Un vehículo sin luces flota silencioso frente a mi ventana. Me asomo, temeroso, oculto por las sombras; el vidrio alcanza a devolverme un fragmento de mi propia incredulidad.
Distingo algunos de los rasgos que prefiguran aquel rostro, pero no hay registros de él en mi memoria. Sus ojos, en cambio, no escudriñan: reconocen. La fachada del departamento, su ocre interior, las inmóviles siluetas de los cuerpos inanimados descubiertas a intervalos por las ráfagas de lluvia.
Ya no observo; intuyo que el vehículo se eleva eludiendo las telarañas de la antigua red telefónica y en instantes se funde con el caos de neón que remeda una ciudad que nunca es aquí sino en destellos, en fragmentos enfermos como el de esta visita inesperada que ya se aleja.
Antes de que la sorpresa irrumpiera en mi ventana, me hallaba inmerso en la tarea de confeccionar un rostro, que ahora quedará inconcluso: no deseo contaminar sus facciones con las semillas de un temor que aún no le corresponde.