voz no me nombra.

viernes, julio 11, 2003

Soñé que las piernas de una mujer me atraían hacia su boca. La sensación de aquel calor que me abraza aún perdura. Aunque el blanco de su rostro intimaba con el velo transparente que proyecta esta imagen, recuerdo que la piel alrededor de sus ojos había sido tomada por las sombras.

Un hombre habló, y el sobresalto me devolvió a la soledad.

Yo abracé el alba de verano.
Nada se movía aún en la fachada de los palacios. El agua estaba muerta. Los campos de sombras no abandonaban el camino del bosque. Caminé, despertando los alientos vivos y tibios, y las pedrerías miraron, y las alas se elevaron sin ruido.

-A. Rimbaud.




Cruzo la ciudad a pie para visitar el barrio chino. No me motiva el placer de estar ahí, es simplemente que necesito hacerme de una hoja de enebro que ayer rasgué por descuido. Los orientales habitan una zona que no cesa de extenderse, así que hablar de un principio y un final es pérdida de tiempo. Sólo hay una manera de reconocer su frontera: el olor de la comida, el vapor fragante de los tallarines cocidos, el aroma inconfundible del cerdo agridulce que recién aprendieron a imitar. Vago un poco por aquí y por allá. A veces me detengo ante algún escaparate, pero en general es poco lo que me atrae. La gráfica estridencia de los rostros sin volumen impresos en paredes y mamparas es como un grito continuo que abarcara las calles, enredándose en el tumulto, reconociéndose en los otros rostros que recogen la lluvia, dispersándose. Finalmente alcanzo el almacén. Le muestro al tendero la pieza dañada y él asiente con la exagerada cortesía de su raza. Un momento después extiende sobre el mostrador una serie de hojas que incluso a mis ojos parecen originales. Elijo un par de ellas. El hombre balbucea algo que no entiendo, pero que igual intuyo: me pide que lo acompañe al taller del fondo para que juntos veamos los últimos pliegos de piel humana que han conseguido trascender la seguridad de las colonias. Niego con un gesto y abandono el local. Temo menos a la policía que al deseo de tenerlas en mis manos y volver a intentar en ellas la perfección. No, he visto esas pieles perforadas por el fuego de una ráfaga anónima oculta entre el gentío, y he llorado. Y he odiado ese llanto.

Un rostro anciano cubierto de lágrimas no se parece a nada que la gente acostumbre por aquí.

jueves, julio 10, 2003

La mujer que entreví en el sueño. He intentado reproducir su figura en grafito, pero hay un detalle que se me escapa: es su andar indeciso, envuelto en la nostalgia. De qué o de quién, es algo que me negó el imprudente amanecer, la temprana oscuridad.

Amo el secreto que ahora compartimos.


He pasado horas tratando de imitar mi rostro en un trozo de cera. No escondo el propósito que me ha llevado a consagrarme a esa tarea silenciosa: recomponer el gesto que la soledad en el espejo me confió hace apenas unos días. Con paciencia voy detallando las estrías de mi piel, los amarillos orificios de mis ojos, la callada lasitud de unos labios que de pronto se rompen en una carcajada: ¿Y si alguna vez me atreviera a sonreírle al espejo, mentiría?



miércoles, julio 09, 2003

Ayer, mientras intentaba el sueño, las voces regresaron.

Comenzó como una melodía enferma, suave y lejana; luego, la primera de las voces, delgada como un gemido, se dejó sentir con una frialdad casi metalizada. Hablaba de la oscuridad; específicamente, se refería a los departamentos de los pisos superiores, allí donde la humedad ha derivado en grietas que filtran la noche.

La segunda de las voces tardó en responder. Primero, nombró al óxido como a un antiguo enemigo; largo rato habló de sus conquistas. Luego hizo una pausa para convocar una imagen inequívoca: eran sus manos de manchas rojizas, el nuevo territorio de su angustia.

Esta vez ninguno de ellos habló de mí.